1ero de octubre
SANTA TERESA DEL NIÑO JESUS Y DE LA SANTA FAZ
DOCTORA DE LA IGLESIA
(1873-1897)
Los “Madrugadores de Buenos Aires” comparten con todos los que visitan nuestro blog, el entrañable amor que tenemos a nuestra “Tía Tere”: la “gran madrugadora de la Iglesia de las nuevas playas”.
UNA GOTITA DE ROCIO QUE SE OCULTA EN EL CÁLIZ DE UNA FLOR
Cada santo ha dejado en la tierra una estela de luz, que le ha llevado a la comunión con Dios. No hay dos santos clonados, ni dos ca¬minos iguales. Cada santo ha vivido la Vida divina de una manera, porque cada persona tie¬ne su carácter particular, pues la gracia no destruye ninguna de las propiedades naturales. Y si proyecta su itinerario, cada uno describe el camino que él ha seguido, que se convierte en una variedad más. Santa Teresita sufrió una verdadera crisis cuando trató de elegir su vocación específica, porque su ambición era inmensa: quería ser sacerdote, misionero, doctor, mártir... El ardor la consumía. Tomó las cartas de San Pablo y leyó el capítulo 12. Yo os enseñaré un camino mejor: “el amor”. Había encontrado su vocación: En el cuerpo de su Madre la Iglesia, será el corazón. Sin el corazón no funciona ningún miembro. Siendo el corazón, la que quiere reunir todas las vocaciones, lo va a conseguir porque infundirá amor en todos. Yo ayudaré, a los sacerdotes, a los misioneros, a los doctores, a los mártires, a todos. Y eso desde un camino irrepetible, como su propio carácter; un camino que fuera reflejo de su espíritu, y orientación para otras almas semejantes a la suya. Su camino será el caminito de infancia espiritual, que es tan específico como su alma. Su pensamiento se inspiró en el convencimiento de que no todos los caminos son buenos para todas las almas. Ella nos dice que, al comenzar su vida espiri¬tual, se encontró con una multitud de sendas conducentes todas a la santidad. Pero advirtió que ninguna resultaba a propósito para su espíritu, porque: “Eran, decía, caminos demasiado perfectos para mi alma”. Y volviéndose a Jesús, le dijo que su de¬seo era llegar a la cumbre de la montaña del amor. Que la condujese por donde fuera su gusto, pues a ella no le importaba la aspereza del camino con tal de llegar al término. Esta actitud entraña el secre¬to de su caminito de infancia espiritual. No escoge ningún camino determinado, y, en eso mismo marca el camino del abandono en los brazos de Dios. En el camino de Santa Teresa predomina el abandono y la confianza, que tiene una ventaja sobre todos los demás, al reducirlo al elemento esencial de toda santidad. Cuando Teresa se puso a disposición de Jesús para que la lleve por donde Él quiera, no le importó que el camino fuera lleno de claridades o de túneles tenebrosos. Por eso, cuando anduvo por medio de oscuridades espirituales, que no la permitían saber donde se encontraba, si adelantaba o retrocedía, caminaba con la misma seguridad que si se viese conducida entre claridades divinas. En este estado de confianza plena en Dios el alma no necesita ver ni sentir nada para tener la más abso¬luta certeza de que va bien, sabiendo que va en los brazos de Dios.
Santa Teresa del Niño Jesús, naturaleza tímida y sus circunstancias
Es muy joven, vive en un claustro, bajo una Regla, limitada para realizar acciones grandes. A ella no pare¬ce que le convenía un camino de penitencias corporales extraordinarias, ni siquiera de grandes obras externas. Cada persona ha de florecer en el lugar y clima en que está plantada. Hemos visto a nuestro amado Juan Pablo II, envejecer y morir, desbordado de actos multitudinarios. Y lo hemos visto durante casi 27 años heroicamente pastorear al Pueblo de Dios que le fue confiado. El sintió vocación de carmelita descalzo y llevó el escapulario desde sus años de juventud. Antes de entrar al seminario, siendo estudiante universitario en Cracovia, pensó seriamente en entrar en el Carmelo, tras leer las obras de San Juan de la Cruz. Sus escritos místicos le apasionaron hasta el punto de que en ellos basó su tesis doctoral de teología, defendida ante la Universidad Pontificia de Santo Tomás, «Angelicum», en Roma. El Cardenal Sapieha, su Arzobispo de Cracovia, desvió su vocación. Si hubiera seguido aquel camino, su vida y su trayectoria habría sido muy diferente. Teresa de Jesús, la Madre Fundadora del Carmelo de Teresita, siguió una senda muy distinta de la de su hija. Cada uno en su lugar ha de echar las flores de acuerdo con sus circunstancias, cualidades y talentos. Teresita sólo pedía unos brazos divinos que la llevaran a las cumbres de la montaña del amor. Se acaba de descubrir el ascensor, y ella quiere utilizarlo. Intuye que Jesús, con cualidades infinitas, tiene dos grandes lunares: no sabe cálculo y está ciego. Una señora que decía que tenía revelaciones, cuando las confiaba a su confesor, que no las creía, éste le pidió una prueba: Si dices que hablas con Jesús, pídele que te revele algún pecado mío, y te creeré. Acudió a Jesús con el encargo, quien contestó: ¿Un pecado del padre? No recuerdo ninguno. Teresita procede según el carácter infantil de que hablaba Jesús en su Evangelio, el caminito de infancia es¬piritual.
¿Su vida va a gozar de menor eficacia?
Nosotros medimos las cosas por su realidad física o por su trascendencia moral o social. Creemos que el esfuerzo realizado debe ser el principio que dé efi¬cacia a la obra. Esto es lo que ocurre en el orden puramente natural. Porque en este orden es nues¬tro esfuerzo la causa total de la obra, y como el efecto no puede tener mas virtualidad que la que recibe de su causa, la. obra realizada no puede tener más virtualidad ni mayor eficacia que el esfuerzo con que la hemos realizado. En el orden sobrenatural cambia el aspecto de la cuestión. Y no es que en este orden deje de ser verdadero aquel principio filosófico de que el efecto no puede exceder la virtualidad de su causa sino porque interviene aquí un agente nuevo, que suma su acción a la nuestra: Dios. Y entonces el mérito y la importancia de la obra ya no hay que medirla por nuestro esfuerzo, ni mucho menos por su realidad física, sino por la virtualidad que Dios quiera comunicarla. Los cincuenta céntimos de la viuda pobre del evangelio fueron considerados como más meritorios que las enormes cantidades de los que tenía mayor poder adquisitivo que el de la pobrecita viuda, llena de amor generoso. ¿Obras grandes u obras pequeñas? ¿Qué más le da a Dios? El no necesita nada. El no necesita carne de toros ni sangre de cabritos. Las fieras y las aves son suyas. Cada obra producirá el efecto que él quiera. sin que lo estorbe ni la insignificancia del instrumento, ni la adversidad de las circunstancias, ni la mala voluntad de los hombres. El euro del pobre depositado en el tesoro público queda potenciado por esa riqueza. Sumado el amor de la persona humana que levanta un sobre del suelo por amor; mejor dicho, absorbido este pequeño esfuerzo del niño, o del adulto, hecho niño evangélico, en el océano siempre activo de la omnipotencia divina, adquiere valor infinito.
“Somos una gotita de rocío”.
Así se lo enseñaba Santa Teresita a su her¬mana Celina: “Somos como una gotita de rocío que se oculta en el cáliz de la flor de los campos. Desconocidas de todos. no debemos envidiar ni siquiera al claro arroyuelo que serpentea por la pradera. Es verdad que su murmullo es muy dulce; pero, además de que por eso mismo no pue¬de permanecer oculto, el arroyuelo no cabe en el cáliz de la Flor de los campos... ¿Es necesario ser tan pequeño para poder acercarse a Jesús...? Se dirá que el arroyuelo es más útil que la gota de rocío, la cual no sirve más que para refrescar un instante la frá¬gil corola de una flor silvestre. Esto es ignorar la causa del mérito de las obras. Jesús no tiene necesidad de nuestras obras brillantes ni de nuestros pensamien¬tos sublimes; si él quisiera concepciones elevadas, ¿no tiene sus ángeles, cuya ciencia sobrepasa infi¬nitamente la de los más grandes genios de este mundo? No es, pues, ni la grandiosidad de las obras ni los talentos lo que Jesús quiere y aprecia. No pide más que una gotita de rocío que durante la noche de esta vida permanezca oculta en Él, en el cáliz de la Flor de los campos”.
Sublime concepción del valor real de las obras de los hombres
Sublime y consoladora. Por¬que, ¿qué seria de tantas pobres criaturas imposibilitadas para realizar obras brillantes, que tienen que pasarse la vida tendidas en su cama, o envueltas en la oscuridad de un oficio ingrato y repugnante? Si el mérito de las obras se basara en las apariencias brillantes, Dios habría sido in¬justo. Infinidad de criaturas estarían condenadas a la desesperación. Pero Santa Teresita pone una con¬dición para que las obras más insignificantes ten¬gan ese mérito: el que estén hechas en Cristo, con Cristo y por Cristo. “Sin Mí no podéis hacer nada”. Sin Dios las acciones humanas valdrán sólo lo que tengan de apariencia; porque como la razón de ese otro mérito es Dios, si se prescinde de Él, la obra se quedará en su raquítico valor natural. Y eso ¿para qué lo quiere Dios? En cambio, la obra realizada por Dios y para Dios, por muy insignificante que sea en el orden na¬tural, unida a la virtualidad de Dios, tiene toda la dignidad y toda la trascendencia de una obra de Dios. Esa trascendencia no llegará a aparecer nunca a los ojos de los hombres en esta vida; pero algún día se manifestará, y entonces ve¬remos cómo los grandes acontecimientos sociales, los grandes descubrimientos e inventos han sido causados por una multitud de obras de almas pequeñas, más que por las grandes hazañas de los héroes, y de los científicos, de los grandes estrategas y de los descubridores. Incluso en el orden físico, un ascua ardiente es capaz de producir un incendio voraz. ¿No estará el secreto de la esterilidad de tantos actos multiplicados en la escasez de ascuas de amor?
Padre Jesús Martí Ballester
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