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Para Meditar


“Pero en aquel que cumple su palabra,
el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud”
                                                                                                                    (1ª Jn. 2,5)


                                         Florencio Varela, junio del 2011, mes del Corazón de Jesús.



Hace años, en un monasterio Trapense de España, conversaba con el monje hospedero sobre la vida de los Padres del desierto, de su santidad y enseñanzas. En un momento dado pregunté: “¿Mediante qué prácticas aquellos hombres crecieron espiritualmente y alcanzaron grados de amor admirable?”. La respuesta fue: “Los mismos medios que tienes tú y que tenemos todos los seguidores de Jesucristo, la Palabra, la oración y la austeridad de vida”. Terminada nuestra charla caminé hacia la celda que tenía asignada y me quedé pensando en la respuesta. Palabra, oración, austeridad de vida.

Más tarde busqué en el libro del Deuteronomio un texto que meditaba cada tanto: “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.(…) No, la Palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques” (Dt. 30,11.14)  Efectivamente, la Palabra no está lejos de nosotros. Es más, vino a nosotros por el “¡hágase!” de María cuando la Anunciación del Ángel. Vino primero a su seno, luego fue alumbrada como hombre, creció y aprendió a ser hombre para enseñar a todo hombre el camino de la Verdad y la Vida, del sentido y la misión. Por el “¡hágase!” de María Dios tuvo un “corazón de carne”, para poder sentir, emocionarse, conmoverse, reír y, sobre todo, amar, amar con corazón humano.

“La Palabra no está fuera de tu alcance…está en tu corazón…” El sentido que los pueblos semitas daban a la palabra es: “Una realidad que nace y crece en un corazón, se pronuncia y anuncia con los labios, penetra los  oídos de los otros y tiene como destino los corazones”. Cuando la Palabra sale de la boca de Dios tiene siempre como destinatario al hombre y le lleva luz que transforma, belleza que llama, paz que colma la vida. Dios pronuncia primero su Palabra para el hombre: “hijo”; por eso el hombre puede pronunciar su palabra a Dios: “Padre”. Es una dinámica que va de corazón a corazón.

El segundo “medio” que señalaba el monje era la oración. Hay muchas maneras de orar, algunos maestros espirituales afirman que “todo debiera ser oración en el ser y hacer del hombre”. La palabra es propia de Dios, la oración es propia del hombre. Jesús mismo, en cuanto hombre, se tomaba tiempo para orar y la oración podía aflorar de su corazón en cualquier momento. ¡Le era espontáneo comunicarse con su Padre! También debiera serlo para nosotros. Justamente las Iglesias Orientales buscan “orar sin cesar”. El modo es lo que ellos llaman “la oración del corazón”, la que aprendimos al leer “Relatos de un peregrino ruso”.  Aquí la oración se hace palabra. Palabra que pronuncia el Nombre de Dios, palabra que alaba, agradece, pide, bendice. La oración puede ser también silencio contemplativo, atracción fascinadora. Puede ser gemido o llanto, cuando el alma está conmovida por el dolor y el desconcierto. Si por la Palabra Dios descendió hasta el hombre, por la oración el hombre se eleva hacia Dios..

Por último la “austeridad de vida”.  Nos ha sido dado vivir una época prodigiosa, el peligro de una época como la nuestra es la fascinación idolátrica, esto es: la fascinación por lo material, lo que los últimos Papas han llamado “el materialismo ateo”. Hoy lo material se identifica con la tecnología, con artefactos, máquinas, automóviles, casas… Tanto es así, que el hombre termina creyendo que la felicidad es igual a tener mucho, aunque en su ser íntimo sea pobre. Los medios de comunicación, desde el celular a la TV, pasando por los ordenadores y la publicidad, ejercen un impacto inmenso y crean necesidades que el hombre, desprevenido y sin capacidad crítica, sigue muy naturalmente. Los Padres del desierto supieron seguir, muy radicalmente, un camino de libertad y por eso de armonía y de paz: se centraron en el ser y no en el tener. El hombre actual es permanentemente tentado por antiguas y nuevas esclavitudes. Es más “consumista” y menos “creativo”, apegado a las góndolas de los grandes centros comerciales se sume en una dependencia muchas veces enfermiza. Si los grandes centros de ventas cerraran sus puertas los feriados, ¡cuántos no sabrían que hacer en un día libre!

Este mes, en el que la Iglesia celebra particularmente al Corazón de Jesús, me parece bien que meditemos sobre las tres palabras que me regalara el monje Trapense hace ya tantos años. La Palabra proviene de Dios y tiene como destino al hombre. La oración y la austeridad de vida son dos modos por los que el hombre se eleva hacia Dios.  Como adoradores y adoratrices sabemos en quién hemos puesto nuestra esperanza, sabemos en quién confiamos y a quién nos confiamos: a Jesús, que nos confió el misterio de su Cuerpo y de su sangre.

 Cuando, cada tanto, medito el texto de San Lucas sobre los discípulos de Emaús, me detengo en la parte final, parte que me conmueve.  “Cerca de la aldea donde iban, hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le insistieron diciendo: -Quédate con nosotros, que está atardeciendo y el día ya va de caída. Él entró para quedarse. Recostado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición lo partió y se lo ofreció. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron…pero Él desapareció…” (Lc.24,28-31) Llama la atención la afirmación del Evangelista: “Entró para quedarse”, pero luego “desaparece”. En realidad, entró con los dos discípulos, entró para quedarse… y se quedó, ¡en la Eucaristía! “Desapareció” de un modo y “permaneció” de otro. ¡Se quedó en la Eucaristía! Nosotros hemos recibido la gracia de “reconocerlo”, de saber “donde vive”, ir a su casa y “quedarnos con Él”.

Ahí está la Palabra hecha Pan. Ahí está la Palabra hecha un trozo de Pan, está en una austeridad infinita. ¡Apenas es un pedazo de pan, fruto del trigo y del trabajo del hombre! Que este mes de junio sea un tiempo particular para escuchar la Palabra, escucharla con y como María. La Palabra que se hizo carne en ella, ahora es Pan de Vida y está ahí, en el Sagrario, está para nosotros. Está  para enseñarnos “la única cosa importante”, lo demás, todo lo demás “viene después”, por eso: austeridad y libertad. Entonces sabremos que “el amor de Dios ha  llegado a su plenitud” en nosotros.

Desde el Santuario de Sión del Padre les deseo un mes muy bendecido, vivido muy cerca de la Eucaristía, acompasando nuestro corazón al Corazón de Jesús. Que Dios les muestre su rostro y les bendiga:

P. Alberto E. Eronti

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