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martes, 12 de marzo de 2013

Homilía - P. Carlos Padilla Esteban - Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido - IV Dom Cuaresma



IV Domingo Cuaresma
Josué 5, 9a. 10-12; 2 Co 5, 17-21; Lc 15,1-3. 11-32

«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido»

10 Marzo 2013 - P. Carlos Padilla Esteban

«Queremos ser más contemplativos para mirar la vida en el silencio. Sin prisas. Mirar con compasión y no con desprecio, con alegría y no con tristeza, con paz y no con rabia»

Siempre me conmueve el juego de las miradas entre los hombres y entre Dios y los hombres. Porque mirar es más que ver. Y nosotros estamos acostumbrados a ir por la vida sin mirar, sólo viendo. Vemos las cosas que ocurren y a las personas que pasan a nuestro lado. Pero no nos detenemos a mirar. Porque para mirar tenemos que invertir tiempo. Cuando solo vemos no retenemos nada en el corazón. No vemos más allá de la superficie de las cosas, más allá de la carne. El que sólo ve, no profundiza y no se queda con aquello que observa. Sin embargo, cuando miramos, cuando nuestra mirada recorre el alma de las personas con las que estamos, todo cambia. Somos capaces entonces de ver la luz escondida en el interior. Una persona comen-taba: «Es increíble la luz que hay dentro de cada corazón humano. Ojala no dejára-mos apagarla tantas veces con nuestras limitaciones. Ojala dejáramos a Dios encen-der cada día la vela que nos ha regalado, porque me consta que todos tenemos una». Todos tenemos una luz. Es cierto. A veces simplemente dejamos que se apa-gue. Pero otras veces no somos capaces de percibirla, porque no nos dejamos tiempo para mirar y traspasar los muros que ocultan la luz. Mirar implica con- templar, y contemplar lleva su tiempo. Y el tiempo vale mucho y no estamos dispuestos a gastarlo contemplando. Porque nos parece una pérdida de tiempo y hay cosas más importantes en la vida. No obstante, mirar y ser mirado es el arte de la vida y de toda oración. Cuentan que el santo cura de Ars le preguntó una vez a un campesino que iba a rezar a la capilla todas las mañanas: «¿Qué
le dices al Señor cuando te arrodillas ante Él?». Y él le contestó: «Nada. Callo. Yo lo miro. Él me mira». Ésa es la verdadera oración. Un encuentro en silencio con el Dios vivo. Un cruce de miradas. El amor se expresa en miradas. Igual que el desprecio o el odio. ¡Qué importante es aprender a mirar bien y con paciencia! Queremos ser más contemplativos para mirar la vida en el silencio. Con paz. Sin prisas. Siendo, más que haciendo muchas cosas. Así nuestra mirada será más pura. Entonces podremos mirar con compasión y no con desprecio, con alegría y no con tristeza, con paz y no con rabia. Podemos mirar juzgando,
cuando no tenemos misericordia. Nuestra mirada puede cambiar a las per-sonas cuando miramos con paz en el alma. Podemos sembrar paz y alegría. Y no odio ni desconcierto.

Las miradas son muy importantes en la parábola que hoy hemos escu-chado. El Padre de la parábola del hijo pródigo mira desde lejos. Con tiempo, con paz, con paciencia, mira y espera. La mirada que espera está inquieta y anhelante. Sueña con contemplar a quien ama. Cuando lo ve desde lo lejos ya lo mira. Lo observa cansado y débil, contempla su pobreza y su tristeza, mira lo hondo de su corazón herido y se conmueve. Lo mira y lo abraza con la mirada casi sin tocarlo. Lo acaricia con los ojos y le devuelve la dignidad perdida. Por- que una mirada nos devuelve el valor que nos han robado los hombres y el mundo con su mirada. El hijo que vuelve a casa ve la vida pasar, siente que no vale nada, no se siente digno y quiere volver a casa porque tiene hambre. Quiere mirar a su padre a los ojos pero tiene miedo. Ha pecado y se siente en deuda. Tiene hambre y le duele su herida. En su mirada hay tristeza, cansan-cio, soledad. Casi no puede sostener la mirada de su padre. No se atreve. Huye hacia su interior buscando un seguro. No es capaz de mirar, tiene miedo.
Miedo al castigo, al desprecio, al rechazo. Sabe que merece no ser mirado. Porque el peor desprecio que nos pueden hacer es que no nos miren. Por eso baja la mirada y sólo ve sus pies caminar descalzos y los pies de su padre al arrodillarse ante él. La mirada del Padre busca, sin embargo, la mirada del hijo. No tiene miedo ni vergüenza. Puede sostener cualquier mirada. No hay nada que ocultar en su alma. Al fin lo logra y encuentra la mirada de su hijo y la acoge. El hijo aprende a entonces a mirar al ser mirado. A perdonar al ser perdonado. Entonces descubre que puede mirar de nuevo. Vuelve a alzar los ojos, se levanta, recobra la vida que había perdido. El hijo mayor, por su parte, ese hijo que nunca había dejado su casa, no sabe mirar. Ve las cosas y las juzga en la superficie, sin profundizar, no hay tiempo ;va corriendo, quedándo-se en la superficie de todo, inquieto e infeliz. Cuando llega a casa y logra mirar lo que ocurre, cuando detiene su mirada sobre su hermano con sorpresa, sin apenas verlo, entonces su mirada está llena de desprecio. No acepta ese per-dón aparentemente engañoso. No cree en el arrepentimiento verdadero. Juzga en su interior y condena. No quiere fiestas para el que ha pecado. Su hermano no va a cambiar. Su mirada se llena de rencor. Rencor hacia un padre miseri-cordioso. Rencor hacia un hermano que lo ha dilapidado todo. Mira con rabia su propia vida, con tristeza. Mira para rechazar, para devolver a su hermano a lo más profundo de su miseria. Mira con amargura porque no puede contener su envidia. Quiere un castigo, un juicio justo, reparar el pecado. Ahora qui-siera que nos detuviéramos en cada una de estas miradas.

La mirada del hijo pródigo que desperdicia su vida. Siempre que pensamos en el hijo pródigo pensamos en su alejamiento, en su pobreza y en el abrazo que recibe al volver. Pensamos también en tantos hombres que viven sin Dios, atrincherados en su pecado, incapaces de abrazar una cruz, juzgando todo lo que hable de Dios. Sin embargo, ese estado final que nos parece algo lejano, tuvo un inicio. El camino del hijo menor empezó mucho antes, años atrás, cuando todavía era inocente y creía en su padre. Comenzó el día en que pensó que no necesitaba ya vivir con su Padre. Había crecido y se sentía fuerte.
Creyó entonces que podía manejar solo su vida. Sus alas eran fuertes y su confianza absoluta: «Un hombre tenía dos hijos; el menos de ellos dijo a su padre: -Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». Su camino comenzó cuando su orgullo se hizo fuerte, cuando perdió la inocencia de los niños, cuando dejó de creer en la necesidad de estar junto a su padre. El comienzo fue sentir que ya su casa, la casa de toda su vida, resultaba pequeña y agobiante. Entonces
quiso probar sus fuerzas, quiso ver si tenía poder para gobernar su vida sin nadie que lo gobernara. Quiso ser libre e independiente, lejos de normas. Quiso ser autónomo porque se sentía atrapado por las cadenas de ese amor paterno que parecía quitarle su libertad y retener sus pasos por amor. Quiso, en definitiva, ser como Dios. No comprendía el amor de su padre y no le bastaba. No aceptaba tanta protección y tanto cuidado. No entendía que
estar en casa era un proyecto de vida y no sólo una parte del camino. Quiso entonces volar y probar sus fuerzas. Es un sentimiento muy humano. A veces el hombre piensa que, para ser más libre, tiene que alejarse de Dios. De sus mandatos y normas. De esas prohibiciones que parecen esclavizar. Sin em-bargo, al alejarnos, nos enfriamos, y la imagen de Dios desvanece del corazón. Decía San Agustín: «El que quiera ser semejante a Dios para conservar su fuerza en Él, que no se separe, sino que se una a Él, si ha de conservar la imagen y seme-janza con quien le ha creado. Pero si quiere imitar a Dios culpablemente; es decir, si quiere ser independiente como Dios y vivir sin reconocer autoridad ninguna, ¿qué le queda sino enfriarse por la separación de su calor y extraviarse por el abandono de la verdad?» La separación de Dios es dolorosa y fría. Es lenta y progresiva. Cuando nos rebelamos contra ese Dios que no comprendemos nos alejamos de Él sutilmente. Muchas veces nos habremos asemejado a ese hijo pródigo, más de lo que pensamos. Y ese alejamiento paulatino y lento nos ha ido dejando fríos.

En la distancia, en la soledad de la vida, volvemos de nuevo con nostalgia la mirada a la casa paterna. Cuando comienza el hambre y las promesas humanas no se hacen realidad, surge el recuerdo en el alma: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesi-dad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las
algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando enton-ces, se dijo: - ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». El hambre puede ser el comienzo del arrepenti-miento. El hambre es expresión de la vaciedad en la que vivimos, de los fra-casos en la vida, de las pérdidas que no esperábamos. Cuando dudamos y surgen las preguntas en el alma. Cuando nuestros sueños no se hacen reali-dad sufrimos, nos llenamos de amargura y echamos de menos esa casa paterna. Es la añoranza de Dios. Porque la cruz que no entendemos, y muchas veces no aceptamos, es dolorosa. Nadie desea la cruz, salvo que Dios se lo ponga como un deseo en el corazón. Pero lo común es lo que me comentaba
una persona: «A mí no me gusta sufrir y nunca pido la cruz para unirme a la Pasión de Jesús y colaborar en la redención. No, prefiero que pase este cáliz, pero lo cierto es que no podemos controlar la vida. Ya no me pregunto el por qué de las cosas. Lo apunto en el cuaderno que me llevaré al cielo para que me contesten allí». No nos gusta el dolor. Rechazamos el sufrimiento y el hambre. La soledad y el aban-dono. No podemos controlar la vida aunque queramos. Todos tenemos algo de este hijo pródigo. Es el deseo de hacer la vida a nuestra medida. Decidir dónde, cómo y cuándo sin que nadie nos imponga nada. Queremos tomar las riendas en el camino y saber que tenemos toda la vida por delante para hacer lo que deseamos. Nos gusta la libertad y volar sin ataduras. No nos gustan, las normas que constriñen nuestra vida. Eso sí, cuando experimentamos la inse-guridad en el camino y no comprendemos lo que nos ocurre, cuando temblamos de miedo en el dolor del hambre, entonces es cuando estamos más abiertos al encuentro con Dios. Decía el P Kentenich: «Un auténtico niño está más feliz que nadie cuando se da cuenta de que en él ya no hay nada seguro, de que es inseguro por su propia naturaleza, pero que encuentra su seguridad en el Padre»1. Pero, en realidad, no es

1 J. Kentenich, “Niños ante Dios”
fácil vivir en la inseguridad. Nos asusta la precariedad de nuestra vida. El hambre y la sed. La carencia y la soledad. Quisiéramos tenerlo todo seguro. Hace falta un salto de fe para vivir en la inseguridad y confiar en que Dios es el verdadero dueño de nuestra vida.

El comienzo del regreso a casa del hijo pródigo no necesita un arrepen-timiento total. Basta con que el comienzo sea la experiencia del hambre. Lo importante es que el corazón se ponga en camino, aunque la razón no sea tan pura o el arrepentimiento no sea pleno. Es sólo el inicio del camino y eso basta. El hijo no se conoce a sí mismo. Se mira con crueldad, no perdona sus errores, no acepta las caídas. Como nosotros tantas veces. Al mismo tiempo tampoco conoce el rostro de su padre. Por lo tanto, no es capaz de comprender la mise-ricordia: «Su hijo le dijo: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Piensa que ya no es digno del nombre de hijo. En realidad, no conocía al padre y su misericordia. Nunca merecemos el amor de Dios, o el amor de los hombres. A veces pensamos que sí y nos esforzamos por cumplir, por hacerlo todo bien para que Dios se complazca y nos ame. Lo hacemos siempre así con los hombres y muchas veces tampoco nos resulta, pero vol-vemos a intentarlo. El corazón del hombre no sabe amar de forma incondicio-nal, por lo que somos, sin que nuestros pecados nos hagan no merecedores del perdón. Sin embargo, el corazón de Dios sí ama de esa forma que nos sorprende.

La mirada del Padre que anhela el regreso del hijo. El Padre mira y espera. Aguarda desde lejos: «Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». Siempre me emociona la espera ansiosa del padre. Esa espera que precede el encuentro. Ya no estamos acostumbrados a esperar. Hemos perdido ese hábito tan maravilloso. Nos cuesta esperar a las personas y en seguida nos inquietamos. Pensamos que estamos perdiendo el tiempo. El
padre saldría cada mañana, esperando ver a su hijo en el horizonte. Es el anhelo de un regreso que presentía en su corazón. Soñaba con su hijo, lo cuidaba sin poder cuidarlo, habitaba en él cuando le había negado la entrada, rezaba por esa vuelta tan anhelada. Tendríamos que aprender a esperar así. Esperar lo que no poseemos. Esperar el encuentro con las personas que amamos. Buscamos la inmediatez y olvidamos que el anhelo hace crecer el deseo del encuentro con la persona amada. La paciencia en la espera y la certeza que inunda el corazón del que aguarda. Así es el padre, no se cansa de esperar, de mirar el camino aún desierto, de presentir unas pisadas aún no marcadas sobre el polvo. Es el anhelo que crece cada mañana, en lugar de menguar. Me impresiona que Dios nos espere de esta forma. Estamos lejos muchas veces y Él espera. Aguarda en el Sagrario, aunque no lleguemos. Sabe que lo necesitamos y está al acecho, en silencio. La espera de Dios nos
alegra, pero, al mismo tiempo, despierta en nosotros el deseo de correr hacia Él. Decía el P. Kentenich: «Debemos aprender a girar como niños en torno al Padre. No esperemos que sea Él quien gire en torno a nosotros»2. Queremos aprender a ser niños. Niños que giran en torno al Padre y corren hacia Él. Niños que buscan a Dios y no esperan a que Dios los busque.

Cuando al fin ve a su hijo amado corre al encuentro. Corrió hacia él, se

2 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 283
echó a su cuello, lo llenó de besos. Es el abrazo del Dios. Nos sorprende ese abrazo sin reproches. El abrazo de un amor que ha esperado con paciencia, el abrazo de un Dios que ama. Es un perdón sin condiciones: «Pero el padre dijo a sus criados: - Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encon-trado. Y empezaron el banquete». Es la misma fiesta que Dios hace cada vez que nos reconocemos hijos, pecadores y frágiles. Nos reconcilia con Él. Nos une para siempre. Porque, como decía el P. Kentenich, «Dios no puede resistirse a la debilidad conocida y reconocida de su hijo». Dios se muestra impotente ante nuestra impotencia. Se nos olvida y vemos a Dios como juez que juzga, que exige, que espera. Un juez inflexible que no admite excusas. Pensamos
en todo lo que tenemos que hacer para que Dios nos ame. Nos llenamos de normas y exigencias para poder estar a la altura y dar la talla. Nos sorprende la actitud del padre. Nos desconcierta. Nos parece un padre débil, un abuelo. No exige el cambio, no castiga cuando el castigo significa interés por aquel a quien queremos y cuyo crecimiento deseamos. Nos parece poco inteligente esta actitud de un padre que ante una actitud poco plausible del hijo responde con una fiesta. Nos cuesta entender que el amor de Dios Padre sea así. El perdón de Dios nos hace comprender el don de ser hijos. La filósofa María Zambrano confesaba su conciencia de ser hija: «Ser hija del padre, del Padre, con mayúscula,
ofrenda aceptada y aceptante de mi vida. ¡Qué hermosura pronunciar ese nombre: el Padre, guía de mis raíces! Es la grandeza y el peso de mi vida». Es el Padre Dios que nos recuerda que nos ama con locura, como expresa también el salmo: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Que los humildes lo escuchen y se alegren. Proclamad conmigo la grandeza del Señor. Yo consulté al Señor, y me respondió. Me libró de todas mis ansias. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no
se avergonzará. Si el afligido invoca, al Señor, el lo escucha y lo salva de sus angustias». Sal 33, 2-3. 4-5. Dios Padre nos busca, nos espera, nos quiere con locura. Quiere nuestro bien. Quiere que crezcamos. Pero para eso tenemos que seguir el camino de la pequeñez, de la humildad, el camino de los hijos que confían y se entregan en los brazos de un Padre misericordioso. Decía BXVI: «Querría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarse
como niños en los brazos del Dios, con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permite caminar cada día mismo cuando estamos cansados. Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano». Es el anhelo en lo profundo del corazón del hombre. Porque la confianza en Dios nos libera, nos da paz, nos salva. Sin
embargo, la desconfianza nos llena de amargura, nos pone inseguros y nos angustia. Quisiéramos aprender a confiar como niños, cada día, en cada momento, en la salud y en la enfermedad, en la claridad del día y en la oscuridad de la noche. Quisiéramos experimentar siempre el abrazo de Dios que nos perdona y nos reconcilia.

La mirada del hijo mayor que juzga desde la amargura. Me conmueve siempre pensar en este hijo tan querido por el padre: «Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: - Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y el replicó a su padre: - Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya,
a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando
ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El hijo mayor siempre ha estado en casa con el Padre, nunca se ha rebelado contra él, nunca ha huido de su presencia, sin embargo, no ha sabido ver su amor. No se ha dejado el tiempo para mirar su vida con paz. Ha pensado que no estaba viviendo como quería y sufre al pensar en todo lo que se ha perdido. El padre le dice con dolor: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». Lc 15,1-3. 11-32. El hijo mayor no se alegra de estar en casa. Siente que su presencia fiel merece más premio. No se siente valorado ni aceptado en su renuncia. ¿A qué renuncia quedán-dose en casa? Cree que renuncia probar otras vidas, a experimentar la liber-
tad lejos de la mirada del padre. En realidad no conoce al padre y no se conoce. Siente que tiene que cumplir y, tal vez, ya se ha cansado de cumplir. No hace nada mal, pero no se alegra de hacer las cosas bien. Vive sin vivir feliz. Actúa sin amar de verdad. Su servicio parece el cumplimiento estricto de la norma. Pero no hay generosidad sin medida en su amor. Todo parece ser realizado con cuidado. Con el esmero del administrador fiel que no muestra los sentimientos. Tuvo que volver su hermano para que reclamara con violencia la
necesidad que tenía de sentir el amor. Sí, porque necesitamos sentirnos ama-dos. No basta quizás con saberlo. La percepción del amor es subjetiva y él no se siente querido. Siente que su entrega y su renuncia no han recibido recom-pensa. Y no valora estar en casa. ¿Acaso no viven muchos cristianos así en la Iglesia? La experimentan como una cárcel de oro. Normas que dan seguridad y quitan libertad. Normas sencillas y fijas que no dejan salir del hogar. Su crítica amarga deja ver el sentimiento de su alma. Envidia la libertad que vivió su
hermano. Envidia a aquellos que han vivido su vida lejos de casa, sin normas, sin restricciones. ¿No es éste un sentimiento extendido? Cuando vemos la casa del Padre así, cuando sentimos lo mismo respecto a la Iglesia, es que algo está fallando. No pensamos que estar en casa sea algo envidiable, atrac-tivo y alegre. Lo vivimos como una carga que hay que llevar sobre los hombros para llegar un día al cielo. No nos damos cuenta de que vivir ya en Cristo es pregustar el paraíso, es nuestra felicidad. No comprendemos que el amor de Dios calma la sed de infinito que tenemos en nuestro caminar por esta vida.

La actitud llena de amargura del hijo mayor se traduce en una crítica y el rechazo de su propio hermano. El gran peligro es que la amargura y la insatisfacción nos pueden llevar a no acoger a todos sin importarnos su condición, sin alterarnos por su pecado. Ponemos límites. Hacemos acepción de personas. Jesús acogía a todos. Y por eso era acusado: «En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publícanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: - Ése acoge a los pecadores y come con ellos». El padre de la parábola acoge a todos. Acoge al pecador que vuelve  arrepentido. Su misericordia sin castigo nos sigue resultando Incomprensible. No rechaza. El hijo mayor, sin embargo, no acepta el arrepentimiento de su hermano, y no le concede el perdón. Lo condena. Piensa que el pecador no puede dejar de pecar. Cree que no hay cambio posible. No comprende por eso la alegría del regreso. ¡Cuántas veces en nuestra Iglesia vemos esta actitud! ¡Cuántas veces nosotros mismos pensamos así y juzgamos a los demás en su pecado! Nos creemos perfectos y puros. Nos sentimos mejores que los demás.  Miramos con desdén a los que pecan más que nosotros y nos molesta que lleguen a la Iglesia y reciban el perdón como si no hubiera pasado nada. Deberíamos grabarnos en el alma las palabras de San Pablo: «El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo reconciliando consigo y nos encargó el ministerio de reconciliación. Es decir, a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios».2 Co 5, 17-21. Cristo nos ha reconciliado. No somos mejores que nadie por estar en la Iglesia. Continuamente tenemos que volver al sacramento de la reconciliación porque pecamos, porque queriendo hacer el bien acabamos sembrando odio y envidias. Aspiramos a subir a las cumbres más altas y nos quedamos dormidos en los valles. El ideal brilla ante nuestros ojos y nos mantiene en pie, aunque nos duele constatar la debilidad del alma. Precisamente éste es el camino. Cuanto más débiles nos sintamos, más podrá Dios actuar en nuestro corazón de hijos. Más espacio dejamos para que la Palabra de Dios dé su fruto.

La mirada de Dios y la mirada de los hombres. ¿Cómo es nuestra mirada? ¿Cómo somos mirados? ¡Qué importante experimentar el amor en la mirada de Dios y de los hombres! Muchas veces nos hemos sentido mirados con amor, con respeto, y eso lo ha cambiado todo. Hemos sentido, como el hijo pródigo, el perdón, la aceptación, y hemos recuperado la dignidad perdida. Nos hemos encontrado con unos ojos capaces de sostener nuestra mirada. Hemos sabido, al ser mirados, que nuestra vida merecía la pena y tenía valor. Y así hemos vuelto a comenzar. Es algo cierto, aprendemos a mirar siendo mirados. No olvidamos las miradas, las que nos hicieron bien, pero también las que nos hirieron. Decía Nietzsche: «El infierno es la mirada del otro». A veces puede llegar a serlo. Cuando recibimos miradas llenas de rencor y de odio, llenas de indiferencia y desprecio. No obstante, pienso que el cielo puede ser la mirada del otro. Lo es cuando en ella encontramos paz y nos sentimos queridos. Por eso es tan importante preguntarnos cómo miramos. ¿Cómo miramos a los hombres? Con nuestra mirada podemos hundir o levantar, alejar o acercar a Dios. Podemos reflejar la mirada de Dios. Pero no siempre lo hacemos bien. Ojala nuestra mirada lograra que los hombres puedan tocar el cielo al ser mirados. Así miraba Cristo a Pedro después de su caída. Así nos mira Dios cada vez que volvemos a su encuentro y nos hace acariciar el cielo. Así que-remos ser para los otros, una ventana abierta al cielo. ¿Cómo es nuestra mirada hacia Dios? ¿Cómo le miramos? Muchas veces lo miramos como un juez que sólo nos acepta cuando actuamos correctamente. Nos cuesta experimentar su misericordia. Y su misericordia es inabarcable. «Nunca terminaremos de descubrir la riqueza siempre nueva del amor y de la misericordia de Dios»3. Dios nos mira siempre con amor.

Al meditar sobre la parábola del hijo pródigo pienso siempre en la mirada de María. Ella no se olvida del hijo que se aleja. Lo espera en el umbral de la puerta, lo mira con amor de Madre, aguarda con paciencia su regreso. Me han impresionado las palabras de Unamuno: «Llegué a imaginar un poemita de un hijo pródigo que abandona la religión materna. Al dejar este hogar del espíritu sale hasta el

3 Jacques Philippe, “La confianza en Dios”, 35
umbral la Virgen y allí le despide llorosa, dándole instrucciones para el camino. De
cuando en cuando vuelve el pródigo su vista y allá, en el fondo del largo y polvoriento camino que por un lado se pierde en el horizonte ve a la Virgen, de pie en el umbral, viendo marchar al hijo. Y cuando al cabo vuelve cansado y deshecho encuéntrala que le esta esperando en el umbral del viejo hogar y le abre los brazos, para entrarle en él y presentarle al Padre. María es de los misterios el más dulce. La mujer es la calma en la agitación, el reposo en las luchas. La Virgen es la sencillez, la madre, la ternura». Me conmueve la sinceridad de estas palabras. María siempre aguarda. En el corazón del que se aleja permanece como esa presencia silenciosa que no olvida. Como toda madre cuando ve a su hijo lejos, perdido, sufriendo. Las lágrimas de María son las lágrimas de toda madre. Las lágrimas que siempre nos cuidan y esperan.


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