Domingo X Tiempo Ordinario
1 Rey 17, 17-24; Gá 1, 11-19; Lc
7, 11-17
«Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: No
llores»
9 Junio 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Consiste
en saber descifrar las huellas de Dios sobre las nuestras, con la paz que da
hacer lo que Él nos pide, con la satisfacción de vivir anclados en su corazón
herido.»
Con frecuencia miramos a Cristo llenos de preguntas y,
al mismo tiempo, de esperanza. Quizás
nuestro caminar será siempre así, un avanzar lleno de inquie-tudes y dudas,
pero con la confianza puesta en Aquel que puede sostener nues-tros pasos. Un
caminar seguro pero lleno de inseguridades. Así suele ser la vida, un mar
inquieto, profundo y revuelto, un mar aparentemente en calma, pero revuelto en
las capas más hondas. Un mar en el que nadamos algunas veces contracorriente y
otras nos dejamos llevar por las olas. Así es nuestra vida en la que la
pregunta fundamental que surge en el corazón es la que plantea una película que
va a ser estrenada dentro de poco: «¿De qué va la
vida?» Es ésta la
pregunta fundamental que toca el corazón del hombre.
¿Cómo tenemos que vivir los días escasos que se nos conceden? ¿Cómo se colocan
las prioridades y se eligen bien las opciones fundamentales? ¿Dónde dejamos que
el corazón eche raíces y dónde procuramos que no lo haga? Queremos saber de qué
va esta vida en la que a veces sufrimos tanto sin ver la luz y otras veces
sonreímos con el sol que nos ilumina. Amamos y nos angustiamos. Reímos y nos
quedamos tristes. Hablamos con prisa, consumiendo el tiempo, queriendo decirlo
todo y luego calla-mos esperando a que pasen las horas, simplemente escuchando,
tal vez no escu-chando nada. Esta vida en la que deseamos el infinito, porque
queremos ser
eternos, porque nuestro corazón está hecho para la
plenitud. Esta vida en la que deseamos que el amor sea perfecto y la vida
siempre feliz y nos frustra palpar con manos torpes lo finito, lo incompleto,
lo pobre, lo limitado, lo caduco, lo que pasará lentamente y se irá de nuestros
ojos, lo que nos duele y entristece. Tocamos la propia herida, esa herida
profunda que no sana y seguimos soñando con lo éter-no, con una vida grande,
lograda, hecha a la medida de Dios, y no a la nuestra, donde las heridas ya no
nos harán sufrir, porque Dios las habrá colmado con su amor. Entonces, ¿de qué
va la vida? No es fácil definirla en pocas palabras. En realidad consiste en
saber descifrar las huellas de Dios sobre las nuestras, con la paz que da hacer
lo que Él nos pide, con la satisfacción de vivir anclados en su corazón herido.
Sólo queremos ser fieles a la misión encomendada, al pedido que cada mañana nos
hace, al deseo inscrito en el corazón que no se borra con nada.
Y es que la vida, la verdadera vida, la que Dios
quiere que vivamos, consiste en amar hasta darlo todo, sin miedo a perder la
vida en el intento. Amar con
toda el alma, sin límites, sin miedos. Una persona comentaba: «Lo que cuenta de verdad en la vida no es el dinero, ni los títulos, ni
los bienes, sino la manera de amar a los demás». Ése es el camino que recorremos torpemente tantas
veces, porque trope-zamos sin pretenderlo y nos dejamos arrastrar por nuestros
errores. Queremos amar y herimos, queremos ser amados y rechazamos la mano que
nos acaricia. Queremos ser fieles y nos alejamos, queremos entregarlo todo y
nos guardamos con miedo, porque tememos el rechazo y la indiferencia. Queremos
aprender a amar de verdad, a amar como ama Cristo y experimentamos tantas veces
los límites del corazón humano. Pero lo sabemos, Dios sí que puede educar
nuestros
afectos. Lo puede hacer, porque nosotros solos no
podemos. Nuestras fuerzas no bastan. Una persona rezaba: «¿Puede adorarte esta pobre alma inquieta? ¿Pueden servirte estas
manos vacías e inútiles? ¿Puede amarte este corazón duro y mezquino? Desnuda
ante ti, sin nada que ofrecer, nada más que mi dolor y mi pecado, espero tu
abrazo tierno y paternal. Tengo miedo, Señor, soy tan débil. Gracias, Señor, en
ti confío». Estamos heridos y necesitamos ser abrazados. La herida
nos hace esquivos, rencorosos, incapaces de amar sin esperar nada a cambio; mendigamos
cariño y nos atamos de forma dependiente. Pero aspiramos a un amor grande,
pleno, sano y santo. Sabemos que el amor se construye cada día, sobre los
pilares del respe-to, de la pureza, de la ternura en la vida, en los gestos y
en las palabras. El amor se construye sobre la confianza, la esperanza, la
apertura a la vida que se nos regala. El amor se educa en el corazón de María y
en el corazón de Cristo. Sus corazones abiertos nos muestran el camino, la
forma de amar y vivir. Cristo nos amó con un corazón de carne. María se hizo
Madre nuestra con su corazón inma-culado. Sus corazones permanecen entrelazados
en el cielo, igual que estuvieron atados en la tierra. Son dos corazones unidos
para la eternidad y nos regalan el espacio en el que poder crecer como niños
confiados. Aprendemos de su ternura a ser más tiernos. Porque su abrazo nos
ablanda. El corazón de Jesús y el de María, siempre unidos, nos muestran el
camino a seguir. Su ternura tiene que
ver con nuestra vida, con nuestra forma de amar y
entregarnos. El otro día un niño, en el día de su primera comunión, me decía: «Un sentimiento de Cristo es la ternura». Cuando le
pregunté qué era la ternura me dijo: «Lo
que tenía mi madre con nosotros cuando éramos bebés». A veces experimentamos poco esta ternura en nuestra
vida. ¿Hemos dejado de practicar la ternura en nuestro amor? ¿Nos hemos
llenado de formas duras, hoscas, distantes, feas, indiferentes? ¿De gritos y
desplantes, de sequedad y pocas palabras, de fríos silencios?
La enfermedad del hombre de hoy es la dureza de su
corazón. Cuando nos cansamos de sufrir nos
endurecemos. No queremos volver a mostrarnos vulnera-bles, porque la vulnerabilidad
nos hace frágiles, y si somos frágiles, sufriremos más. Desaparecen entonces nuestros
rasgos suaves, dulces, acogedores. Nos cuesta mucho abrirnos y permanecemos escondidos,
sin sostener la mirada, para no ser nuevamente heridos. Todos queremos vivir una
vida lograda, una vida plena en la que al final de nuestros días podamos
exclamar lo que decía una persona que sabe que pronto va a dejar a los suyos: «Os he querido, os quiero y
me he entregado al máximo aquí en la tierra y le pido al Señor que desde
el cielo os pueda seguir queriendo de la misma manera». Así
quisiéramos amar siempre. Con un amor eterno, con un amor que no desaparezca
con la muerte. Un amor sin límites, sin barreras. Un amor que exprese en su
ternura su verdad más auténtica. Decía el Papa
Francisco: «No debemos tener miedo a la bondad, más aún,
ni siquiera de la ternura. La ternura no es la virtud de los débiles, sino más
bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de
compasión, de verdadera apertura al otro,
de amor». La ternura se manifiesta en pequeños detalles: la
escucha atenta, el gesto amable, la demostración de interés por el otro, sin
contrapartidas. Son
detalles, miradas, silencios, y palabras. Es una
complicidad fraguada en la entrega sencilla y cotidiana, en la que sobran las
palabras, porque nos entendemos con una mirada. Sin embargo, puede ocurrir que
acabemos dando por supuesto que los demás saben que los queremos y dejamos
entonces de practicar la ternura, por miedo a ser rechazados, a resultar
ridículos. Un amor tierno es un amor cálido. Es el amor de la madre cuando
somos bebés, y debería ser parte de nuestra forma de amar cada día. Un amor que
acaricia y toca, que sana y sostiene. Un amor tierno cuida los detalles, vive
de la rutina que es el hábito que se cuida cada día, sin medir la entrega, sin
esperar lo mismo que regala. Un amor tierno se
alimenta de las sorpresas, todo lo agradece, todo lo
espera. Es un amor que abraza y levanta, perdona y contiene. Es un amor
profundo y cercano, toca el alma en lo más hondo y acaricia la superficie de su
piel. Es mirar y callar. Estar en silencio contemplando la vida. Hablar con
pocas palabras y reír sin darnos casi cuenta. Es un amor volcado en el tú, que no
se mira a sí mismo, porque se sabe amado en lo profundo y puede darse ya sin
temor.
La ternura implica, por tanto, confianza y seguridad
en uno mismo. Sólo cuando confiamos
en nosotros, cuando nos queremos bien, podemos querer bien a otros, con ternura.
El otro día leía: «Tenemos una necesidad tan fundamental y
tan esencial que, si se satisface, es casi seguro que todo lo demás se
armonizará. Cuando esa necesidad se alimenta, todo el organismo humano está
sano, y la persona es feliz. Esa necesidad es la de un verdadero y profundo amor
a uno mismo, una auténtica y gozosa auto-aceptación, una verdadera autoestima,
cuyo resultado es un sentido interior de celebración: - Es bueno ser uno mismo.
Estoy feliz de ser yo mismo»1. Sin esta
actitud interior no puede haber entrega total en el amor. Cuando nos queremos y
estamos contentos con lo que somos, podemos ser tiernos y generosos en la
expresión del amor. Podremos amar liberando y no
reteniendo. Nos daremos sin esperar nada. No buscaremos de forma enfermiza que
nos completen, que llenen nuestro pozo sin fondo, nuestro dedal roto, nuestra
vida con grietas. Un amor logrado es un amor que saca lo mejor de la persona
amada. La enaltece y admira, la sostiene y acompaña. «El amor y la amistad deben capacitar a los que amamos para dar lo mejor
de sí mismos, de acuerdo con su leal saber y entender. Lo cual significa res-petarla
con todo el cuidado y sensibilidad del mundo. Cuando te afirmo a ti, mi
afirmación se basa en tu valor incondicional como misterio único, irrepetible e
incluso sagrado de la humanidad»2. El amor
humano en todo tipo de relaciones debe ser así. Un amor de esta altura hace
madurar a los hijos y a los amigos, hace crecer y acompaña en
el camino de la santidad. Es Dios quien puede hacernos
tocar el cielo y quien puede educar nuestro corazón, nuestro mundo de afectos
desordenados. Su amor nos hace más suyos y nos da la alegría que tantas veces
nos falta. Su amor nos libera y nos enseña a amar nuestra vida, nuestra
vocación, nuestro camino. Es fundamental para darnos con libertad, sin miedo,
sin buscar nada más. Aprender a amar así es un don que no nos cansamos de suplicar.
Nos cobijamos en el corazón de Jesús y de María para aprender a vivir.
1 John
Powell, “El secreto para seguir amando”, 14
2 John
Powell. “El secreto para seguir amando”, 52
Hoy las lecturas nos hablan de la enfermedad que lleva
a la muerte y pone un límite humano a la entrega, a la vida en el amor. La enfermedad siempre nos turba y nos puede llegar a
quitar la paz y la esperanza. Elías se confronta con la muerte del hijo de la
mujer que lo acoge como le dijo Dios: «Levántate, ve a Sarepta,
que pertenece a Sidón, y quédate allí; he aquí, yo he mandado a una viuda de
allí que te sustente». Después
de alimentarlo y cuidarlo, el hijo de la viuda se enferma y muere: «En aquellos días, cayó enfermo el hijo de la señora de la casa. La enfermedad
era tan grave que se quedó sin respiración». Igualmente
la muerte del hijo de la viuda de Naím es terrible: «En
aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naím, e iban con él sus
discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad,
resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era
viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba». La
enfermedad y la muerte de un hijo es algo totalmente contrario al deseo del
corazón humano. Porque el corazón de una madre no puede comprender la pérdida
de un hijo, es antinatural, es forzado. La madre se alegra con la vida y se
turba ante la pérdida de lo más amado. Una madre está dispuesta a dar la vida
por su hijo y no
encuentra consuelo en la pérdida. Una persona
comentaba: «Cuando un hijo tiene una enfermedad
grave, te sientes más vulnerable que nunca». La
pérdida de un hijo es una herida que lacera el alma. Además en ambos casos se
trata de una madre viuda, que experimenta en su vida el dolor de la soledad y
el desamparo. La pér-dida en nuestra vida nos abre el corazón o nos lo cierra
de forma definitiva. El otro día leía: «Es
entonces cuando todos los muros se derrumban; es cuando el hombre se siente
impotente, pequeño, limitado, cuando Tú brillas con todo tu esplendor, cuando
de verdad te dejamos entrar en nuestra vida y transformarla, porque sólo los
pobres de cora-zón pueden ver a Dios. Es en los momentos de sufrimiento cuando
mejor entendemos que un Dios grande, creador, todopoderoso, haya querido pasar
por la cruz, para vivir el
misterio del dolor de los hombres y hacerse cercano. Es tu respuesta en
aquellos momen-tos de agonía la que nos ilumina para poder hacer lo mismo:
perdonar, suplicar, abando-narnos en los brazos de Dios». El dolor
nos hace vulnerables, necesitados, abiertos a la gracia, al don. Cuando no controlamos
la vida, cuando las cosas no suceden gracias a nuestro esfuerzo, comprendemos
que todo es don. Que Dios nos ha hecho pequeños y que sólo podemos caminar si
volvemos la mirada hacia Él. Cuando nos sentimos vulnerables como Cristo en la
cruz, solos y abandonados, lo contemplamos a Él. Es el dolor de la cruz el que
puede resultarnos tan difícil de soportar si no miramos a Cristo morir. Hoy lo
queremos mirar crucificado y su testimonio, su forma de amar desde la cruz, nos
marcan un camino. El sufrimien-to siempre es terrible, pero es algo que nos
hace madurar en el amor.
La cruz de la enfermedad no es algo ajeno a nuestra
vida. Forma parte de nuestro caminar, no
podemos eludirla, siempre nos alcanza y nos hiere. No pode-mos evitar la cruz, sólo
podemos aceptarla o rechazarla. Es normal que temamos y sintamos angustia
cuando los planes no resultan, cuando la cruz nos golpea. Pero estamos llamados
a vivir con la mirada puesta en Dios, a confiar en medio de la tormenta y no
dejar que la vida nos arrastre. Decía el P.
Kentenich: «Jesús sudó de angustia, incluso sudó
sangre. El hombre audaz camina por la vida y asume dificulta-des sin una
angustia especial. No peregrina por la vida con piernas temblorosas. Acata en
todas partes el plan de amor eterno. Confía en que, al final, todo saldrá bien.
No se preocupa angustiosamente, como un pagano». La
angustia y el miedo pueden ser
parte de nuestra vida. Pero confiamos, nos
abandonamos, dejamos que sea Dios
el que guíe nuestros pasos aunque nosotros quisiéramos
tener el control de nues-tra vida. Por eso, continúa el P. Kentenich: «Nos entregamos con sencillez al Dios
Padre, Él velará por nosotros. Dios permite tanta incertidumbre para que el hombre
mantenga la conciencia de la dependencia de Dios. El hombre no halla seguridad
en las cosas del mundo. Seguridad sólo hay arriba, en las manos de Dios. El
sentido de tal inseguridad es tener la seguridad del péndulo, pero en un plano
superior, en Dios»3. Es la
confianza ciega en un plan de un Dios bueno que guía nuestra vida y nos
sostiene. Él sabrá lo que quiere sacar de nosotros. Él
sabrá cómo quiere guiar nuestro camino. En medio de la cruz y la enfermedad, en
la crisis económica que nos inquieta, en las dificultades del camino que a
menudo experimentamos, nos abrazamos a Dios. No obstante, tememos. ¿A qué
tenemos miedo? ¿Qué nos hace perder la confianza? Quisiéramos vivir con
libertad. No sabemos lo que el futuro nos depara. No queremos que nos importe.
La enfermedad, el dolor, la cruz, la muerte. No sabemos. Pero queremos vivir
anclados en el corazón de Dios, sin miedo a lo imprevisible, a lo que no
conocemos.
Por eso es fundamental madurar y crecer en nuestra
forma de vivir la enfer-medad propia y la de nuestros seres queridos. Nos resulta difícil vivir la enfer-medad. Es una
limitación en nuestros planes, en la vida y sus proyectos. Aceptar la
enfermedad, y la vida derivada de la misma, es un camino largo y duro. Como
leía el otro día: «Una enfermedad no se comprende ni vive en toda su
radicalidad hasta que no se agradece»4. Pero no es tan fácil llegar a agradecer
por algo contra lo que nos rebelamos. La enfermedad nos duele y nos lleva a alejarnos
de Dios. Es el mayor peligro, no ser capaces de darle gracias a Dios por todo
lo que nos sucede. Pero, ¿es eso posible? Decía San Doroteo: «El alma, cuanto más avanza en la perfección,
tanto más fuerte y valerosa se vuelve en orden a soportar las penalidades que
puedan sobrevenir». Sólo Dios puede hacer posible esa actitud interior de
abandono y confianza frente a la enfermedad. Por otro lado, nos puede dar miedo
pensar que tal vez no seamos fieles cuando el dolor sea muy fuerte: «Que la intensidad de mi sufrimiento me tiente a no alabar a Dios y a no
dar gracias a su nombre»5. Es
nuestro miedo. Renegar de Dios. Huir de su presencia cuando sintamos que nos lo
ha quitado todo. Al mismo tiempo nos cuesta mucho aceptar la enfermedad de
aquellos a los que queremos. Nos entristece y experimentamos la impotencia.
Porque no queremos ver sufrir a los nuestros, a los que amamos, y no podemos evitarlo.
Deseamos su felicidad aunque es verdad que su sufrimiento puede llegar a sacar lo mejor de nosotros mismos. «Cuando todos los que nos ro-dean: familia, amigos, vecinos, conocidos,
dejan brillar la luz que llevan dentro para unirse de corazón a nosotros, para
sacar lo mejor de sí mismos, para unirse también unos a otros». El otro
día leía: «Dios no nos ofrece la enfermedad como
castigo, sino como camino. Comprendo por fin que la Providencia divina no es un
simple planteamiento, sino una realidad cotidiana que me aguarda en el rostro
de mis amigos. Y presencio hasta dónde puede llegar la bondad de los que me
rodean»6. Dios nos
conduce en medio
3 J. Kentenich,
“Dios presente”, 118
4 Pablo
D´Ors, “Sendino se muere”, 54
5 Pablo
D´Ors, “Sendino se muere”, 57
6 Pablo
D´Ors, “Sendino se muere”, 42
de dificultades, cruces, limitaciones, no se
desentiende de nuestro dolor, nos cuida y sostiene. ¡Qué difícil aceptar que
otros sufran! Nos conmovemos, el alma llora.
No podemos quitar el dolor de los demás, y
preferiríamos sufrir nosotros. El dolor de los otros es duro. Eso sí, puede
sacar lo mejor de nosotros y del que está en-fermo. Nos vuelve más generosos y atentos,
nos hace más cuidadosos y detallis-tas, acompañamos el dolor dando consuelo. El
amor que sufre con el que sufre se vuelca, se desgasta, acompaña y cuida.
Por otro lado, la experiencia de la enfermedad en
otros, la experiencia de los límites, nos hace más conscientes de nuestros
propios límites. El otro día leía: «En cada enfermo descubro más bien la “enfermabilidad” que caracteriza a
la condición humana y, en ella, mi propio futuro de enfermo y moribundo. Sí,
también yo caeré enfermo algún día, también me moriré. El enfermo que visito,
ante quien estoy, no es otro, soy yo»7. Contemplar la enfermedad en el enfermo nos aproxima al
dolor, nos hace más misericordiosos y más conscientes de la fragilidad de
nuestro an-dar. Aunque con frecuencia nos cueste adentrarnos en el misterio de
este dolor humano y acompañar con nuestra oración, cercanía y silencio. Dando consuelo
y esperanza. Decía la doctora Blanca
López-Ivor: «No había aprendido a llamar a la
puerta y entrar en ese misterio del sufrimiento humano». La
enfermedad de los demás, y el dolor ajeno, nos pueden conmover o asustar.
Cuando nos conmovemos no podemos pasar de largo, nos detenemos a consolar al
que sufre. El dolor de la enfermedad nos hace próximos a la cruz del enfermo.
No podemos cerrar los ojos ante tanto dolor humano, Dios nos necesita. Por eso
nos detenemos. La enferme-dad es una llamada que apela a nuestra misericordia y
nuestra alegría. Nuestro amor puede ayudar a otros a aceptar su cruz y vivirla
con esperanza. No quere-mos que la cruz nos quite la esperanza. Quisiéramos
vivirla con paz aunque nos asuste sufrir. Nos aterra perder la salud y la
propia vida o la de aquellos a los que amamos. Nos falta fe para ver el rostro
de Cristo en medio del dolor. Necesitamos un lugar seguro sobre el que
construir, el corazón de Jesús. Necesitamos que
aumente nuestra fe: «Tener
fe consiste en salir de la vorágine, con la intención de encontrar un fundamento
firme sobre el que construir la casa de nuestra vida sin que ésta se venga
abajo. La fe no es una fuerza mágica. En la fe me pongo más bien en las manos
de Dios. No confío en que él satisfaga mis deseos infantiles, sino más bien en
que me agracie con lo que me permite vivir de verdad»8. Es la fe que necesita el corazón para enfrentar la
vida con sus cruces. En las pérdidas y en la soledad caminamos seguros
cogidos de su mano.
Me conmueve pensar que Dios usa nuestras heridas para
dar vida a otros. San
Marcelino Champagnat, fundador de los Hermanos maristas de la enseñanza, tuvo
una experiencia dolorosa en la escuela siendo niño. Vio la injusticia y la impa-ciencia
en el trato de un profesor. Esa experiencia traumática, esa herida, marcará su
historia. Dios utilizó su carencia y lo convirtió en maestro y educador. El
mismo P. Kentenich no tuvo padre, porque
él nunca lo reconoció. No tuvo una experien-cia familiar normal y tuvo que
vivir en un orfanato desde los nueve años. Esa ca-rencia, esa herida en el
alma, marcará su vida. Dios hizo que aquel que no tuvo
7 Pablo
D´Ors, “Sendino se muere”, 20
8 Anselm
Grün, “Perlas de sabiduría”, 91
familia viera como misión personal ayudar a fundar una
nueva familia en torno al Santuario. Así lo hace Dios muchas veces. Nosotros
nos empeñamos en querer vivir sin heridas. Tapamos nuestra muerte. Ocultamos
nuestra cruz que nos avergüenza. Queremos aparecer ante el mundo como
impecables, sin mancha. Por eso a veces queremos no experimentar nunca la
carencia, la pérdida o la ausencia. Es ese deseo profundo que todos tenemos de
no sufrir nunca. Como si nuestra perfección, nuestra vida completa y lograda,
fuera el camino utilizado por Dios para dar vida. No es así. Dios se sirve de
nuestra imperfección, de nuestra vida incompleta, de nuestras heridas pasadas y
presentes. Lo hace para dar vida en ellas, a través de ellas. Es en nuestra
debilidad, en nuestra herida, donde Él actúa y se hace fecundo. Cuando tocamos
el barro, cuando experimentamos el dolor y los límites, es cuando dejamos que
Cristo nos rescate y salve. Entonces nos devuelve la vida. Cuando nos
abrimos a Dios, cuando salimos de nues-tros muros que nos aíslan de la
realidad, Él vence la muerte en nuestro cora-zón. ¿Cuáles son esas grietas del
alma por la que Dios se derrama a través de nosotros en el mundo?
Hoy presenciamos dos milagros, dos resurrecciones, que
nos hablan de la vida verdadera a la que estamos llamados: «Entonces la mujer dijo a Elías: - ¿Qué tienes tú que ver conmigo? ¿Has
venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo?
Elías respondió: - Dame a tu hijo. Y, tomándolo de su regazo, lo subió a la
habitación donde él dormía y lo acostó en su cama. Luego invocó al Señor: -
Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar,
haciendo morir a su hijo? Después se echó tres veces sobre el niño, invocando
al Señor: - Señor, Dios mío, que vuelva al niño la respiración. El Señor
escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración y revivió. Elías
tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su
madre, diciendo: - Mira, tu hijo está vivo. Entonces la mujer dijo a
Elías: - Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor
en tu boca es verdad». Rey 17,17-24. Y Jesús cura al hijo de la viuda de Naím: «Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: - No llores. Se
acercó al ataúd, lo toco (los que lo llevaban se pararon) y dijo:- ¡Muchacho, a
ti te lo digo, levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se
lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: - Un
gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. La noticia
del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera». Lc 7, 11-17. Elías se compadece
e intercede con su oración. Jesús tiene lástima de la mujer y cura a su hijo,
le devuelve la vida. Me impresiona pensar que hoy Jesús se conmueve ante el
abandono, ante la pobreza de una mujer que lo ha perdido todo. La ve desvalida
y se detiene. Nosotros tantas veces preferimos seguir nuestro camino. Sin
embargo, Él no sigue de largo, no se
queda quieto aunque nadie le haya pedido lo imposible.
Se acerca, llora en su co-razón y devuelve la vida, sabiendo que se trataba
sólo de un milagro temporal, porque pronto ese niño, con el paso de los años,
moriría definitivamente. ¿Qué produjo ese milagro en los que lo vieron?
¿Provocó un cambio profundo en esa viuda? Nunca lo sabremos. No es la fe de la
mujer la que provoca el milagro. No obstante, seguro que la vida de esa mujer
fue fecunda y la de su hijo también. Cristo siempre se conmueve al vernos
desvalidos, al ver nuestro dolor. Se detiene y sufre abrazándonos,
acariciándonos en silencio, escuchando nuestro llanto, sos-teniendo nuestros
pasos. Pero necesita vernos desvalidos, que nos sintamos vulnerables, para
poder actuar. Miramos conmovidos nuestra vida, y la de tantos
que sufren a nuestro alrededor. Nos gustaría sanar
todas las heridas, colmar todos los vacíos, completar todo lo incompleto. Pero
no nos toca a nosotros hacer su la-bor y enmendar su camino. Dios sabe cómo
utilizar nuestra vida para sanar mu-chos corazones. Queremos confiar en su
poder, en su cuidado, en su vida, en los milagros. ¿Descansamos verdaderamente
en Dios y esperamos que Él no nos abandone en el dolor?
Queremos mirar a María este domingo. Ella nos abre el corazón para que en nosotros pueda
nacer Cristo. Como la madre de Naím María llora con nuestro dolor y nos abraza con
ternura. Cristo se conmueve con el dolor de esa viuda que llora: «No llores». María representa a todas las madres, a todos los
hombres que lloran y sufren. María llora y se conmueve. Nos abre su corazón en
lo más profun-do. A veces nos olvidamos de su amor y nos quedamos mudos en
nuestro cora-zón herido. Pero Ella siempre nos ama sin miedo, en silencio, a
nuestro lado. Nos busca y espera. Nos acompaña y sostiene. Necesitamos abrir los
oídos. Aprender a escuchar la voz de Dios entre tantas voces que nos confunden.
Necesitamos su abrazo de Madre que nos da paz y alegría. Un abrazo que nos dé
fuerzas para avanzar sin miedo, para creer contra toda esperanza. Incluso
cuando sostenga-mos la muerte en nuestros brazos, como Ella hizo al pie de la
cruz. Le pedimos que nos enseñe a mirar confiados la vida en la muerte, la
esperanza en la oscuridad, la luz en la noche.
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