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domingo, 29 de mayo de 2011

VI Domingo Pascua

29 Mayo 2011
VI Domingo Pascua
Hechos de los apóstoles 8, 5-8. 14-17; 1 Pedro 3, 15-18; Juan 14, 15-21

"El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama"

PADRE CARLOS PADILLA ESTEBAN

"Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos
para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere"


Hace unos días leía algo que sucede continuamente en nuestra vida casi sin darnos cuenta: "La vida es como un eco. Si proferimos palabras de dolor, de angustia, recibiremos lo mismo, y si nos enfadamos y proferimos insultos recibiremos insultos, y eso nos hará enfurecer y aumentará la espiral de agravios y de ira, de dolor y de angustia"1.



Vamos sembrando paz o empezando guerras y creemos que la culpa está en los demás, en los que nos rodean, en la realidad hostil en la que vivimos. O, sencillamente, no vemos el mal causado, creemos que todos están felices con nuestro proceder.
Estamos ciegos y, sin saberlo, el eco sigue estando ahí.
El bien despierta el bien y el mal engendra el mal a nuestro alrededor. Cuando sembramos odio recogemos desprecio y cuando sembramos amor recogemos vida.
El eco, siempre el eco de nuestra vida.
Y no le damos importancia a nuestros actos.
Y creemos que lo que hacemos no es tan definitivo.
No tomamos en serio las consecuencias.
Hacer lo que Dios quiere o no, amar o no amar, buscar el bien o dormir.
Y luego nos sorprendemos y la vida nos muestra el efecto de todo lo que hemos hecho. Se graba en el alma, en la nuestra y en el alma de muchos.
Los actos tienen su eco.


El amor engendra vida a nuestro alrededor.
Las palabras que dijimos, los gestos a veces insignificantes, los sueños que surgieron sin darnos cuenta.
Todo queda escrito para la eternidad.
Todo despierta vida o destrucción.
A veces, lo que construimos con una mano lo podemos destruir con la otra, casi sin darnos cuenta.
Sucede cuando esperamos siempre que reconozcan nuestra entrega y no estamos contentos con la vida; sólo vemos las sombras y los "peros". Nuestro inconformismo puede ser destructivo, en lugar de construir esperanza.
Nada es indiferente.
Nuestras miradas dejan heridas, tienen eco en el alma.
Nuestro amor está llamado a despertar ecos que cambien la realidad.



Estos días hemos visto cómo se han movilizado decenas de miles de personas en distintas ciudades de España y ahora de Europa.



Esta reacción en las calles da qué pensar y nos lleva a plantearnos qué ocurre a nuestro alrededor.
Hay mucha desesperanza, hay dolor y angustia en muchos corazones por la crisis que nos toca vivir, mucha gente no encuentra sentido a la vida.
Es real el deseo de los jóvenes de renovar la sociedad en la que vivimos.
Hay idealismo y radicalidad, aunque también habrá muchos que se aprovechan de algo así.
El deseo de cambiar la sociedad y la realidad que no nos gusta es el deseo más auténtico y noble del corazón humano.
Nadie quiere conformarse con la mentira, con la injusticia, con la falta de autenticidad.



Sin pretender profundizar en las consecuencias de lo ocurrido estos días es importante meditar sobre la vida.
Se han movilizado miles de personas en las calles.
Con educación y respeto, de forma pacífica han manifestado su descontento y "es fácil compartir la inquietud por construir entre todos un mundo mejor, siempre por vías pacíficas y respetuosas con todos".
Todo esto nos cuestiona en nuestra actitud ante la vida y nos hace renacer en el deseo de construir un mundo mejor y más justo para todos.
Un mundo solidario y pacífico.



Pero un mundo donde esté Dios presente y no ausente como ahora vemos. Es necesario recordarle al mundo que el Verbo se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros.
Que nos invita a una vida comunión con él, y que su amor es el único capaz de transformar el corazón humano en una fuente de Paz.
El deseo de construir un mundo nuevo sin Dios es efímero.
Dios sí que renueva el corazón del hombre y logra transformar la realidad.
Es ese Dios que sacia el deseo de plenitud y nos confronta con nuestra verdadera identidad.
Sin Dios nos deshumanizamos y vivimos la división.
Con Dios surge la unidad y la paz verdadera.



Hace unos días una persona me comentaba cómo Dios había vencido en su corazón y en la oscuridad que antes tenía: "La Vida ha vencido a la muerte, la losa de Lázaro se ha abierto, la piedra del sepulcro se ha corrido y mi pobre corazón cree tocar la Resurrección".



Es la experiencia de tocar al Resucitado, el eco de Dios que todo lo transforma, cuando creemos que estamos muertos.
Por eso la Iglesia nos regala cincuenta días para vivir intensamente la Pascua, la Resurrección en nuestra vida, la vida después de la muerte.
No es sólo un recordatorio, no se trata de hacer memoria.



El Vía Lucis reemplaza al Vía Crucis en nuestro corazón.
Nuestra vida quiere ser tocada por la mano herida del resucitado.
Es el misterio de la Pascua, del paso de Dios por nuestra historia personal. Todos tenemos heridas y en todos reinan, en algún recóndito lugar del alma, oscuridad y sombras. Pero ahora quiere vencer la luz, quiere tener peso la vida y no la soledad de la muerte.



En la noche del alma, allí donde no llega la luz, es necesario esperar un toque de vida, una irrupción de gracias que lo cambie todo.
La Pascua es el tiempo para suplicar, como rezaba hace poco una persona a Cristo: "Pidiéndote el agua que necesita mi corazón para calmar esa sed tan intensa. Y me has dado de esa agua y me siento desbordada, como si no la asimilara. Tengo la ilusión de que empieces a construir un corazón nuevo, que ame de forma radical a mi Señor. Hoy te pido que sigas tu obra en mí y me regales el don de dejarme hacer por Ti".



Es el sentido de este tiempo pascual: dejarnos hacer de nuevo por Dios. Cuando vemos nuestra vida rota y nuestra historia llena de sombras, suplicamos, de rodillas, la Pascua en nuestra vida.
Es la Salvación anhelada, la transformación que nos convierte en hombre nuevos, redimidos, tocados por Dios.
Es la gracia que tantas veces no pedimos, porque creemos que cambiar es imposible y dudamos del poder de Dios.
Hemos atado las manos de Dios, hemos sellado sus labios para que no nos hable.
Nos hemos tapado los oídos para no escuchar, porque nos da miedo.
Nos asusta la cruz y el dolor.
Sentimos que Dios es un Dios impotente ante nuestra miseria, no puede hacer nada.
Lo que no alcanzamos, pensamos que Él tampoco podrá lograrlo.
Pero no es cierto.



La última palabra es siempre la vida, no la muerte. Cristo vence la muerte y nos muestra la luz.
Escuchar la historia de los primeros apóstoles nos llena de esperanza porque ellos también, como nosotros, eran hombres frágiles, pero vivían en el Espíritu y sabían que su vida estaba hecha para la eternidad: "En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría. Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo". Hch 8, 5-8. 14-17.


Los apóstoles llenaban de alegría la ciudad y por ellos llegaba el Espíritu a muchos corazones.
Imponían las manos y llegaba la vida a través de sus manos torpes; a través de ellos Dios obraba.
Pensamos que tenemos que hacerlo todo bien para que Dios pueda actuar por nosotros y hacer milagros.
Nos olvidamos de algo importante:
Él sólo nos utiliza para hacer llegar su gracia a muchos corazones.



Él regala la paz que no tenemos y hace los milagros que nosotros no logramos con nuestras fuerzas.
En nosotros está la respuesta.
De nosotros depende: ¿qué quiere Dios que hagamos?
San Gregorio Magno le decía a San Agustín de Canterbury cuando éste lograba grandes milagros de conversión por medio de su amor: "Sé bien que el Dios todopoderoso, por tu amor, ha realizado grandes milagros entre esta gente que ha querido hacerse suya. Por ello, es preciso que este don del cielo sea para ti al mismo tiempo causa de gozo en el temor y de temor en el gozo. De gozo, ciertamente, pues ves cómo el alma de los ingleses es atraída a la gracia interior por obra de los milagros exteriores; de temor, también, para que tu debilidad no caiga en el orgullo al ver los milagros que se producen, y no vaya a suceder que, mientras se te rinde un honor externo, la vanagloria te pierda en tu interior".



El Espíritu sopla donde quiere y como quiere y va mostrando el camino.
La humildad nos hace más capaces de dejarnos hacer por Dios, de ser más dóciles a su querer sin caer en el orgullo.



Arrodillados somos conscientes de nuestra pequeñez y admiramos su poder en nosotros.
Las palabras de hoy de Jesús son claras y directas y nos llevan a cuestionarnos nuestra forma de amar y seguir a Cristo:
"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él".
Si lo amamos con todo el corazón, será más fácil amar lo que Él nos pide. Pero si le decimos que sí con los labios y luego vivimos de otra forma, no estaremos siendo fieles a su llamada al amor, a dar la vida, a seguirle con todas las consecuencias.



El amor a Cristo lleva consigo el amor a lo que nos pide.
Sus preceptos se convierten entonces en camino de vida y dan respuesta a los anhelos que viven en el alma.
Muchas veces vemos en sus preceptos barreras que no nos dejan crecer. Vemos prohibiciones y muros que se interponen entre nosotros y la felicidad verdadera.
El amor a Cristo trae como consecuencia que amemos lo que pide y sus preceptos sean dulces.



Cuando lo amamos nos resultan fáciles de cumplir todos sus deseos. Sin embargo, si nos cerramos en nuestro egoísmo, si no salimos de nuestros deseos egocéntricos, la vida se complica.
Leía el otro día: "Nuestra realización descansa en la muerte de nuestros propios planes de realización. Descansa en la crucifixión de todos nuestros modos egocéntricos de vivir prescindiendo de una entrega completa a Dios"2.
Cuando nuestro amor se centra en la autosatisfacción, en la realización de nuestros deseos mezquinos, nos cerramos a su gracia.
Súbitamente Dios se manifiesta y nos muestra que sus deseos son el camino más rápido al cielo.



Aunque el alma se rompa, aunque la frustración nos domine.
La segunda lectura nos habla de ese amor al que estamos llamados: "Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida". 1 Pedro 3, 15-18.



La vida del resucitado nos da nueva vida y nos enseña a vivir de forma diferente, con un corazón nuevo.
Nuestra vida, nuestra actitud, nuestra forma de entregarnos es la señal de la presencia viva de Cristo en nosotros. Cuando no es así, cuando está lejos, no funciona.
Decía Felipe Neri, a quien Dios en un encuentro místico lo llenó con su fuego y agrandó su corazón capacitándolo para el amor: "Quien busca otra cosa que no sea a Jesús no sabe lo que busca; quien quiere otra cosa que no sea a Jesús, no sabe lo que quiere".



Así queremos vivir, con una sola idea, vivir con Jesús, vivir para Jesús. Tantas veces nos apegamos a cosas, a personas, a sueños o a planes. Vivimos dependiendo del exterior para ser felices.
Queremos que las expectativas queden satisfechas y cuando nos frustramos nos hundimos en el desaliento.
¡Cuántas cosas buscamos en las que no está Cristo!
¡Cuántos planes deseamos sin contar con Él!
La santidad pasa por aprender a amar bien en nuestra vida, aprender a dejarnos la vida a jirones y saber que el amor implica sufrimiento.
Utilizamos mucho la palabra amor.
Hablamos de enamoramiento y de amor hasta dar la vida.
Sin embargo, ese ideal soñado muchas veces no es verdadero amor.



El verdadero amor es un amor más grande que aquel que podemos dar.
Es un amor que nos hace amar de una forma nueva, con todo nuestro ser.
Un amor que se entrega en fidelidad con el alma rota, hasta perderlo todo en la ofrenda.
Así tendría que ser nuestro amor a las personas, y, en definitiva, así debería ser nuestro amor a Dios. Porque cuando amamos a Cristo nos hacemos más conscientes de quiénes somos y de cómo tiene que ser nuestro amor.
Lo sabemos: "Dios no quiere aniquilar nuestra singularidad cuando seguimos a Cristo. Más bien, el seguimiento de Cristo nos conduce a nuestra más auténtica identidad"3.
En Dios nos descubrimos tal y como somos, no perdemos nuestra originalidad.



En nuestra miseria y en nuestra grandeza somos hijos de Dios y ése es nuestro mayor tesoro.
La miseria de nuestra vida nos asusta y evitamos besarla.
La grandeza que logran nuestras manos no acabamos de creerla. Porque no acabamos de ver la bondad en lo que hacemos, la pureza de nuestras intenciones y por eso nos sentimos culpables por no ser inmaculados.
Pero nuestra identidad es pobreza y grandeza.
Somos barro y cielo.



Aceptarnos como somos, con defectos y límites, con nuestros dones y belleza, es el paso para aprender a amar de verdad.
Amar a Cristo y amar sus preceptos, amar la vida y amar sus planes, amar a los hombres que Dios nos regala. ¡Cuánto cuesta amar bien, sin caer en el egoísmo!
Amamos queriendo retener, amamos queriendo hacer al otro a nuestra imagen, amamos queriendo cambiar a los demás.
Amamos la bondad y rechazamos los defectos.
Amamos egoístamente, para que nos quieran, para que nos hagan felices, para que nos correspondan.
Amamos sin darnos del todo, dando sólo algo de nosotros, de nuestro tiempo, de nuestra vida.
Amamos y no nos sentimos amados y sufrimos ante la escasez del amor. Amamos para recibir, esperándolo todo.
Amamos, pero no somos capaces de darnos, aunque lo sabemos: "Mientras más cosas damos, más cosas somos capaces de dar".



Amar dando la vida nos capacita para amar siempre más, para no dejar de dar, para desgastarnos por amor.
Nuestro amor no es puro con frecuencia, porque nos buscamos, porque nos apegamos de forma excesiva.
Y como leía hace poco: "El sentimiento de posesión hacia la persona amada puede alzar barreras entre los dos y hacernos perder lo mejor de la relación"4.
Cuando queremos poseer y esclavizar estamos apagando el amor.
Estamos llamados a reflejar un amor más grande que libera y engrandece; es el amor que Cristo revela en nuestro rostro cuando se hace carne en nuestra vida.


La Madre Teresa le decía a los sacerdotes: "Ustedes tienen que estar en el mundo y sin embargo no ser del mundo. La luz que dan debe ser tan pura, el amor con el que aman debe ser tan ardiente, la fe con la que creen debe ser tan convincente, para que, al verles a ustedes, realmente vean sólo a Jesús" 5.
De esa misma manera tenemos que aprender a amar y a darnos todos. Con ese amor que es de Dios, con ese amor que nos eleva por encima de nuestras fuerzas y nos dignifica.
Un amor que lleve a Dios, que ate a Dios y que sólo en Él encuentre la fuente verdadera.



El P. Kentenich hablaba de dos pilares fundamentales en la vida y en las relaciones: el amor y el respeto.
Él mencionaba que esos dos pilares debían estar clavados en lo hondo del alma en todo momento:
"Donde estos dos pilares están presentes en lo posible tanto de un lado como del otro, logran cosas imposibles. Toda educación presupone siempre este doble sentimiento: respeto y amor" 6.
Y añadía:
"Sabemos que no hay amor sin respeto ni respeto sin amor" 7.
El amor educa, lanza hacia lo alto y hace soñar a la persona amada.
Educar y guiar sin amor hoy no es posible, pero, ¡qué importante es cuidar el respeto!



El respeto no es egoísta, nos hace conscientes de los límites y nos enseña a cuidar lo verdaderamente importante.
El respeto acepta los límites de la persona amada, su pobreza y su miseria.
El respeto cree en la grandeza del otro y respeta el camino que Dios tiene pensado para su vida.
Así deberíamos amar siempre, con esa libertad que nos hace grandes, con esa nobleza que dignifica y construye, con ese respeto que hace más grande que nosotros a aquel al que amamos.



Es necesario para ello ser capaces de poner el corazón como prenda.
Es el riesgo del amor que se entrega sin reservas, sin esperar nada.
Es el gran valor del respeto que edifica al otro desde el amor más grande que pone Dios en nosotros.
Dios nos respeta y nos enseña a respetar amando con todo el alma.
Para amar y vivir de una forma nueva es necesario dar un paso más y pedir al Espíritu Santo que transforme el corazón.
Nos dice hoy Cristo:



"Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros". Juan 14, 15-21.


El mundo de hoy no conoce esta presencia viva del Espíritu.
Es el gran desconocido.
El hombre ha cerrado el corazón y vive pendiente de sus egoísmos, apegado al mundo.
El hombre se seca y no crece.
Se ahoga en su vida pequeña queriendo controlarlo todo.
Imploramos la venida del Espíritu Santo en este camino hacia Pentecostés para que su presencia nos ensanche el corazón.
Necesitamos la vida del Espíritu para poder repetir las palabras del Salmo cada mañana: "Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo".
En el Espíritu somos hombres nuevos y en Él recibimos la vida que no tenemos en nuestro interior.
Abrimos el corazón para implorar su venida.

Hoy contemplamos, en este final del mes de María, a nuestra Madre y Reina.
La vemos de rodillas ante el Ángel que le anuncia el misterio que guarde en su alma.

La vemos sobrecogida y pequeña, grande y humilde.
La vemos pobre y niña acogiendo en su seno el sí de Dios.
No deja de sorprendernos su amor tan grande de niña que se sabe amada.
Su amor que confía y obedece.
Ama a Dios y ama sus preceptos, porque ha experimentado la gracia del amor de Dios en su alma.
Acoge su voluntad con una confianza ciega.
No pregunta, no duda.
No se obsesiona con sus miedos.
Acepta y camina.
Sonríe y pronuncia el sí con el corazón lleno de esperanza.
Su mirada de Niña nos enamora.
Sus ojos llenos de pudor.
La pureza de su alma enamorada.
Miramos a María arrodillada y el corazón desea arrodillarse junto a Ella. Queremos mirar a Dios con sus ojos y creer con su corazón abierto y fiel. Necesitamos su mirada y sus manos vacías.
Nos sabemos pequeños y heridos.
Lejos de esa mirada inocente.
Nos asusta ser rechazados, porque no nos sentimos dignos.
Hoy María nos quiere regalar un corazón como el suyo, capaz de amar sin reservas, capaz de darse sin ataduras.
Un amor limpio y grande.
Un amor que supere el nuestro tan miserable.
Un amor capaz de acoger la vida y dispuesto siempre a entregar la vida sin querer retenerla, sin querer poseer lo que ha recibido como un don.
La miramos en este camino de luz que recorremos en la Pascua.



De su mano, porque Ella es Madre de la Luz y de la vida, avanzamos hacia Cristo.
La miramos a Ella para aprender a caminar.
Y decimos nuestro "Fiat" con el corazón pobre, con la mirada no tan limpia, con esa mezcla de deseos confusos, con los planes que nos frustran.
Con el egoísmo que quiere retenerlo todo.
Con la angustia del corazón roto.
Con el miedo a la separación y a perder lo que más llena el alma.



La miramos y le pedimos que reine Ella en nuestro amor.
Que venza nuestro egoísmo y nos dé su luz.

1 Raúl de la Rosa, "El ermitaño que veía películas de Hollywood", 200
2 David G. Benner, "El don de ser tú mismo", 122
3 David G. Benner, "El don de ser tú mismo", 120
4 Raúl de la Rosa, "El ermitaño que veía películas de Hollywood", 142
5 Madre Teresa, "Ven, sé mi luz", 284
6 J. Kentenich, "Textos pedagógicos", H. King, 241
7 J. Kentenich, "Textos pedagógicos", H. King, 242

(AGRADECEMOS A LA SRTA DELIA NAVARRO CASTEX EL ENVÍO DE LA HOMILÍA DEL PADRE CARLOS PADILLA ESTEBAN)

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