Domingo XI Tiempo Ordinario
2 Sam 12, 7 - 10, 13; Gál 2, 16, 19 - 21; Lc 7,36-8,3
«¿Quién de ellos le amará más?»
16 Junio 2013 - P. Carlos
Padilla Esteban
«Dios
necesita que aceptemos nuestras debilidades y nos mostremos frágiles y heridos al
suplicar su perdón»
¡Si lográramos entender cómo es el amor de Dios! Nos cuesta mucho percibir su amor. Entender que nos
quiere como lo más sagrado y nos guarda, y nos abraza. Nos gustaría experimentar
siempre ese amor cercano y tangible. Pero a veces no logramos entender que sus
silencios son respuestas, sus sombras su presencia y sus caricias soledades.
Dios nos ama porque se ha enamorado de nosotros. Nos mira en lo más profundo y
ve lo que no queremos que nadie vea. Y le gusta, sí, curiosamente le gustamos.
Ama lo que Él mismo ha creado. Ama a sus hijos aunque nos vea cubiertos de
barro. Se derrite al ver nuestra mirada
que suplica perdón, al ver nuestros gestos torpes que
quieren mostrar amor. Nos conoce, sabe cómo somos, no le engañamos, no podemos.
Nos ama tanto que nos sostiene en la palma de su mano. Dicen que las manos son
esa parte del cuerpo que más cerca está de los ojos. Sí, así nos quiere Dios.
Nos acerca hasta sus ojos para mirarnos y amarnos. Las manos de Dios son
grandes y fuertes. En ellas podemos descansar, son seguras. Son manos firmes que
sostienen el timón de nuestra vida. ¡Qué importantes son las manos! Son esa
parte de nuestro cuer-po que a veces no valoramos tanto. Con ellas acariciamos
o golpeamos, cogemos o abandonamos. En ellas encuentran algunos el descanso y
otros perciben inquietud. Las manos santifican y bendicen, o condenan sin dar
paso al perdón. Las manos pueden ser tiernas o duras, flexibles o rígidas. En
las manos se encuentra nuestro pecado o nuestro propio perdón. Las manos pueden
estar llenas de cosas o vacías, sin méritos, abiertas. Cerradas con los puños
crispados o con la palma vuelta hacia el cielo. Suplicando o alejando a Dios de
nuestra vida. Con las manos limpiamos los pies de los otros, humillados,
abajados, o ensucia-mos la vida de los demás con críticas y desprecios. Con las
manos expresamos el amor acariciando o el rechazo alejando. ¡Qué importante es
saber amar con nuestras manos! ¡Qué importante saber bendecir con ellas! Manos
que bendicen,
que consagran, que parten el pan para otros. Manos que
aplauden y admiran, que cantan y gritan. Manos que estrechan las distancias y
borran los pecados. Manos que salvan y liberan o hunden y condenan. ¿Cómo son
nuestras manos? ¿Cómo hacemos de ellas expresión del amor de Dios hacia los
hombres? Queremos aprender a entregar el amor de Dios en nuestras manos.
Cobijar al perdido y sostener al que se cae. Queremos que en nuestras manos
muchos encuentren descanso y sosiego. Queremos bendecir, contener la ira y
sostener el desaliento. Nuestras manos pueden ser expresión de un amor más
grande.
En la vida hay sombras y luces, hay crepúsculos y
amaneceres, hay vida y hay muerte. No todo es lo que parece ser y, a veces, nos
confundimos. No siempre estamos tan lejos de Dios, no siempre estamos cerca. En
el camino de la vida nos acercamos a Él de rodillas o nos hundimos en el mundo
abrazados a nuestros deseos. Somos contradictorios, vivimos en los extremos.
Somos pruden-tes e imprudentes. Pacientes e impacientes, con el ritmo de la
vida, con el anhelo que tenemos de tocar el cielo. Seguros en nuestros deseos,
e inseguros en mu-chas decisiones. Pacíficos al vivir la paz del cielo y
rebeldes contra las injusticias.
Enamorados de la vida con su profundidad y libres para
darlo todo cuando el Señor nos lo pida. Ciudadanos del cielo en medio del
mundo. Radicales al vivir los ideales y misericordiosos con las caídas. A veces
sabios, a veces ignorantes. Con muchas preguntas y pocas respuestas. Con dudas
y certezas, perdidos y encon-trados. Con miedos y algunas quejas. Con
oscuridades y luces. Sin tener la meta en las manos, sin dejar de luchar por alcanzarla.
Curiosos y tranquilos. Alegres por la historia sufrida, muchas veces en el
dolor, otras tantas en la paz. A punto de tocar el cielo con las manos y
capaces de caer en lo más hondo llenos de miedos. Dispuestos a acoger la
misericordia con las manos vacías y deseosos de entre-garla con humildad a los
más necesitados. Sencillos y orgullosos. Fuertes y débiles. Audaces y cobardes.
Así es nuestra vida. Como decía Nadal después de una victoria: «No creo en grandes euforias ni en grandes dramas. Hay cosas que no
sé si podré hacer, pero de lo que sí estoy seguro es de que puedo intentarlo.
Soy una persona positiva, pero las dudas son parte de la vida. Los que no
tienen dudas son muy arrogantes. Hay que disfrutar las situaciones difíciles,
los problemas, el salvar situaciones duras y encontrar soluciones». En definitiva, en nuestra vida hay que saber sufrir,
aguantar, luchar hasta el último punto del partido. Hay que aprender a vivir,
porque la vida es corta y se nos escapa de las manos. Un poema de León Felipe
dice así: «Marinero, capitán, no temas navegar.
El tesoro que buscamos no está en el fondo del puerto, está en el fondo del
mar». Se puede perder o ganar, pero eso es lo de menos, poco
importa, porque todo pasa. Queremos estar dispuestos a navegar mar adentro, a arriesgar
en la entrega, a luchar siempre. Lo que nos diferencia del resto del mundo es nuestro
espíritu de lucha, nuestro deseo de llegar a la meta, la capacidad para el
sacrificio y el convencimiento de que si no creemos en nosotros mismos nadie
más lo hará.
Es verdad que nuestro
pecado nos puede hundir y acabar con la esperanza en nuestro corazón. Muchas veces el pecado nos aleja de Dios, nos hace sen-tirnos
indignos, borra del alma la conciencia de que somos obra de Dios. Nos olvidamos
de su misericordia y vemos que no somos capaces de perdonarnos a nosotros
mismos. En esos momentos huimos de Dios. Nos cuesta mucho aceptar el perdón. Y
precisamente el perdón sana nuestro corazón herido y nos hace vol-ver a
sentirnos hijos predilectos. Porque es cierto, somos sus hijos, aunque nos
sorprendan nuestras caídas. El rey David, después de su terrible pecado, después
de haber mentido y urdido un plan buscando su propio bien, recibe de Dios el
perdón: «Yo
te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. Te he dado la
casa de tu señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la
casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas. ¿Por
qué has menosprecia-do a Dios haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a
Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya y matándole por la espada de
los amonitas? Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has
despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para mujer tuya. David
dijo a Natán: - He pecado contra Dios. Respondió Natán a David: -También Dios
perdona tu pecado; no morirás». 2 Sam 12,7-10,13. Dios perdona el pecado de David y perdona siempre
nuestro pecado. Él nos levanta y
sostiene. No le alegran nuestras caídas,
le entristecen nuestras limitaciones cuando no somos capaces de creer en todo
lo que Él puede hacer con nosotros. Sin embargo, su perdón nos purifica. Pero,
a pesar de ello, a pesar del perdón que Dios nos da, nos cuesta muchas veces
sentirnos perdonados. Hoy cuenta Jesús una parábola: «Simón,
tengo algo que decirte. El dijo:- Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores.
Uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle,
perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón:- Supongo que
aquel a quien perdonó más». Nos cuesta tocar el perdón de Dios. Porque nosotros
mismos no nos acabamos de perdonar. Sentimos la culpa que hiere
el alma. No logramos pasar página y volver
a retomar el camino. No aceptamos ser débiles. Porque suele ser el orgullo,
nuestro amor propio, lo que nos impide aceptar la debilidad como parte de
nuestra vida. Quisiéramos tener la experiencia del amor de Dios que vivió San Pablo:
«Con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí ».Gál 2,16, 19 - 21. ¿Cuánto
nos ha perdonado Dios? ¿Cuántas veces recurrimos a Él a buscar su perdón en
la confesión? ¿Cuántas veces su abrazo nos levanta y sostiene para cambiar?
En ocasiones lo que nos cuesta no es perdonarnos sino
ver nuestro propio pecado, la maldad de nuestros actos, nuestra desidia o
dejadez. Vamos por la vida sintiendo que no debemos
nada a nadie. Pensamos que lo hacemos todo bien, y si no perfecto, que es imposible,
sí bastante bien. Nos alegramos con nuestros éxitos y no comprendemos que alguien
nos hable de la necesidad de ser perdonados. Decía el P Kentenich: «El arrepentimiento genuino y verdadero es
una fuerza sanadora y santificadora. No sólo aparto mi voluntad del error sino
que abrazo al mismo tiempo con gran fervor el bien que había negado»1. El arrepentimiento es el deseo de ser mejores, de
volver a empezar, de retomar nuestra vida e iniciar un camino nuevo. Tal vez Simón,
el fariseo que acoge a Jesús en su casa y veía
actuar a Jesús, no pensaba que él tuviera que ser
perdonado. El Papa Francisco
comenta: «El problema no es ser pecadores. El
problema es no arrepentirse del pecado, no sentir vergüenza de lo que hemos hecho». Aquel al
que más se le ha perdonado puede amar más, necesita amar más, quiere dar su
vida a cambio del perdón recibido. Sin embargo, aquel que no ha experimentado
el perdón, porque cree que pocos motivos tiene para ser perdonado, camina por
la vida con poco amor. Actuamos mal con frecuencia, pecamos por omisión,
nuestro amor es frágil y débil, y, sin embargo, no sentimos que tengamos que
arrepentirnos de nada. Esta actitud no nos ayuda a crecer. Porque, como leía el
otro día, «el único verdadero
error es aquel del que no aprendemos nada»2. Cuando no nos arrepentimos de lo que hacemos, cuando
todo lo justificamos encontrando buenas razones, cuando siem-pre tenemos
excusas para salvar nuestra imagen cuando caemos, no crecemos y no avanzamos. Precisamente
la vida avanza a partir de los errores reconocidos y asumidos, a partir del
momento en el que aprendemos a pedir perdón. A partir de la experiencia en que
alguien nos recuerda todo lo que valemos, nos abraza y nos
entrega su perdón. Así es Dios. Es el Padre que recibe
al hijo pródigo. Es Jesús
1 J.
Kentenich, “Niños ante Dios”, 235
2 John Powell. “El secreto para seguir
amando", 85
que hoy sostiene a una mujer herida. Así es ese amor
inmenso que nos cobija. Pero para eso tenemos que aprender a descubrir los
muchos motivos que tenemos para arrepentirnos y seguir creciendo. Los pecados
no asumidos, aquello de lo que no nos arrepentimos, se convierte en estilo de
vida y puede alejarnos de Dios. Él necesita que aceptemos nuestras
debilidades y nos mostremos frágiles y heridos a suplicar su perdón.
El amor y el perdón están entrañablemente unidos. «Él le dijo: - Has juzgado bien, y volviéndose hacia la mujer, dijo a
Simón: - ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella,
en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos.
No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies.
No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso
te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho
amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: - Tus
pecados quedan perdonados. Los comensales empezaron a decirse para sí: - ¿Quién
es
éste que hasta perdona los pecados? Pero él dijo a la mujer: - Tu fe te
ha salvado. Vete en paz». Lc 7,36-8,3. Jesús
conoce el corazón de las personas. Mira los sentimien-tos, mira el interior. No
se queda en el hecho de que Simón sea un fariseo, no se para a pensar quién es
esa mujer que le lava y besa los pies. Él ve el miedo y el tesoro que hay en lo
hondo de cada uno y a cada uno llega de una manera diferente, calmando,
exigiendo, cuidando, pidiendo. Lo hace de la misma manera con nosotros; con
cada uno usa un camino distinto para llegar al corazón, según nuestro anhelo,
nuestra vida, nuestra necesidad. No desprecia al fariseo ni tam-
poco a la mujer que lo busca y ama. A cada uno le
habla de una forma, según lo que necesita, según como se encuentra. Impresiona
ver cómo se acerca sin un juicio previo a nuestro corazón y rescata lo más
bello que hay en nuestra vida. Nos desvela la verdad más profunda, nuestro
nombre. Nos perdona con sencillez, sin guardar cuenta del mal, sin recordarnos
lo lejos que estamos del ideal. Jesús confía en el hombre, cree en el poder que
tiene su amor, cree en la fe que puede mover sus pasos. Cree en nosotros mucho
más de lo que nosotros mismos creemos. Viene a mostrarnos cómo es ese amor
incansable de Dios. No da a nadie por perdido. No etiqueta alejándonos de sus ojos.
Cada persona para Él
merece la pena, es importante. Así quisiéramos tratar
a los que nos rodean. Mirar sin juicio. Perdonar sin exigir nada. Abrazar sin
pedir un cambio inmediato. Normalmente nos cuesta perdonar. Juzgamos en el corazón y, cuando
nos sentimos ofendidos, nos cerramos. Perdonar significa no llevar cuenta del
mal. Implica saber olvidar las ofensas y aceptar al otro en su debilidad. El
perdón sana al que lo da y al que lo recibe. Al perdonar nos liberamos, nos
hacemos más semejantes a Dios; crece en el corazón la capacidad de amar.
Hay una pregunta final que nos impresiona: «¿Quién es éste que hasta perdona pecados?» Este relato muestra quién es Jesús. Es personal,
misericordioso, sen-cillo, abierto a toda persona; se deja invitar por cualquiera,
comparte la vida, se deja tocar, besar, ungir; mira en lo profundo del corazón,
perdona, levanta, se detiene ante cada uno, sólo le importa el amor, confía sin
quedarse en sus miedos, da esperanza cuando el juicio parece no dejar pasar la
luz. En esta ocasión no hay milagros exteriores, curaciones sorprendentes, no
hay cojos caminando, ni muertos que resucitan. En esta oportunidad todo sucede
desde el
corazón de Jesús al corazón de Simón y de la mujer.
Todo ocurre en el silencio, en la fuerza del Espíritu presente en la escena.
Nada es sorprendente. Parece que no suceda nada especial, porque todo sucede en
el interior del corazón y no lo vemos. Es el encuentro sencillo entre Jesús y
una mujer, entre Jesús y Simón en medio de la vida de los tres. La pregunta que
nos queda es saber si ese encuentro cambió la vida de aquella mujer y la vida de
Simón o todo siguió igual, sin cambios. Pudo ser una comida más o el momento
clave en sus vidas. ¿Qué les sucedería después de esa comida? Para la mujer
parece evidente que algo cambió. Sus pecados le fueron perdonados, la fe la
había salvado. Nada podía seguir como antes. Su gesto de amor, arrodillada ante
el maestro. Sus cabellos, el perfume, al amor derramado. No era teatro, era su
vida, era el gesto más humillante y santo, más degradante y sagrado. ¿Sabía que
iba a ser perdonada? Llevaría en su corazón como un estigma la llaga de una
herida, de un desamor, del odio grabado desde niña. La mujer buscaba el amor de
Dios, el perdón de aquel hombre: «Había en la ciudad
una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del
fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y ponién-dose detrás, a los
pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los
cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con perfume». Aquella
que había sido rechazada por tantos se arrodillaba ante aquel que no la
rechazaría. Nos gustaría poder ver su rostro, su mirada, sus lágrimas. Nos
gustaría comprobar que su vida había dado un vuelco y había iniciado un nuevo
camino. Nos gustaría ver sus saltos de alegría al salir feliz de aquella casa.
Sí, definitivamente su vida sería diferente. Había sido perdonada y su amor era
grande. Amaba a aquel hombre, eso seguro, pero también amaría mucho
más. A los suyos. A los que antes no quería. A los que
tal vez odiaba. Su amor era mucho más grande ahora que su dolor. Es cierto, el
amor siempre es más fuerte que el odio. El perdón sana heridas profundas y
devuelve la luz a la mirada. El perdón devuelve la dignidad perdida y nos
hace tomar conciencia del inmenso don que recibimos.
¿Qué le sucedió a Simón? Él quería que Jesús viniera a
comer a su casa: «Un fariseo le rogó que comiera con él, y,
entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa». Pero,
Simón, ¿qué buscaba? Era fariseo y tenía poder. Se creía tal vez ya justificado
y sentía que su vida era justa. Amaba y respetaba, actuaba bien y era buen
hombre. No había necesidad de arrepentimiento en su vida, porque no hacía nada
mal. ¡Cuántas veces somos nosotros como este fariseo! Parece ser que no
necesitaba nada. No era menesteroso. Sin embargo, ¿por qué quiso tener a Jesús
en su casa? Quizás quería que Jesús se preocupara también un poco de él. Y se
sentía orgulloso de tenerle a su mesa. Jesús le dio una oportunidad. Quizás la
oportunidad de su vida. Estando en su casa sucedió que entró aquella mujer. Al
verla y al ser testigo de sus actos, se escandalizó en su corazón. Sabía que
era una mujer conocida como pecadora. En ese momento le duele el corazón y
condena a Jesús y a la mujer: «Al verlo el fariseo
que le había invitado, se decía para sí: - Si éste fuera profeta, sabría quién
y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». Muchas
veces nosotros nos dejamos llevar por la imagen que tenemos de una persona y
juzgamos sin piedad. Sabemos algo, intuimos mucho y condenamos fácilmente. No
tenemos una mirada pura. Nos creemos
jueces y pasamos por la vida decidiendo quién hace
algo mal y quién lo hace bien. El Señor le pidió a Simón que abriese los ojos y
mirase a la mujer con los mismos ojos con los que Él la estaba mirando. Así le
dice a Simón: «¿Ves a esta mujer?» Simón no
la había visto en realidad. Había visto su prejuicio, había escuchado la vida
de esa mujer, tenía ya su opinión formada. Por lo tanto, es verdad que no vio a
esa mujer arrodillada, no vio su humillación y tampoco vio su amor. Jesús le
habla y le ayuda a abrir los ojos y mirar como Él, con limpieza y profundidad,
con pureza, viendo la intención, la verdad de esa mujer que tiene enfrente, su
corazón purificado por el dolor y el amor. Jesús le va contando cómo la mira
Él. La mira con infinito respeto porque es una mujer que ama con toda el alma y
lo expresa con su cabello y con sus lágrimas. Es una mujer valiente que se
atreve a aparecer
en la casa de un fariseo y arrodillarse. Es una mujer
que se siente frágil, vulnera-ble y por eso llora, se siente indigna y quiere
mostrar sin palabras cuánto le quiere. La mujer no dice una sola palabra,
sólo son gestos de amor, gestos que salvan. ¡Qué valiente!
El encuentro con Jesús no puede dejarnos igual. A veces adaptamos dema-siado a Jesús a nuestra vida,
sin que eso nos incomode, sin que implique ningún cambio porque más o menos
estamos bien, justificando todo. No queremos cambiar nuestros hábitos, nuestras
costumbres, nuestros pecados. Tal vez nos parecemos a Simón al principio,
cuando invitó a Jesús. Algo habría en el corazón de Simón para invitarle,
alguna inquietud o pregunta, o alguna curiosidad. Quizás por esa puerta entró
Jesús en su vida. Lo cierto es que Jesús aceptó la invitación y fue a su casa,
porque siempre acepta nuestros deseos, cuando le abrimos las puertas de nuestra
vida. Jesús mira el corazón del hombre, nos mira en nuestra
verdad y no puede dejar de conmoverse. Me alegra que
Jesús vaya a comer con un fariseo. Jesús sabe cómo son los fariseos, conoce sus
debilidades y su rigo-rismo. Muchas veces vemos cómo los critica. Sin embargo,
atiende al ruego de Simón y come con él. Para Jesús, lo importante es la
persona, no el grupo al que pertenece. Y disfruta de las cosas sencillas de la
vida como una comida. Este encuentro sucede en la vida cotidiana. Muchas veces
los milagros más grandes suceden en medio de la vida. A veces ni los
percibimos, como nos ocurre en este relato. No hay un gran milagro espectacular,
pero gracias a aquella mujer que se arrodilló ante Jesús, pudo acercarse al
corazón de Simón, algo duro, y le enseñó a
mirar de forma diferente. ¿En qué ha cambiado mi vida,
mi forma de mirar, de vivir, el haberme encontrado con Cristo? Es verdad que a
veces somos como el fariseo, que invitamos a Jesús y deseamos que nos cambie.
Pero luego nos en-contramos con nuestra miseria y juzgamos, nos dejamos llevar
por los prejuicios, condenamos a los que son diferentes despreciándolos en
nuestro corazón. Es verdad que otras veces nos hemos postrado, lo hemos tocado
y besado deseando que nos cambie el corazón. Lo hemos hecho cuando hemos
sufrido la debilidad y el pecado, cuando nos hemos sentido desvalidos y vulnerables,
cuando no tenía-mos méritos que presentarle a Jesús y éramos conscientes de nuestro
poco valor. En esos momentos nos hemos arrodillado con nuestras lágrimas. En esos
momentos Cristo se ha abajado y ha tocado el corazón. Es Él el que elige, es María
quien elige. A veces pensamos que nosotros somos los que invitamos, los que
ponemos las reglas del juego, los que decidimos lo que está bien y lo que está
mal. Nos gusta mucho mandar, decidir y hacer a nuestra manera. Hasta que nos
confrontamos con la realidad. Ante nuestro pecado, en nuestra miseria, sólo
pode-mos postrarnos. No tenemos otros argumentos sino el de la misericordia. Y
lo que nos conmueve de verdad es que Cristo no se retira, no se aleja de
nuestras lágri-mas, de nuestras manos que quieren retenerlo y poseerlo. No nos
echa en cara el pecado ni nos recuerda lo poco que valemos. No se escandaliza
de nuestra debi-lidad aunque para nosotros sea despreciable. Pero no lo hace por
obligación o porque sienta que no puede hacer otra cosa. No, Cristo, María, se
han enamorado de nosotros. Y no les mentimos. A veces en la vida podemos
engañar a otros,
fingir lo que no somos, desear vivir una coherencia
que no vivimos. Tal vez en el mundo logramos ocultar nuestro pecado, disimular
nuestra herida, tapar las caídas. Sí, podemos hacerlo en el mundo, no ante
Dios. Y Cristo, como hoy Jesús ante la mujer arrodillada y su pecado, ante
Simón y su juicio duro y sin misericor- dia ante ellos a quien no condena,
igual con nosotros. Nos mira con amor, con pasión, conmovido. Se alegra al
vernos de rodillas, abajados, hundidos. Nos levanta. La fe nos salva y nos hace
nuevos. Cristo hace nuevas todas las cosas. Se acerca y nos habla en el
corazón. Con su abrazo o con sus palabras nos cambia la vida. Sabe lo que
siente Simón, ve su corazón endurecido, su prejuicio frente a la mujer y su decepción
frente a Jesús que parece no ver que esa mujer no es pura. Juzga a la mujer y
sobre todo juzga a Jesús. Porque se sale de sus esquemas de lo que está bien y
lo que está mal. Pero Jesús se preocupa de él, de su esclavitud, de su pecado,
no sólo del pecado de la mujer. Se acerca a Simón, se lo lleva a parte para no
humillarle delante de sus servidores e invitados. Le
muestra una forma diferente de medir. Una medida
centrada en el amor. No le dejó a un lado porque sus sentimientos fuesen
egoístas. Jesús confió en él y no condenó su falta de amor.
Jesús es amor que exige y es amor que confía, en el
caso de Simón. Jesús es amor que abraza y levanta en el caso de la mujer
arrodillada. Se deja invitar por
Simón, se deja tocar por él, por su vida, por sus amigos, por sus gustos. Al
mismo tiempo, se deja tocar por la mujer. Por una mujer que había pecado, que
no estaba en paz consigo misma. Una mujer herida que ama, porque se siente
perdonada y aceptada por Él. Muchas veces en nuestra vida es Jesús el que
toma la iniciativa; otras veces es Dios el que
responde al mínimo gesto nuestro, algo torpe y limitado. Acude a nosotros con
infinito respeto, sin forzar nuestra vida, porque nos respeta tanto. Decía
estos días el Papa Francisco: «No tengáis miedo de acercaros a Dios». Entre la
mujer y Jesús casi no hay palabras. Ella no habla, se acerca. Su amor se
expresa en gestos. Gestos tal vez torpes, como los nuestros, que expresan un
deseo, una súplica, el deseo de vivir de verdad, de no volver a ser rechazada.
Jesús sabe leer detrás de esos gestos. Ve la luz detrás de la sombra de su
vida. Percibe un atisbo de pureza en esa súplica de vivir de forma diferente.
¿Nosotros sabemos expresar con gestos que amamos a Dios y a los hombres?
¿Sabemos pedir con humildad perdón, sin buscar excusas, sin justificar nuestro
pecado? ¿Cuáles son nuestros gestos más propios al amar? ¿Sabemos leer en
los gestos de los que nos rodean su cariño?
Impresiona que Jesús hable mucho más a Simón que a la
mujer. A la mujer
sólo le dice dos cosas: tus pecados te son perdonados
y tu fe te ha salvado. Es curioso, porque, en realidad, lo que ha mostrado la
mujer al arrodillarse y besar los pies de Jesús es un amor valiente, audaz,
tierno, hondo, imprudente, impaciente. Es un amor apasionado, sin barreras, sin
límites. Es un amor algo salvaje, que no mide, que no busca la aprobación. En su
amor arrodillado hay una fuerza impre-sionante. Es un amor que lleva a Simón a
juzgar la conducta, porque no ve en la mujer más que su pecado, su antigua
vida, su limitación. En cambio, Jesús, ve en lo más profundo. Jesús se deja
tocar y besar. Impresiona ver a Jesús hombre. Agradece una caricia, una muestra
de amor. Se conmueve y no la rechaza. El amor de Jesús era humano y divino.
Pero era humano, se expresaba en gestos. No le eran ajenos la caricia y el
calor del beso. Jesús se enternece ante tanto amor. Creo que Jesús le diría más
cosas a esa mujer. Seguramente en un susu-rro, para que nadie más lo
percibiese. Pero Jesús también la amó. Su amor no sólo es pasivo. Las palabras
que le dirige expresan, eso sí, el milagro que va a ocurrir y por eso le dice
lo mismo que les dice a las personas a las que les sana cuando le suplican una
curación: «Tu fe te ha salvado». La fe es amar a Jesús y
postrarnos ante él. La mujer tiene fe en Jesús porque
lo ama. Precisamente su amor despierta en ella la confianza y la fe viva en un
hombre que, si quiere, puede salvarla. Por eso Jesús alaba su fe y, al hacerlo,
alaba su amor. A veces pensa-mos que la fe es un conjunto de normas y
creencias. Es mucho más y, a la vez, algo más sencillo. Consiste en amarle con
toda el alma, con nuestra vida y estar con él, mostrándole con gestos que le amamos.
Nuestro corazón roto, la peque-ñez de nuestra vida, ese pecado reconocido que nos
hace tan pequeños y a veces no nos perdonamos, es lo que abre el corazón de
Jesús. La mirada de Jesús es increíble. Mira conociendo al otro, su verdad, su
sed, pero también sabiendo lo que puede
llegar a ser. Ojalá Jesús nos enseñe a detenernos ante cada persona, a dejarnos
invitar y tocar, a saber mirar a los otros como Él. Y también a dejarnos
mirar por sus ojos llenos de misericordia y de perdón, que nos preguntan si le
amamos.
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