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miércoles, 10 de julio de 2013

Homilia Domingo XIV Tiempo Ordinario La mies es abundante y los obreros son pocos. P. Carlos Padilla Esteban


Domingo XIV Tiempo Ordinario
Is  66, 10-14c; 13,1;  Gál 6, 14-18;  Lc 10, 1-12. 17-20

«La mies es abundante y los obreros son pocos»

7 Julio 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Queremos hablar con sus palabras y sanar con sus manos. Es su poder el que se manifiesta en nuestra impotencia»

Aunque pensemos que el paso de los años nos debería hacer crecer por igual en todos los aspectos de la vida, no suele ser así. Por edad parecemos viejos, surgen las canas y llegan las arrugas, perdemos habilidades y ese espíritu juvenil de otros tiempos desaparece. Sin embargo, que pase el tiempo no quiere decir que maduremos en lo importante, en nuestro corazón, en nuestra forma de enfrentar la vida. Nuestro mundo interior está lleno de inmadureces, de despro-pósitos, de deseos torpes e inconfesados, de faltas de compromiso y responsa-bilidad. Nos encontramos con frecuencia con personas que por la edad deberían ser ya sabios en la vida y, sin embargo, lo que hacen no es expresión de ninguna sabiduría. Es como si se hubieran dedicado a acumular años y no experiencias, como si se hubieran detenido en el tiempo. Se comportan como niños. Siguen siendo unos desconocidos para ellos mismos, pese a tantos años caminando en su cuerpo. No comprenden sus afectos, son incapaces de tolerar la frustración, y se hunden con los más pequeños contratiempos. No saben hacer frente a las complicaciones y se angustian con la vida y sus desafíos. Les cuesta demasiado ser fieles a los compromisos adquiridos y caen sin importarles ser infieles a sus decisiones primeras. No saben cómo cargar con la ausencia, con la pérdida o con el fracaso. No comprenden sus sentimientos más íntimos y su experiencia de vida es como si hubiera quedado olvidada. A todos nos gustaría que los años dejasen en el alma un bagaje de experiencia, de sabiduría, de serenidad. Pero no siempre es así. Hoy nos preguntamos: ¿somos hombres maduros, capaces de enfren-tar la vida con sus desafíos? ¿Hemos crecido en madurez con el paso de los años?

Se supone que los años deberían traer paz al alma. Esa paz que nos da el hecho de saber que hemos hecho lo que Dios quería a lo largo de nuestra vida. Se trata de poseer una alegría serena que no dependa ya de los goces de la vida, de la satisfacción de los propios deseos, del logro de nuestras metas. Una serenidad fraguada en luchas, sacrificios y renuncias. Una serenidad conquistada en la certeza de saber que es Dios quien construye nuestra vida. Madurez de vida, tranquilidad del alma, paz del corazón. Eso sí, con inseguridades y dudas, porque no desaparecen con el paso de los años. Aunque sabemos que el reposo verda-dero sólo lo logramos cuando descansamos en Dios, cuando nos fiamos de sus planes, cuando nos abandonamos en sus deseos. Los éxitos, esos que persegui-mos con ahínco, porque a todos nos gusta que la vida nos salga bien, no llegan siempre y a veces nos topamos con el fracaso. Como decía no hace mucho Rafael Nadal: «Sé que es difícil de entender, pero no se puede ganar siempre. En la
vida y el deporte nada es para siempre. Nadie es eternamente perfecto». Triunfar en la
vida, lograr los objetivos marcados, alcanzar las cumbres soñadas, no depende sólo de nuestro esfuerzo, sino que es un don, que puede llegar o no. La madurez nos permite caminar por la vida sin tener ya necesidad de figurar o estar en primer plano, porque los años nos han dado todo lo que necesitábamos para estar tran-quilos y no tenemos que ganarnos ya el respeto del mundo cada mañana. Es la serenidad madura de los que han recorrido ya un largo camino, lleno de dificulta-des y alegrías, y viven en esa paz que da Dios. La serenidad de los que ya no tienen nada que demostrarle a nadie, tampoco a sí mismos, porque han vencido y han sido derrotados, han caído y han alcanzado las cimas, han amado y han experimentado el desprecio. Es la madurez que da la vida, es esa felicidad que todos quisiéramos tener, una felicidad ganada con el paso de los años, sin prisas, como si el tiempo dejara junto a las canas una buena dosis de autoestima y paz verdadera. Con la calma que da saber que lo hemos dado todo y que los resul-tados poco importan, porque la vida pasa y el amor es eterno y estamos hechos para la vida verdadera. Esa vida con Dios en la que Él ha inscrito nuestros nombres en el cielo.

Hoy Jesús envía a sus discípulos. Y los envía allí donde pensaba ir Él mismo: «En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él». En el evangelio del domingo pasado, Jesús nos habla de seguirle. Él toma la iniciativa de emprender un camino, de ir a Jerusalén y nos pide que le sigamos con nuestra cruz de cada día. Nos pide pisar por donde Él pisa e ir donde Él va. Él abre camino. Hoy es al revés, nos pide que vayamos delante nosotros y nos asegura que Él nos sigue. Es un acto de confianza en los suyos, en nosotros. Jesús siem-pre está cerca. Se adapta. Espera si vamos detrás. Corre si vamos delante. Nos abre el camino nuevo, caminos por los que nunca nos atreveríamos a ir. Pero también llega a los caminos que hemos abierto nosotros para llamarnos de nuevo. Porque nos ama. Hoy impresiona que los deja solos, los manda por delante, aunque se trate del mismo camino por el que va a ir Él. No los envía por un camino distinto, sino por su mismo camino. Para que no teman, para que no se sientan solos. Porque es verdad que siempre asusta ir por delante del Señor. Decía el Papa Francisco: «¡El miedo! También ésa es una tentación del demonio: tener miedo de ir adelante en el camino del Señor». Él nos manda por delante pero no se olvida de nosotros. Es el miedo a estar solos, a no verle a Él cuando comencemos a andar. El miedo a la soledad, al abandono. Pero Cristo nos manda, nos llama a ser peregrinos. Nos pide que venzamos los miedos que nos impiden romper las barreras de la pereza y la dejadez. Ponerse en camino es exigente, más aún cuando no le seguimos a Él sino que somos nosotros los que abrimos brecha. Parece algo impensable. Nos da miedo equivocarnos. Pero su camino no es un camino rígido en que si una vez nos alejamos, ya nos equivocamos para siempre. Muchas veces vemos la vida así, como una encrucijada en la que tenemos que tomar decisiones correctas. A veces acertamos y son buenas, otras veces nos equivocamos y son malas. Si tomamos la que quizás no era la que Dios quería en ese momento, pensamos que nuestra vida no merece ya la pena y es un error en su totalidad. Pero no es verdad. Dios una y otra vez vuelve a nosotros, sale a nuestro encuentro y nos pide que abramos un nuevo camino. Aparece en nuestro camino y nos vuelve a llamar a estar con Él desde ese punto en el que nos encontramos. Sin reproches ni quejas. Con un abrazo. Siempre confiando en nosotros y deseando que no tengamos miedo sino paz en el corazón.

Jesús no manda a sus discípulos a una misión imposible pero es verdad que los manda solos. Estar con Jesús cada día, comer con él, rezar con él, ver sus milagros, era algo habitual para los suyos. ¡Qué paz les daría! Les parecería que a su lado no les podía pasar nada. No tendrían miedo porque Jesús estaba con ellos. Ni de las enfermedades, ni del hambre, ni de las tormentas, ni de las autori-dades. Él podría calmarlo todo, el hambre y la sed, la tempestad y el odio, la muerte y las heridas. Sus corazones arderían y descansarían en Jesús. Y ahora, de repente, les pide que vayan delante, que se separen de Él unos días. Parece difícil, una prueba para su fidelidad. Les daría miedo. Y encima les encomienda la misión de prepararle el camino. Eso sí, les dice dónde tiene pensado ir. Es verdad que no siempre sentimos a Jesús a nuestro lado. A veces es de noche y nos toca caminar sin esa certeza y esa paz que da verlo a nuestro lado. Tenemos miedo y dudas de si lo estamos haciendo bien. Nos acordamos de los días con Él y desea-mos volver a estar de nuevo a su lado. Pero es bonito pensar que Jesús confía en nosotros y que, allí donde vayamos, Él va a ir a buscarnos siempre. Porque Jesús nos quiere, nos necesita y, lo más importante, nos capacita para la misión que nos pide. A los discípulos les da poder sobre el mal, para vencer las dificultades y les dice que estará siempre con ellos. Es la experiencia que tenemos en la vida. Cuando Jesús nos pide algo, nos da la fuerza para el camino, nos hace capaces. Cristo nunca nos deja solos allí donde nos envía; aunque a veces pensemos que está ausente, aunque en ocasiones podamos dejar de escuchar su voz y pensé-mos que no camina a nuestro lado. Sin embargo Él está con nosotros. Una persona rezaba: «Señor, conserva mi corazón velando siempre ardiente, cuida que nunca me olvide de tu llamada a seguir tus pasos por el camino. Que nunca la soberbia, el orgullo y la mediocridad inunden mi alma. Mantenme como ardiente peregrina, humilde, dócil y paciente. Peregrina que te siga allí donde vayas, sin excusas, sin miedos, sin guardarme nada». Es así como queremos seguir al Señor. Oír su voz. Sentir sus pasos. Hablar con sus palabras y sanar con sus manos. Es su poder el que se manifiesta en nuestra impotencia. Su fuerza y su fuego hacen roca en nuestro corazón.

Hoy miramos nuestra vida y nos preguntamos: ¿Cuándo nos ha enviado Dios a algún sitio? ¿Cuándo nos ha dicho que tenemos que ir delante de Él a preparar el camino, abriendo brecha, sembrando su semilla? Y surgen las dudas, ¿se habrá olvidado de nosotros? Las dudas surgen en el alma cuando pensamos que nuestra misión no parece tan importante, cuando vemos a nuestro alrededor a otras personas que marcan el camino, que hacen historia, que dejan su vida grabada en muchos corazones y son queridos. Ellos sí, pensamos, tienen una misión y no nosotros. Y empezamos a creer que nuestra vida no es tan interesante para Dios como la de ellos. Es como si Cristo no hubiera pensado en nuestro nombre esa noche en la que pensó y rezó por 72 hombres. Nos parece que nunca hemos escuchado su voz, que nuestro nombre no está grabado en su corazón herido y tampoco en el cielo. ¿Callaba Él o hemos tenido nosotros los oídos  sordos? Hoy volvemos a darnos cuenta de lo importante: Dios siempre ha contado con nosotros y nos ha llamado desde el comienzo, como a sus discípulos. Decía BXVI al pensar en el camino recorrido y en su llamada: «Cuando hace casi ocho años decidí asumir el ministerio de Pedro, tuve firmemente esta certeza que me ha acompañado siempre. Las palabras que resonaron en mi corazón fueron: ¿Señor por qué pides esto, y qué es lo que me pides? Es un peso grande el que me pones sobre los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades. Y el Señor verdaderamente me ha guiado y ha estado cerca. He podido percibir cotidianamente su presencia». Jesús piensa en cada uno, con sus nombres y talentos. Pensó en los apóstoles, ha pensando en tantos santos, pensó en BXVI. Piensa en nuestra vida y le importa todo lo que hacemos y no nos deja solos. Por eso hoy volvemos a pensar en esa llamada. Dios nos llama. Sí, por nuestro nombre. No se olvida nunca.

Jesús manda a sus discípulos de dos en dos a la misión que han de llevar a cabo. No los manda solos. Es bonito pensar que la misión no es individual, sino comunitaria. La Iglesia no es la soledad de las almas buscando la salvación en solitario. Es una familia, es una comunidad en camino hacia el Padre. Rezaba una persona: «Señor Jesús, gracias por recordarme la importancia del trabajo en equipo. Enviaste a los apóstoles de dos en dos, porque donde dos o más se reúnen para algo bueno se obtienen mayores frutos. Cuando yo me cierro y trato de hacer todo solo, me domina mi orgullo y mi autosuficiencia, por eso quiero crecer en mi amor fraternal y en la humildad, siguiendo el ejemplo de María». De dos en dos, en comunidad, en equipo, apoyándonos en cada paso. Los envía de dos en dos. Sabe que los hombres necesitamos apoyarnos, compartir la misión con alguien. Para que uno sostenga al otro cuando desfallezca, y el otro transmita confianza cuando dude. Para animarnos. Para reírnos juntos y para que uno pueda ayudar al otro a mirar más allá cuando todo parece oscuro. ¿Al lado de quién caminamos? ¿Quién es nuestro apoyo? ¿Con quién compartimos nuestra misión? ¿De verdad somos alivio, des-canso, oasis, alegría para esa persona? A veces vamos a lo nuestro, o miramos a los demás reclamando que no nos hacen caso, que no nos apoyan, que nos han defraudado en las expectativas que teníamos. Exigimos más de lo que puede darnos aquel que camina a nuestro lado, aquel que es consciente de esa misión que comparte con nosotros, pero no puede negar sus límites y sabe que nunca podrá dar más de lo que tiene. Vivir de verdad nos exige salir de nosotros mismos para caminar con el otro. Es el camino más largo y más difícil, el de nuestro cora-zón al corazón del otro. Y es, al mismo tiempo, el más maravilloso. Jesús nos manda de dos en dos. Así, los discípulos, irían en parejas, como los discípulos de Emaús, comentándolo todo, viendo el camino que hay que seguir, pensando en la casa a la que irían, compartiendo el camino, la comida y las inquietudes, las anécdotas del viaje, las alegrías y los fracasos. Y registrando todo para contárselo a Jesús a la vuelta; también las dudas que irían surgiendo. Nos manda de dos en dos para que no nos creamos en posesión de la verdad. Porque el peligro de caminar solos es muy grande. Pensamos que podemos hacerlo todo solos, sin ayuda de nadie. Nos creemos en camino hacia el cielo cada uno por nuestro lado, de acuerdo a esas capacidades y talentos que hemos recibido. Pero nos nece-sitamos los unos a los otros. Necesitamos a aquel que Cristo llama con nosotros. Necesitamos esa comunidad de 72 discípulos, necesitamos que la Iglesia
sea familia y lugar de descanso para el alma.

Somos pocos y la misión nos supera, es inmensa: «Les decía: - La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies». Hacen falta obreros en la mies, en el Reino de Dios. Jesús lo sabe. Por eso sigue llamando hoy, sigue confiando en nuestro sí. Espera paciente a que respon-damos. Y nosotros muchas veces nos conformamos con la comodidad de perma-necer al borde del camino. Satisfechos y saciados. Dejamos de soñar con lo gran-de y vivimos lo pequeño, agobiados por el mañana, inquietos por lo que tenemos y podemos perder. Con miedo a no hacer realidad nuestros sueños. Sin saber cómo hacer para saciar la sed de amor que padece el mundo, nuestra propia sed. Pen-samos entonces que nuestro sí no va a cambiar nada en este mundo con tantos desafíos. Pensamos que todo seguirá igual hagamos lo que hagamos. Pensamos que la vida es demasiado complicada y que tenemos bastante con salir a flote cada mañana. Entonces dejamos de soñar alto. Nos equivocamos. Decía el P. Kentenich: «Sabemos que siempre debemos tener ante nuestros ojos metas elevadas a fin de que se despierten en nosotros los impulsos profundos e instintivos propios de quien debe alcanzar un alto objetivo. Santa Teresa dice que subir a un montículo hecho por un topo no despierta ningún impulso en mí. Pero si tengo que subir una montaña, se avivan todas mis fuerzas. Al disparar hay que apuntar más alto para alcanzar un blanco que está más abajo. Lo mismo sucede en la vida interior: debemos ponernos metas muy altas para alcanzar un blanco que está más abajo»1. No es atractiva la mediocridad. Asusta a veces una vida entregada por entero. Sin embargo, nuestra mira tiene que apuntar a lo más alto, a las cumbres de las montañas, si queremos llegar lejos. No quere-mos quedarnos en la tibieza. El grito de Jesús hoy nos invita a soñar con ser más de lo que somos, con llegar más lejos. La mies es abundante y la sed de amor del mundo parece insaciable, el hambre de verdad y belleza no se puede calmar. Somos pocos los que nos hemos enamorado del Señor y hemos decidido seguir sus pasos, más aún, ir delante de Él abriendo camino. Somos pocos pero eso no nos importa. A veces esta afirmación parece desanimarnos: «El mundo está muy mal. Ya nadie cree. A nadie le interesa la Iglesia». Sentimos que somos muy pocos y nos desanimamos al pensar en la soledad de Dios. Y nos podemos quedar en la burbuja de los que creen esperando a que se calmen las aguas. Dejamos enton-ces de hacer lo poco que podemos hacer porque pensamos que no sirve para nada. Pero nos equivocamos. Si no podemos hacer mucho, si no podemos con-vertir a las masas, si nuestras palabras no son convincentes y no arrastran, lo que siempre nos queda, lo que sí podemos hacer, es rezar.

Somos peregrinos y tenemos que vivir con libertad de espíritu: « ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino». Jesús manda a los suyos con lo que Él mismo llevaba para el camino. Él sabía que vivía en medio de lobos que querían acabar con su vida y por eso manda a los suyos con esa advertencia. Somos corderos. Estamos llamados a hacer el bien. Quere-mos que la bondad y la paz estén en nuestro corazón. Pero tenemos que com-prender que a nuestro alrededor encontraremos lobos. No lo dice para que

1 J. Kentenich, “Hacia la cima”, 133
vayamos con miedo. Ni para que nos convirtamos nosotros en lobos. Ni tampoco para que nos escondamos asustados. No, Él quiere que seamos corderos. Pero quiere que sepamos que el camino es duro y que en él encontraremos dificulta-des, violencia, agresividad, rechazo. No quiere que perdamos la inocencia y la ingenuidad. Pero quiere que estemos atentos, dispuestos a enfrentar la agresivi-dad de aquellos que no son corderos, sino lobos. El otro peligro es ver lobos por todas partes. Dejamos de mirar con inocencia y desconfiamos de todos. Nos escondemos en nuestra burbuja e iniciamos una guerra contra un mundo que nos rechaza. Tampoco es el camino, Cristo no quiere eso. Quiere que estemos atentos pero sin perder la ingenuidad y la pureza de nuestra mirada. No quiere que nues-tra vista se nuble y vea sólo lo malo del mundo. Pero nos avisa, para que no cami-nemos en nuestro mundo ideal sin darnos cuenta de lo que ocurre. Luego les pide que no lleven seguros: ni alforjas ni sandalias. Son seguridades que tenemos en nuestra vida. Sabemos que tenemos muchas cosas en nuestra alforja y que las sandalias nos dan seguridad. Cristo no llevaba nada para cubrir sus seguridades. Nos pide lo mismo, que seamos pobres y libres frente a tantas ataduras. ¿Cuáles son esas alforjas que el Señor nos pide dejar antes de iniciar el camino? Decía el Papa Francisco: «Aquel tesoro que hemos dado a los otros, eso nos lo llevamos. Y ese será nuestro mérito, entre comillas, ¡porque nuestro mérito es de Jesucristo en nosotros! Y eso debemos llevarlo. Es lo que el Señor nos permite llevar. El amor, la caridad, el ser-vicio, la paciencia, la bondad, la ternura son tesoros bellísimos: son los que nos llevamos, los demás no». Queremos dejar nuestros tesoros y cargar sólo con lo necesario para el camino: el bien, la bondad, el amor, la misericordia. Pero muchas veces las alforjas están llenas de deseos, de esclavitudes, de cadenas pesadas. Por otro lado Jesús no se detiene en ningún sitio porque tiene clara la meta, la mies es mucha. Nosotros tampoco queremos detenernos cuando sabemos muy bien hacia dónde vamos; el mundo nos necesita. No queremos poner excusas ni perder el tiempo en lo que no nos hace crecer. Estas palabras resuenan con fuerza en nuestro corazón. Es la libertad de los hijos de Dios, de los que confían en mitad del camino, en el bullicio de la vida. Así queremos caminar, confiando, abrazando a Dios en el camino. Decía el Papa Francisco: «La alegría no puede quedarse quieta: debe caminar. La alegría es una virtud peregrina. Es un don que camina por los senderos de la vida, camina con Jesús». Que nuestra alegría sea el equipaje y Jesús sea nuestro apoyo y descanso. Que Jesús se convierta en nuestra alforja y en nuestras sandalias.

El Señor nos envía para que seamos instrumentos de su paz: «Cuando entréis en una casa, decid primero: - Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros». Una paz verdadera es la que tenía el Señor. Esa paz de saber que descansaba en su Padre. La paz que nos da el no tener nada que perder. El otro día leía: «En nuestro estado natural es cuando más nos acercamos a descubrir la realidad de la paz»2. Pero a veces la perdemos, buscando fuera la paz que tenemos en nuestro interior. Vivimos volcados sobre el mundo, sin descanso. Así es difícil transmitir paz. Por eso le pedimos a Cristo que nos regale su paz. Queremos ser pacificadores en un mundo inquieto y revuelto.
Queremos sembrar paz en medio de la violencia. Queremos alegrar el alma de los

2 James F. Twyman, “La plegaria de San Francisco”, 29
que viven turbados, perdidos. Para ello tiene que entrar Dios en lo profundo del alma a restablecer la paz perdida. En palabras puestas en los labios de San Francisco: «Abre mi corazón y permite que tu amor fluya dentro de mí como un refrescante río. El tesoro que buscamos está dentro de nuestro corazón»3. Tenemos que comprender que no somos nosotros los que con esfuerzo logramos la paz. Leía: «Hasta que no nos demos cuenta de la futilidad de intentar tocarnos a nosotros mismos, somos como un instrumento abandonado en una esquina de la habitación. Experimentaremos la futilidad de nuestro ego y nos elevaremos hacia una vida que existe más allá. Somos llamados para someternos a Dios, para convertirnos en instrumentos
de su paz»4. Se trata de que nos sometamos a Dios. No somos nosotros, sino Él, quien actúa y da la paz verdadera, la que nadie nos quita porque no es nuestra, es de Dios.

Es importante ser fieles a la misión de Jesús: «Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: - Está cerca de vosotros el Reino de Dios». Jesús les pide que hagan lo que Él hace. La misión de los suyos, de sus amigos, la nuestra también, es la de Jesús: curar enfermos y predicar el reino de Dios. Jesús comparte la misión con ellos. Nosotros también tenemos cada uno una misión en la vida, un lugar concreto, pero de alguna manera estamos llamados a hacer lo mismo que Jesús hizo en la tierra: sanar enfermos y predicar el amor de Dios, su reino. Ser como Él. Curar con nuestras manos con el mismo amor, tocar las heridas con la misma misericordia, ayudar a ver, a caminar, a escuchar, a limpiar, desde la impotencia de saber que no somos nosotros, que es Jesús a través de nuestra debilidad. Y predicar con nuestra manera de vivir, de hablar, de estar, de mirar, que el reino de Dios está cerca de los hombres, que Dios nos ama a cada uno de forma incondicional, de una forma que no nos imaginamos, que su casa es nuestro hogar y que todos tenemos el mejor lugar reservado. Jesús llega y hace cosas diferentes, habla de forma diferente, hace milagros, come con todos sin distinción, reza de forma diferente y nos pide que dediquemos nuestra vida a hacer lo mismo que Él. Se trata de hacer nuestra su entrega y que su vida sea la nuestra. Que como Él vivamos unidos a Dios en todo lo que hacemos; decía el P. Kentenich: «Se trata de una sencilla fe en la Providencia que descubre, detrás de todo, hasta de los más pequeños sucesos, la mano, el deseo y la voluntad de Dios Padre. Consigue con el tiempo, con una amorosa claridad, ir completando la red del plan secreto de Dios con los hilos de los diversos caminos y trabajar sin descanso, con entusiasmo, por su realización»5. Es la fe sencilla de la vida diaria. Hacer lo que Dios nos pide. Buscar su querer en lo que nos ocurre. Sin miedo, confiados.

En la misión que realizamos podemos experimentar el rechazo o tocar los frutos: «Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: - Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre voso-tros. Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron:- Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Él les contestó: - Veía a Satanás caer del cielo como un

3 James F. Twyman, “La plegaria de San Francisco”, 41 6
4 James F. Twyman, “La plegaria de San Francisco”, 44
5 J. Kentenich, “Carta de octubre 1949 a la Familia de Schoenstatt”
rayo. Mirad, os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». Lc 10, 1-12. 17-20. Nos duelen los fracasos y el rechazo, aunque sepamos que son parte del camino. Al mismo tiempo nos alegran los frutos, tocar los éxitos, levan-tarnos y ver que logramos lo que nos proponemos con esfuerzo. Queremos la gloria de un día, de un momento. La admiración y el reconocimiento de los hom-bres. Nos cuesta aceptar entonces las palabras de San Pablo y gloriarnos sólo en la cruz de Cristo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo». Gál 6, 14-18. Jesús les habla de la alegría verdadera, la que es para siempre. Que deben estar alegres, no por lo que hacen, ni por sus milagros, por sus conversiones, por sus curaciones. Eso que ellos valoran tanto y tienen tantas ganas de contarle a Jesús a la vuelta de su misión. No por lo que hacemos, sino por lo que somos. Porque Dios nos ama tal como somos. Porque nuestro nombre está inscrito para siempre en su corazón y lo pronuncia cada día con infinito amor. Y si los discípulos hubiesen fracasado, Jesús les habría dicho que no estuvieran tristes porque sus nombres están inscritos en el cielo. ¡Qué paz da oír esto! No depende de nuestros éxitos, ni de nuestras obras bien hechas. Dios nos ama como somos y nos hace ver que la alegría verdadera, la que debería llenar nuestro corazón, tiene su origen no en los éxitos, sino en el hecho de sabernos profundamente amados por Dios e inscritos en el libro de la vida, en el corazón del Señor.

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