Domingo XII
Tiempo Ordinario
Zac 12, 10-11; 13,1; Gál 3, 26-29; Lc
9, 18-24
«Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?»
23 Junio 2013 P. Carlos Padilla
Esteban
«Queremos
ser fieles a esa semilla sembrada por Dios en el alma, a ese nombre
pronunciado
por Él en el silencio de nuestro corazón»
Suele suceder que no es la realidad
lo que nos hace felices o infelices. Aun-que nosotros pensamos
equivocadamente que sí. Creemos que si todo nos va bien, si no sufrimos la
enfermedad o la pérdida, si logramos recorrer caminos seguros y tenemos lugares
en los que vivir en paz, seremos más felices. Es cierto que un bien nunca nos
hace daño. Los bienes en sí mismos nos dan paz, nos dejan satisfechos
temporalmente, nos trasmiten una alegría novedosa y gratifi-cante. El Papa Francisco hablaba de la alegría
verdadera diferenciándola del hecho de estar simplemente contentos: « ¿Qué es
esta alegría? ¿Es estar contento? No, no es lo mismo. Estar contento es bue no,
pero la alegría es algo más, es otra cosa. Es algo que no viene de motivos
coyunturales, del momento; es algo más profundo. Es un don». Parece que a veces sólo aspiramos
a estar contentos en la vida, a satisfacer nuestros deseos por un tiempo, lo
justo y necesario. Pero luego el tiempo pasa y el contento se esfuma con él.
Deja paso a la tristeza o al desánimo y nos sentimos desconcertados, tristes,
angustiados, agobiados. Son sentimientos pasajeros, pero que nos parecen
eternos cuando los sufrimos. Entonces comprendemos que no es la realidad que
nos toca vivir, con sus dificultades y alegrías, la que determina nuestra
felicidad, sino la forma que tenemos de hacerle frente. Un mismo paisaje, un
mismo día gris, una misma enfermedad o pérdida, pueden ser interpretados y
sufridos de manera muy diferente. Es la forma como interpretamos la realidad lo
que nos amarga o alegra la vida Nos angustiamos pensando que la cruz que
cargamos es
la más pesada del mundo y dejamos de ver la belleza que también tiene nuestra
vida, o esas otras cosas positivas que hemos descubierto bajo el peso de la
cruz. Sentimos que la vida se nos escapa y ese sentimiento a veces tan
negativo nos quita la fuerza para luchar, para enfrentar las dificultades diarias
y aspirar a más, a mucho más.
La felicidad es un don, como siempre
repetimos, que sólo será pleno en el cielo. Como leía el otro día, es una
actitud que parte de querernos y aceptarnos tal y como somos; una actitud que
se fundamenta sobre la base de una vida en la que nos sentimos queridos y
respetados en nuestra verdad: «La felicidad destina-da a durar
requiere una actitud interior. Erasmo de Rotterdam pone nombre al
núcleo de la felicidad: - Querer ser el que eres. No es tarea fácil, pues exige
trabajo interior. Debo despedirme de las ilusiones que me he hecho sobre mí, de
la ilusión de ser perfecto, de ser el mejor, el más inteligente, el más
exitoso. Es siempre decisión mía ser feliz o no. De ello forma parte una
porción de humildad, la disposición a reconciliarme con mi naturale-
za limitada. La felicidad que experimentamos es
siempre sólo relativa. La felicidad absolu-ta únicamente nos aguarda en el
cielo»1. Deseamos vivir cobijados en las
manos
1 Anselm Grün, “Perlas de
sabiduría”, 93
paternales
de Dios que guían nuestras vidas y nos sostienen en el camino. Así
nuestra
felicidad no dependerá de los cambios de rumbo en el camino, de los altibajos y
caídas, de los claroscuros, de las sombras y luces. Cuando ponemos nuestra
seguridad en el Señor, todo cambia. Una persona lo expresaba así en su oración:
«Dame la serenidad que viene de ti, la que transmite la mirada de María.
Quiero ser la mejor persona que puedo ser, dar lo mejor que tengo. Yo no valgo mucho, pero quiero construir mi vida contigo. No sé lo que
tú quieres de mí en la vida. Agárrame, Señor, agárrame por mi núcleo, donde está
lo que soy de verdad, lo que yo ansío de
verdad, lo que yo amo de verdad. Señor, que salga de
mí misma y me lance a la aventura de vivir para los demás y para escuchar lo
que Tú quieres de mí. Gracias por haberme creado para ser feliz, por haber
querido que fuese como soy, por amarme como nadie me ama a pesar de todo, por
preocuparte de mí como si fuese única, por poner personas maravillosas a mi
lado. Quiero escribir mi vida contigo, ayúdame a transmitir toda la belleza que
has derramado dentro mí. Señor, eleva mi vida a la altura de la tuya, gracias
porque Tú te has bajado hasta la mía». Cada vez que experimentamos nuestros
límites y caídas, corremos el riesgo de perder la esperanza y la alegría. Sin
embargo, ese riesgo desaparece cuando volvemos a nuestro núcleo, a nuestra
verdad más profunda, a lo que de verdad somos y estamos llamados a ser. Que-remos
ser fieles a esa semilla sembrada por Dios en el alma, a ese nombre pro-nunciado
por Él en el silencio de nuestro corazón. Allí nos regala Dios la simpatía
hacia Él. Así lo describe el P.
Kentenich: «Si yo tengo simpatía por alguien mi corazón va hacia
él. Tener simpatía por Dios significa justificarle siempre. Es ver a Dios
siempre detrás de todo y aceptarla a Él y sus deseos. Así llegamos a convertirnos
en personas poseídas de Dios, llenas de Dios y ancladas en el más Allá»2. Cuando vivimos en Él, cuando su vida
nos sostiene, será más fácil caminar seguros. Así cuando tropecemos y caigamos,
entenderemos que es necesario descubrir una nueva forma de mirar que nos
permita desear siempre de nuevo subir a lo más alto. Quisiéramos tocar el cielo
con las manos cada vez que nos precipitamos en la tierra. Quisiéramos vivir el
perdón como una experiencia sanadora y redentora que salva nuestra vida.
Quisiéramos vivir la alegría como don, como regalo de Dios. Para que la
realidad no se imponga pesadamente sobre nuestro ánimo. Para que aprendamos a
ver la belleza en todo lo que nos ocurre, bueno o malo, la belleza en nuestra
debilidad, en las heridas y torpezas. Vivir
así es un don que pedimos cada mañana, para no olvidarnos de lo verdaderamente importante.
Es verdad que la pregunta que recorre nuestra vida es la que hoy escucha-mos:
¿Quién soy yo en realidad? ¿Para qué estoy en esta vida? ¿Para qué me quiere
Dios? Nos importa saber lo que piensa Dios. ¿Quién soy yo
para Él? ¿Por qué nos deja a la deriva en medio de inseguridades y pérdidas?
¿Por qué no nos rescata y salva cada vez que caemos y nos hundimos? A veces,
como hoy Jesús en el Evangelio, cambiamos la pregunta y decimos: ¿Quién dice la
gente que soy yo? Sí, nos importa mucho lo que otros opinan. Nos interesa escuchar
esas opiniones, para sentirnos valorados, queridos, aceptados. Nos cuesta aceptar
el rechazo. No toleramos la indiferencia de los otros. Nos importa lo que
piensa el mundo. Tal vez nos importa demasiado. Y perdemos las fuerzas y el
ánimo buscando esas respuestas. Todo ello porque la pregunta que surge siempre
2 J. Kentenich,
“Ejercicios espirituales para mujeres de Schoenstatt”, 1967
de nuevo es la misma: ¿Quién soy yo? Tal vez nadie pueda decirnos de
verdad quiénes somos. Nadie nos conoce tan bien como Dios. Él sí sabe quiénes
somos y ve hasta lo más profundo de nuestro núcleo interior. Pero el mundo con
frecuen-cia se queda en la apariencia externa. Ve lo que hacemos, lo que parecemos,
lo que mostramos. Nos escondemos detrás de una imagen y no se lo ponemos nada
fácil. Dejamos ver sólo una parte de nuestra vida. Por eso, para los demás, nos
definen nuestras acciones, nuestros éxitos y fracasos, nuestros rasgos físicos,
nuestros talentos y límites. Entonces el mundo, igual que hacemos nosotros con
otros, nos encasilla para tenernos controlados, para saber a qué atenerse, para
estar más seguros. Nos infravaloran sin llegar a ver lo que realmente valemos,
sin admirarnos, comparándonos con los que valen más; o nos aman demasiado y no
logran ver las debilidades, o si las ven, como nos aman tanto, no le dan
importan-cia. Nosotros mismos a veces tenemos la mirada algo deteriorada y no
sabemos bien quiénes somos. A lo mejor vemos bien de lejos y muy mal de cerca.
No sabe-mos mirar nuestro corazón y no nos apreciamos en lo que valemos; no
vemos el verdadero núcleo, lo que somos de verdad, lo que Dios ha creado, lo
que Dios ama en nuestro corazón. Nuestra mirada está distorsionada por nuestra
historia personal, compuesta de encuentros y abandonos, abrazos y soledades,
heridas y desamores. En la vida la mirada sobre nuestra vida se va
deteriorando, va miran-do la realidad de forma errada y se confunde. Dejamos de
mirarnos bien y, por lo tanto, dejamos de mirar adecuadamente la realidad y a
los otros. ¿Quiénes somos? Es la pregunta que recorre nuestra vida sin
encontrar con frecuencia una respuesta. Vivimos entonces preguntándoles a los
demás sobre nuestra verdad, sobre lo que ven en nosotros y nosotros no somos capaces
de ver, para que nos den pistas y podamos encontrar respuestas. Esperamos de
sus palabras la salva-ción. Soñamos con respuestas iluminadoras. Deseamos que
alguien se haga cargo de nuestra vida, para no asumir nosotros toda la
responsabilidad. Un sí de los hombres sobre nuestra verdad, una señal clara de
su amor, que pueda salvarnos. Pero no es así. Su opinión no nos salva. Sólo nos
da algo de luz. Nada más que eso, un poco de luz. Pero no podemos vivir
dependiendo de esa opinión para ser felices.
Jesús se detiene a orar en presencia de los discípulos. Comienza orando y después preguntando y escuchando: «Una
vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:
- ¿Quién dice la gente que soy yo?». Y aguarda la respuesta. Quizás con algo de ansiedad. Pero tal vez las
respuesta que obtiene no le dejen satisfecho: «Ellos contestaron:
- Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la
vida uno de los antiguos profetas». Acaba-ba de realizar el milagro de los panes y los
peces; la gente lo buscaba. Dice el capítulo anterior que le seguían y él
curaba a quien tenía necesidad de ser curado, y les hablaba del Reino de Dios.
Pero, ¿sabían quién era Él de verdad? ¿Cono-cían lo que había en su interior,
su fuego, sus deseos, su misión, sus miedos, su historia, sus sueños, sus
amores, sus preferencias, lo que sentía en lo más hondo, lo que era cuando oraba,
cuando caminaba, lo que le producía tristeza, lo que le alegraba? ¿Lo veían?
¿Sabían su nombre? ¿Conocían su misericordia y su ternu-ra? ¿Sabían que
mientras oraba le hablaba al Padre de ellos? ¿O le buscaban solo porque hacía
milagros? ¿Y se perdieron quién era? Jesús tenía mucho más que regalar, mucho
más que sus milagros. Él podía calmar la tempestad del mar y la del corazón; Él
podía regalar pan del que sacia para siempre; sus manos que curan heridas
calman también desgarros que todos tenemos; en su corazón está
el lugar donde podemos descansar para siempre, sin buscar ya más. No sé
si a veces Jesús se sentía solo como nosotros. ¡Cuánto deseamos que nos compren-dan
como somos, en nuestra verdad, que no nos encasillen! No queremos que nos
busquen porque les solucionamos la vida o por lo que pueden sacar de noso-tros
sino por nosotros mismos. El mayor regalo que alguien nos puede hacer es
querernos como somos. Decía Jean Vanier
que «amar es mostrar al otro su belle-za». Leía
el otro día: «El mayor regalo que podemos ofrecer a otro es el sentido de su
propia valía. Y sólo a través del amor podemos hacer ese regalo. Sin embargo es
esencial que nuestro amor sea liberador, no posesivo»3. A veces incluso, cuando queremos a alguien mucho,
somos capaces de ver cosas en él que esa persona desconoce. ¡Qué bonito es
poder ayudarle a descubrirlo! Ese amor nos sana porque nos hace reconciliarnos
con nosotros mismos y asombrarnos de ser dignos de ser amados. A veces no somos
mirados en nuestra verdad. No nos comprenden. No ven nues-tra belleza y se
quedan en la aspereza de nuestros torpes gestos. No profundizan y no penetran
los muros que nos defienden. No nos enseñan nada nuevo sobre nuestra verdad,
porque no la conocen. Nos gustaría hoy que Jesús nos contara algo más sobre
nosotros. Que nos dijera quiénes somos. Nos gustaría escuchar su voz
abrazándonos y diciéndonos al oído que somos sus hijos más preciosos.
Nos gustaría repetirle esta pregunta reclinados sobre su pecho: Señor,
¿quién soy yo?
Jesús va más allá y quiere saber lo que piensan sus discípulos de Él, lo
que pensamos nosotros sobre Él: «Él les
preguntó:- Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro tomó la palabra y dijo: -
El Mesías de Dios». Ante la revelación de Pedro Jesús ve que algo han descubierto. Pedro
hace referencia a su naturaleza de Dios. Le quiere decir que se han dado cuenta
que Él es distinto, que su identidad es más honda, que su esencia es Dios.
Saben que no es como ellos. Algo ven en su humanidad que les habla de la
eternidad. Perciben la gloria oculta en la carne débil. ¿Cómo hablar de Dios
cuando ven a un hombre como ellos? Su humanidad
y su divinidad, la carne que hace presente a Dios, el misterio velado
entre los
hombres, ese misterio que recorre todo el Evangelio. Por un lado los
signos reve-lan su gloria, por otro lado Él manda a los suyos guardar silencio:
«Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie». Luces y sombras, la verdad velada que se manifiesta en
gestos de amor. Jesús acepta que lo reconozcan como Dios y acto seguido muestra
la realidad humana: «Y añadió: - El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día». Junto a la gloria de ese Dios todopoderoso se revela
un hombre frágil que se deja matar por los hombres. Jesús se llama hijo del
hombre. Ese nombre tiene que ver con nosotros. Así se acerca. Estoy con voso-tros,
quiere decir. Camina a nuestro lado. Sabe lo que hay en nuestro corazón. Puso
su tienda entre nosotros, se abajó, se ocultó, se hizo niño impotente en Belén,
renunció a sus privilegios y conoció la duda y el fracaso, el no saber, la
3 John Powell, "El secreto de seguir
amando", 51
tristeza, la alegría de ir descubriendo cosas nuevas, la belleza del
lago de Galilea, el dolor de la muerte, los sueños. Jorge Luis Borges habla así de ese misterio poniendo estas palabras
en los labios de Jesús: «Conocí la esperanza y el temor, esos dos rostros
del incierto futuro. Conocí la vigilia, el sueño, los sueños, la ignorancia, la
carne, los torpes laberintos de la razón, la amistad de los hombres, la misteriosa
devoción de los perros. Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz.
Bebí la copa hasta las heces. Vi por Mis ojos lo que nunca había visto: la
noche y sus estrellas. Conocí lo
pulido,
lo arenoso, lo desparejo, lo áspero, el sabor de la miel y de la manzana, el
agua en la garganta de la sed, el peso de un metal en la palma, la voz humana,
el rumor de unos pasos sobre la hierba, el olor de la lluvia en Galilea, el
alto grito de los pájaros. Conocí también la amargura. He encomendado esta
escritura a un hombre cualquiera; no será nunca lo que quiero decir, no dejará
de ser su reflejo. A veces pienso con
nostalgia en el olor de esa carpintería». Es el Jesús niño y hombre, todopoderoso e impotente; el Jesús enamorado
de la vida y capaz de cargar con todos nuestros dolores. El Jesús solitario y
rodeado de amigos. Ese Jesús que ora en el silencio y el que pre-dica en la
montaña. El del desierto y el del lago. El que sana a la mujer pecadora que
unge sus pies y el que resucita a un niño que no conocía al ver llorar a su
madre. El que multiplica el pan y espera paciente nuestros panes y
nuestros pe-ces. El que nos invita a navegar mar adentro y duerme en medio de
la tormenta. El que llora y ríe. El que sufre y vive. El que sigue el camino
marcado y abre otras veces rutas nuevas. El que escucha a su Padre en el
silencio de la noche. El que acaricia y deja que le acaricien. El que sostiene
al que sufre y se conmueve con su dolor. El que sabe amar con toda el alma, dejándose
la vida en la entrega. El que alienta con su voz poderosa y anima con su
sonrisa. El que perdona desde el ma-dero y tiene sed de amor. El que nos busca
con la mirada, perdonando, esperando nuestro sí. El que sabe amar y renunciar,
el que contiene en su alma toda nuestra vida. El que ama sin esperar nada y lo
espera todo cuando nos ama. ¿Quién es Jesús para nosotros? ¿Ante qué Jesús
nos detenemos? ¿A qué Jesús seguimos?
Creo que a veces desaprovechamos a Jesús y no conocemos en realidad su
rostro. Con frecuencia lo buscamos como solucionador de
problemas. Queremos que nos arregle nuestros planes, que haga milagros.
Queremos que multiplique el pan, sane nuestras heridas, resuelva nuestros
enredos. Sí, buscamos a un Jesús hacedor de milagros y nos perdemos su rostro,
porque no lo conocemos. Lo deja-mos pasar de largo ante nuestra mirada. No
sabemos quién es en realidad. Qui-siéramos acercarnos a Jesús con la humildad y
la pasión con las que rezaba una persona: «La herida
de tu corazón es sangre derramada por mis pecados, agua que calma mi sed, amor
que desborda mi ser, vida que apasiona mi vida, luz que ilumina mi camino,
fuego que abrasa mi corazón. Déjame fundirme en tu corazón herido, compartir
tu
dolor en tantos rostros afligidos. Saciar tu sed de amor». Queremos acercarnos a su corazón herido para amarle
con pasión, para reconocernos en su propia alma. Queremos ver su rostro,
descubrirle en nuestra vida. Hoy escuchamos: «Me mira-rán
a mí, a quien traspasaron» Zac 12, 10-11. Lo miramos herido y en Él nos reco-nocemos. Pero, en realidad, sabemos poco
sobre Él. Si hoy nos preguntara, no sabríamos qué responder. La gente habla de
la Iglesia, del Papa, de los obispos, del catecismo, de temas de moral o
doctrina. Pero, de Jesús, de su persona, no sé si habla tanta gente. Hablamos
de lo que le rodea, pero de su persona, no tanto. Frente a esa pregunta Jesús
aguarda. Para cada uno Jesús es alguien distinto. ¿Quién es para nosotros? ¿Cómo
le nombramos en la intimidad? ¿Sabemos cómo nos mira, cómo nos escucha, cómo
nos ama, cómo nos espera y se con-mueve al vernos llegar? ¿Conocemos al que
va a nuestro lado, nuestro compañero, el que nos va a buscar cuando nos
perdemos, que lo deja todo por nosotros y nos llama cada día a la puerta sin pedir
nada, que tiene respuesta a todas nuestras preguntas?
Porque seguir a Jesús, al Jesús verdadero, exige cargar con la cruz y
estar dispuestos a perder la vida en el intento, sólo por amor a Él: «Y,
dirigiéndose a todos, dijo: - El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo,
cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su
vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». Lc 9, 18-24. A veces no tenemos claro a quién segui-mos. Negarnos a
nosotros mismos, cargar con la cruz de cada día, esa cruz que nos impone la
realidad, y perder esa vida a la que tanto nos apegamos, nos pare-ce casi
imposible, demasiado difícil o lejano. Nos sentimos pequeños, desborda-dos,
ante una misión tan grande. Seguir a Jesús, ¿cómo se hace? Queremos salvar nuestra
vida, queremos vivir eternamente con el Señor, deseamos una paz que nadie nos pueda
quitar. Como nos recuerda San Agustín:
«Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Dios». Vivimos inquietos buscando una paz que no alcanzamos.
Queremos salvar la vida y Dios nos pide que nos desprenda-mos de ella, que no
nos apeguemos, cuando lo que hacemos por tendencia natu-ral es buscar seguros
sobre los que edificar el camino y nuestra casa. ¿Quiénes somos? Somos hijos de
Dios, hijos del hombre, hijos de este mundo que parece ir a la deriva. Pensamos
que valemos poco, y por eso buscamos hacer cosas, mu-chas cosas, conquistar
metas, lograr títulos, triunfar en todas las batallas, alcan-
zar lo inalcanzable. Nuestra vida se compone entonces de títulos que
justifican
nuestra labor, de logros por los que merece la pena dar la vida. Y
dejamos de lado lo que no nos vale, lo que no nos sirve, lo que no ayuda ni
edifica. Dejamos de la- do cosas y personas, incluso a Dios, cuando se
interpone entre nosotros y nuestro deseo de ser felices. Lo que es un obstáculo
en nuestro crecimiento ascendente hacia la cima, es mejor que desaparezca.
Comentaba el Papa Francisco: «Esta
“cultura de lo descartable” tiende a convertirse en la mentalidad común que nos
contagia a todos. La vida humana, la persona ya no se percibe como valor
primordial que debe ser respetado y protegido, especialmente si son pobres o discapacitados,
si todavía no sirve –como el niño por nacer–, o no sirve más, como los
ancianos». Somos lo que hacemos y si no hacemos nada, si no logramos nada, dejamos
de ser valiosos. Somos nues-tros logros y triunfos, nuestras propiedades y
títulos, nuestros bienes y dinero,
todo pegado a la piel, como una segunda naturaleza. Vivimos en una
cultura en la que lo que no nos sirve se tira y lo que ayuda a lograr la meta
siempre se conserva.
Es así que nos resulta muy difícil comprender el significado de la cruz
y la pérdida. Pedro mismo se indigna cuando
escucha hablar así a Jesús, no entiende sus palabras y se rebela contra la
posibilidad de su muerte. Quiere seguirlo pero no acepta su camino de cruz. Nos
gustaría poder eludir la cruz, evitar conflictos, pasar por encima de los límites,
superar la muerte y el pecado. El seguimiento a Cristo exige cargar con nuestra
cruz. Pero todo es más fácil si Él camina a nuestro lado. Cristo nos anima a no
temer, Él va con nosotros. La santidad a la que aspiramos nos ayuda a ser más
libres frente a lo que nos hace sufrir. Decía el P. Kentenich: «Si amo con todo mi corazón a Cristo, quiero
asemejarme a Él. Y si me regala una astilla de su cruz, esto me depara
felicidad». El amor a Cristo nos permite
aceptar con paz el mensaje de la cruz. Si amamos a Cristo, lo amamos en
su cruz, en nuestra cruz. Es un misterio que nos sobrecoge. El otro día leía: «La
cruz de Cristo se ha convertido en el precio de la redención. Cada hombre que
camina por la vía de los valores verdaderos debe asumir algo de esa cruz, como
precio que debe pagar él mismo por los valores auténticos»4. Asumir nuestra vida con lo que implica. Ser coherentes con nuestro
camino. Aceptar la vida de cada día con lo que es, sin perder la paz en medio
de la tormenta. Todo eso ya es aceptar la cruz y caminar con paz junto al
Señor. Entender que es nuestro camino, y que ese camino nos libera, es un salto
de fe. Pero es el único camino para llegar a buen puerto, para
poder descansar en Dios. Porque la tentación es la contraria.
Desanimarnos ante las dificultades, cambiar de camino cuando experimentamos
confrontaciones, renunciar a lo que somos cuando no somos aceptados en nuestra
verdad. El otro día leía: «Inducidas por la publicidad a creer que el éxito y la
gratificación instantáneos son lo que cabe esperar de la vida, cada vez son más
las personas que se desdicen de sus compromisos de amor sin haberse siquiera
puesto a prueba a sí mismas y su capacidad para afrontar las dificultades»5. Seguimos a Jesús con nuestra cruz. Luchamos sin
tregua, damos la vida sin miedo, esperamos contra toda esperanza.
Hoy el Evangelio nos cuestiona sobre nuestra identidad y sobre esa
misión que tenemos en esta vida. ¿Sabemos
nosotros quiénes somos de verdad, cono-cemos nuestra misión? ¿Sabemos cuál es
el tesoro que Dios ha puesto en nues-tro corazón para que dediquemos nuestra
vida a entregarlo? ¿Conocemos nuestra cualidad principal? ¿Las tendencias más fuertes
del alma? ¿La herida más honda? ¿Tenemos un sueño por el que daríamos la vida? Creo
que la gran aven-tura de nuestra vida es conocernos y descubrir ese nombre que
Dios pronunció al crearnos, un nombre único que nadie más tiene. A veces nos
ignoramos, tenemos reacciones que no sabemos de dónde vienen. El mar que se
mueve en nuestro
corazón nunca lo hemos navegado. Nuestra música, nuestro paisaje,
nuestro mar. Es diferente a todos. Nuestra belleza, nuestra verdad ¿La
conocemos? Así nos mira Dios. A veces, tampoco conocemos la misión que tenemos,
y eso nos agobia tanto, porque vamos de aquí para allá probando, o intentando
copiar las misiones de los demás que nos gustan, o nos parecen buenas. Todos
deseamos encontrar nuestro lugar en la vida, el lugar desde donde podamos
desarrollar al máximo lo que somos, lo que nos da alas y no nos agobia. ¿Jesús
siempre supo quién era? Él, como hombre, vivió en su vida el discernimiento y
la búsqueda tan humana. También se preguntó quién era. Él conoce nuestras
noches porque las vivió, nues-tras preguntas porque se las hizo. Él también
tuvo que retirarse al desierto, a la montaña, como nosotros tantas veces,
buscando, deseando encontrar, para dejar
que el Padre le mostrase, le hablase, le dijese, para ponerle nombre a
todo lo que crecía en su interior, en su intimidad más profunda. Era hombre,
era Hijo de Dios.
4 Karol Wojtyla, “El
don del amor”, 198
5 John Powell, “El secreto para seguir
amando”, 126-127
María estaría a su lado, compartiendo lo que desde su nacimiento fue
guardando en su corazón como un tesoro. ¿Quién es Jesús? ¿Quiénes somos
nosotros? Son las preguntas que recorren nuestra vida. Son las preguntas que
le dan un sentido a la vida.
María nos contempla siempre y nos escucha; nos abre el alma que perma-nece
cerrada con miedo y nos da valor para cargar la cruz de cada día si-guiendo a
Jesús. Nos enseña a ser audaces en el seguimiento a Cristo,
nos anima descubrir quiénes somos, nos enseña el camino de la fe y nuestra
verdad: «María, mujer de la escucha, abre nuestros oídos; haz
que sepamos escuchar la Palabra de tu Hijo Jesús entre las mil palabras de este
mundo; haz que sepamos escuchar la realidad en la que vivimos, cada persona que
encontramos, especialmente aquella que es
pobre,
necesitada, en dificultad». Espera con paciencia nuestro sí. Es sorprendente su paciencia, siempre
aguarda, porque nos necesita. ¡Cuánto nos necesita! Nos necesita para llevar a
su Hijo al mundo, para hacerlo presente, para mostrar su rostro. Pero antes
Ella quiere mostrarnos a Jesús. Lo susurra con palabras suaves en nuestro
corazón. Lo hace presente en nuestro camino para que queramos seguirle. Nos
enamora de sus pasos y nos atrae con su ternura hasta lo profundo de su corazón
herido. María, unida a Jesús, se convierte en camino y en casa, en búsqueda y
encuentro, en inquietud y descanso. En Ella nos unimos a Cristo. En Ella
recorremos el camino con Cristo. Para seguir al Señor es necesaria la audacia
de la fe y por eso Ella nos enseña a ser audaces, a dejar nuestros miedos de
lado. Nos ayuda a creer en nosotros mismos, en la verdad de nuestro corazón. Hoy
miramos a María para que nos anime a dar esos saltos de fe que la vida exige.
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