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domingo, 22 de mayo de 2011

V Domingo de Pascua Camino, Verdad y Vida

V Domingo de Pascua
Hechos de los apóstoles 6, 1-7; 1 san Pedro 2, 4-9; Juan 14, 1-12

« Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie va al Padre, sino por mí »

HOMILIA DEL PADRE CARLOS PADILLA ESTEBAN

«Un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa»
Una historia cuenta que un día Dios le dijo a un hombre que estaba orando: «Empuja esta piedra». El hombre se puso manos a la obra, pero nunca lograba mover la piedra pese a su esfuerzo. El demonio lo tentó y le dijo: « ¿No te das cuenta de que tu trabajo es inútil? ¿Cuánto llevas empujando esta piedra, y no la has movido ni un milímetro?» Y el hombre empezó a desanimarse y a dudar: « ¿Qué estoy haciendo mal? ¿En qué he fallado? ¿Por qué no puedo mover la piedra ni un milímetro?» Entonces Dios se le apareció nuevamente, y, con una voz tranquilizadora, le dijo: «Recuerda que te pedí que empujaras la piedra. Pero nunca mencioné que deberías moverla, ¿no es verdad? Y ahora mírate a ti mismo: cuando comenzaste eras débil, pero ahora tus brazos son fuertes, tu espalda está firme, y tus manos tienen callos por tanto esfuerzo. Ahora has aprendido lo que es la obediencia, el aguante y la fe. Ahora estás listo para otra misión, así es que ahora yo moveré la piedra».
Así es en nuestra vida.
Nos afanamos y esforzamos y no logramos ver los frutos deseados. Entonces nos desanimamos. Nos vemos empujando piedras que no se mueven, relaciones que no cambian, pecados que no desaparecen, anhelos que no se cumplen.
Nos sentimos agotados y sin el fruto deseado.
Pensamos que en algo nos habremos equivocado y dudamos del camino seguido. Lo importante es hacer lo que Dios nos pide, empujar donde Él nos quiere, y no el fruto.
Hay que fortalecer la fe.
Si obedecemos a Dios y seguimos sus pasos donde Él nos lo pide, a cambio, nos encontraremos más fuertes, más preparados, más maduros y más santos para emprender cualquier otro camino.
En la cruz, en el dolor y en el esfuerzo sin premio Dios nos da una ocasión para crecer. Sólo quiere nuestra fidelidad ciega y nuestra perseverancia valiente, así nos fortalece.
Por eso es necesario que no nos cuestionemos siempre si vamos por el camino correcto o nos estamos equivocando
Es cierto que nos da miedo equivocarnos y tener que desandar el camino.
Tal vez las piedras que empujamos nos parezcan paredes rocosas, demasiado altas y pesadas. Y nosotros nos agotamos pensando y sintiendo que no damos todo lo que podíamos dar y no logramos el éxito.
Sólo Dios sabe el sentido de nuestra vida.
Pero algo está claro: somos elegidos por Dios, somos la piedra sobre la que la Iglesia se construye:
«Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado. Dice la Escritura: -Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado. Para vosotros, los creyentes, es de gran precio, pero para los incrédulos es la piedra que desecharon los constructores: ésta se ha convertido en piedra angular, en piedra de tropezar y en roca de estrellarse. Y ellos tropiezan al no creer en la palabra: ése es su destino. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa». 1 san Pedro 2, 4-9.
Somos piedras escogidas por Dios, somos amados de Dios, porque Él ha pensado algo grande para nuestra vida. Somos parte esencial de esa ciudad de Dios que está construyendo y necesita nuestra vida y nuestro sí. No somos piedras de las que pueda prescindir, nos necesita.
Somos las piedras que Dios va poniendo en la construcción de su gran catedral. Nosotros sólo obedecemos y nuestro trabajo y esfuerzo es para Dios. Somos consagrados de Dios, su propiedad más preciosa, su sueño y su deseo más grande.
Si asumimos la condición de hijos, si volvemos a tomar conciencia de esta elección, miraremos las cosas de forma diferente y perderemos el miedo a la vida y a sus amenazas.
Pero lo cierto es que vivimos un tiempo revuelto.
Tantas personas viven hoy con miedo, inseguras, con angustia y ansiedad pensando en el futuro. La vida se convierte en una losa pesada y el mar del día a día está embravecido.
Hace poco hemos rezado por dos personas que se han quitado la vida, dos personas jóvenes que no se han visto con fuerzas para seguir viviendo. Hemos rezado por ellas y sus familias en este momento de dolor.
¡Cuánta gente no le encuentra hoy sentido a sus vidas!
La tristeza se convierte en compañera de viaje.
La falta de esperanza parece turbar la paz de muchos corazones.
Decía el P. Kentenich que Dios Padre «no se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por la tempestad, ni se limita a contemplar tranquilamente las aguas rugientes, en las que miles de personas están expuestas a las olas, luchando, desamparadas, por no perecer. Sino que él mismo se arroja al agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar»1.
Ésta es la esperanza que nos mueve.
Es la realidad que debería marcar nuestras vidas, la experiencia de un Dios cercano que no nos olvida y no se desentiende de nosotros.
Sin embargo, existe el peligro es que no lleguen a darse experiencias profundas de fe que permitan luchar en la vida.
La religión puede quedar reducida a un montón de normas y preceptos morales, a un tiempo reservado cada fin de semana para Dios, pero nada más.
Puede faltar la relación personal con Dios.
Se queda todo en la cabeza y no llega al corazón.
Hablamos mucho del ideal y mostramos a Cristo como el camino, la verdad y la vida.
Pero ese encuentro personal con el Señor puede que no haya tenido lugar.

Felipe había estado con Jesús y aún así pregunta: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Y Jesús le responde: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre». Juan 14, 1-12. Jesús se sorprende de las dudas de Felipe; lo ha compartido todo con él. No entiende que su mirada no haya visto más allá de las apariencias de la carne.
Lo que le pasa a Felipe nos pasa con frecuencia a nosotros.
No vemos a Dios en los demás, en lo que nos ocurre y pasamos de puntillas por los acontecimientos de cada día, sin profundizar, sin echar raíces.
No creemos que haremos nosotros las obras de Cristo y aún mayores.
Nos quedamos en la superficie, vemos caparazones y no penetramos en lo más profundo del alma.
No somos capaces de captar la vida y entender que Dios nos habla en las personas y en los acontecimientos.
No descubrimos al Padre Dios pendiente de nosotros en todo lo que nos ocurre. Hoy Jesús nos mirará como a Felipe, con algo de pena: « ¡Tanto tiempo conmigo y no me conoces!»
Es así. Muchas veces escuchamos las cosas, leemos y aprendemos, pero no acabamos de entender, no toca el corazón.
Hace poco me decía una persona: «Es raro caer en la cuenta de algo cuando soy perfectamente consciente de haberlo oído antes muchas veces, y me he resistido y argumentado diciendo, sí, sí, si eso lo entiendo pero mi caso es otro; y al final, mi caso no es distinto de muchos, es que yo estaba un poco más lejos, o más sorda. Tenía la sensación de que nadie me entendía, y ahora veo que, en gran medida, soy yo la que no entendía».
Lo mismo que Felipe, que tampoco entendía.
O es que tal vez no había llegado su momento.
Porque cada uno tiene sus tiempos y Dios tiene paciencia con nosotros.
Hay cosas que oímos muchas veces hasta que llega un día en que entendemos. Dios espera, aguarda y sabe que el momento llegará.
Cuando nosotros menos lo esperemos las cosas cobrarán sentido.
Queremos que todo ocurra ya, no tenemos paciencia, queremos entenderlo y saberlo todo.
Queremos que la vida sea como nuestros sueños y no aceptamos que nuestros sueños no sean la realidad.
Hay tantas cosas que no comprendemos que nos parece imposible caminar.
Nos falta fe.
No creemos en un Dios personal que camina a nuestro lado.
En un Dios que nos ama con locura y está dispuesto a morir para darnos la vida.
En un Dios enamorado que se tira al mar para rescatarnos de las olas.
No creemos en ese amor personal por nosotros porque sentimos que no lo merecemos.
Y esa falta de amor por nuestra propia vida nos hunde.

Hoy queremos mirar a ese Dios que tiene una morada reservada para nosotros en su corazón: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Es el amor de Dios por nosotros, ese amor que quiere tenernos en su corazón para siempre, para toda la eternidad.
Decía San Juan Crisóstomo: «La fe que tenéis en mí y en mi Padre que me engendró, es más potente que todos los acontecimientos que sobrevengan. Ningún trabajo puede nada contra ella. De esta suerte manifiesta el poder de la divinidad, que ponía en evidencia los pensamientos que estaban latentes en sus almas, diciendo: -No se turbe vuestro corazón».
No creemos merecer el amor de Dios porque no nos aceptamos en nuestra debilidad, en nuestras caídas e infidelidades: «Si permito que Dios me acepte tal y como soy, ello me ayuda a mí mismo a aceptarme del mismo modo»2.
Es así, Dios nos quiere en nuestro pecado.
Claro que no quiere el pecado, pero ama nuestra debilidad, la que nos hace hijos dependientes.
A nosotros nos da miedo lo que está oculto en nuestro corazón.
Ante al abismo de la profundidad el alma flaqueamos.
No somos perfectos, y esa constatación nos sobrecoge.
Hace poco me decían: «Infidelidad es igual a infelicidad. ¿Cómo no iba a estar amargada? Y, en mi interior, se fue fraguando que Dios me quería perfecta, cumplidora y, si no lo era, Dios no me quería tanto, era mala, sencillamente».
Ese sentimiento puede adueñarse del alma.
¿Nos habremos equivocado?
El camino parecía el correcto y, sin embargo, no hay paz.
Tememos la infidelidad y vemos que no cumplir es fallarle a un Dios que ha puesto en nosotros su confianza.
Si somos infieles a su camino, si desandamos el camino cuando creemos que nos hemos equivocados, nos sentimos traicionando a Dios y renunciando a su cariño, a su amor personal para siempre.
Los sentimientos contradictorios nos turban.
Las normas y las prohibiciones sólo nos dan seguridad; son tablas firmes en medio de la tormenta, porque si cumplimos con lo mandado todo funciona.
Si cumplimos en todo vamos bien, si fallamos quedamos fuera.
Nos da mucho miedo equivocarnos y fallar, porque la vida es corta y no creemos en un amor incondicional. Pero es necesario entender que podemos equivocarnos y que, al mismo tiempo, tenemos que hacer lo que Él nos pide.
No acabamos de entender la palabra misericordia porque nosotros no tenemos misericordia con nuestros propios errores.
El salmo de hoy nos recuerda el sentido más profundo del amor de Dios: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. Dad gracias al Señor con la cítara. Su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre». Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19

Nosotros esperamos la mirada misericordiosa de Dios porque sabemos que sólo un Dios misericordioso puede salvarnos.
Deseamos que nos mire de una manera nueva, que nos haga sentirnos hijos especiales, únicos y amados por él.
Queremos una mirada que nos rescate de nuestra falta de esperanza y nos asegure una morada junto a Él.
Una mirada que nos dignifique y haga libres de los miedos.
Una mirada que nos devuelva la condición de hijos amados, dóciles a su querer. Una mirada que nos saque de la fragilidad de nuestra vida.
Queremos nacer de nuevo en el seno de un Padre que nos llame por nuestro nombre y nos regale la paz que el corazón pierde cuando cree que recorre un camino equivocado.
Cuando nos sentimos frágiles, y pensamos que ya no hay salida, necesitamos confiar.
María nos elige siempre como sus instrumentos y nos da la seguridad para repetir cada mañana nuestro «Fiat» a la voluntad de Dios.

María nos llama y nos dice: «Éste es el instrumento que yo elegí. No lo abandonaré, se lo he jurado a Dios».
Nos quiere con locura y nos ha elegido.
Las palabras del P. Kentenich nos animan a dejarnos hacer en las manos de María: «Con esa actitud caminamos hacia el oscuro futuro. Lo hacemos con la consigna: Con María, alegres en la esperanza y seguros de la victoria, hacia los tiempos más nuevos»3.
Nuestro amor a María nos hace adentrarnos en su corazón de Madre.
Allí Ella nos educa y nos transforma.
Nos necesita.
Necesita nuestro sí vivo y mediocre, nuestra entrega a veces frívola e inconsciente, nuestro espíritu en ocasiones poco dispuesto a la entrega total.
Ella nos va formando y va logrando que el rostro de su Hijo se haga carne en nosotros.
No desprecia nuestras caídas, pero nos abraza cuando caemos.
No deja de mostrarnos el ideal hacia el que caminamos, pero es paciente y aguarda con fe.
No deja de desvelarnos la verdad de nuestra vida, pero comprende que nuestros ojos no son fuertes para enfrentarla.
No deja de darnos la vida abundante de Dios, aunque asume que muchas veces preferiremos la vida caduca del mundo.
María transforma nuestro corazón en el de Cristo para que nuestra vida pueda transformar el mundo para Cristo.
Miramos hoy a nuestra Madre. Lo hacemos con los ojos sedientos, con el corazón algo aturdido por la vida, con la esperanza puesta en una Madre que ha recorrido antes nuestro camino.
Las palabras de Jesús nos llevan a buscar a Dios en nuestra vida: «Tomás le dice: - Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: - Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Jesús se nos presenta como el camino, la verdad y la vida.

Quisiera detenerme en cada uno de estos aspectos.
Dice San Agustín: « ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿En dónde quieres permanecer? Yo soy la vida. Todo hombre comprende la verdad y la vida, pero no todos encuentran el camino. Hasta los mismos filósofos del mundo vieron que Dios es la vida eterna, y que es la verdad digna de saberse. Mas el Verbo de Dios, que con el Padre es verdad y vida, se hizo el camino».
Cristo se nos hace camino hacia la vida verdadera.
El cristianismo nos muestra una forma de vivir en Dios.
Cristo, en su carne mortal, se hace camino, se hace tierra y barro nuestro, se hace vida para que podamos abrazarlo.
Él nos muestra el sentido de nuestra vida.
Lo miramos vivo ante nosotros.
Buscamos respuestas.
En primer lugar, Jesús es el camino que tenemos que seguir.
El camino nos lo muestra Cristo con su testimonio: dar la vida, servir la vida, entregar la vida sin esperar nada a cambio.
El resultado de la entrega ya lo conocemos.
Cuando damos sin esperar nada a cambio, recibimos mucho más de lo que damos. Al dar la vida así, lo recibimos todo.
Nos lo recuerda el P. Kentenich: «La riqueza más grande fluye, a modo de retorno, sobre aquel que se esfuerza por poner todas sus energías en el servicio de las almas»4
 Dar la vida por las almas que se nos confían, por aquellas con los que recorremos el camino, es la única forma de llevar una vida verdadera.
Decía Gregorio Magno: «Ánimo, hermanos; vuelva a enfervorizarse nuestra fe, ardan nuestros anhelos por las cosas del cielo, porque amar de esta forma ya es ponerse en camino. Que ninguna adversidad pueda alejarnos del júbilo de la solemnidad interior, puesto que, cuando alguien desea de verdad ir a un lugar, las asperezas del camino, cualesquiera que sean, no pueden impedírselo».
No queremos que nada nos aleje de la alegría de seguir el camino que Dios nos muestra.
Los caminos de Dios nos dan paz.
Son caminos que se muestran de muchas formas.
Tal vez por eso no son tan importantes los errores, aunque nos asustan, porque parece que nos indican un cambio de ruta.
Lo importante es que Cristo sea nuestro camino y el destino el encuentro personal con Dios.

Lo central es que Él recorra el camino a nuestro lado.
Pero a veces nos distraemos y nos apartamos del camino marcado, de la ruta que nos muestra Dios en el corazón.
La certeza nos la da el saber que Él peregrina con nosotros y le da sentido a nuestros aciertos y errores.
En el camino que seguimos encontraremos dificultades y surgirá la tentación de recorrer otros caminos aparentemente más atractivos.
Nos resultarán duras nuestras cuestas y dudaremos.
En la cruz y en las caídas es necesario mirar a Cristo, escuchar su voz, y entender que sólo Él nos da la esperanza.
Ante los fracasos nos sirven las palabras de Rafa Nadal: «Los grandes campeones no se demuestran sólo cuando consiguen ganar todas las semanas sino también cuando son capaces de esperar su momento».
En el camino habrá éxitos y fracasos, tropezaremos y nos confundiremos, no estaremos a la altura que esperábamos o esperaban de nosotros. Pero el camino sigue y nosotros aguardamos y esperamos nuestro momento, para levantarnos de nuevo y volver a decir que sí a Dios.
Jesús es la verdad que le da sentido a nuestra vida. Todos queremos vivir en la verdad, pero muchas veces nos resulta más atractiva o más cómoda la mentira.
Pensaba en los títeres de Valiván, una empresa familiar dedicada a producir audiovisuales infantiles de contenido cristiano.

Pensaba en la rana Leopoldo y en aquel que maneja la rana. La verdad, cuando uno los mira, sólo ve a la rana, aunque detrás esté la figura del que habla por la rana. La rana es verdadera, pero sólo tiene vida en las manos del que le da su voz y el movimiento. Vemos la rana y no pensamos en nadie más. En la vida puede ocurrir algo parecido. A veces nos ocultamos detrás de nuestras máscaras. Mostramos la rana y no dejamos ver a quien habla por la rana. Nos escondemos para no sufrir, no dejamos ver nuestra verdad más auténtica.
El otro día leía: «Piensa que cuando uno actúa como los demás quieren, o como esperan que sea la otra persona, todo les parece bien, todo está en su sitio y sólo
ven virtudes. Pero cuando alguien se sale del guión, empiezan los problemas y sólo se ven sus defectos»5.
Mostramos lo que todos esperan ver, para ser aceptados.
Negamos nuestra identidad para satisfacer expectativas ajenas.
Renunciamos a lo verdadero por refugiarnos en la mentira. Porque no nos acaba de gustar la verdadera apariencia de nuestra vida.
Siempre nos cuesta enfrentar la verdad.
Es cierto que la verdad nos hará libres, pero la libertad anhelada parece que tiene un precio muy alto.
La verdad duele.
En nuestro interior muchas pasiones se mueven y nos asustan.
Son fuerzas que surgen en lo profundo de nuestro ser.
A veces las negamos, porque nos dan miedo, las tapamos. Sin embargo, es necesario encauzarlas y permitir que lleguen a lo más alto; es el camino que nos enseña Cristo, es el camino que nos lleva a aceptar nuestra verdad más íntima.
Jesús es la vida que se nos da para que nosotros tengamos vida en abundancia. Pero la vida se nos da como un don, no como una carga.
¿Hacia dónde vamos?
¿Cómo estamos viviendo?
La vida se nos escapa.
Los años vuelan.
El sentido de nuestra vida nos lo da Dios, lo da la puerta abierta a esa vida eterna que anhela el corazón. Si nuestra vida no es para dar vida a otros en abundancia, no merece la pena.
El otro día leía la publicidad de Coca-cola: «125 años repartiendo felicidad». Cristo lleva más de dos mil años repartiendo vida y felicidad y nosotros no nos alegramos.
Cristo es la felicidad y no creemos.
¿Cómo comparar la felicidad que da coca-cola con la que nos da Cristo?

El hombre desea una felicidad plena, pero no ve en Cristo la vida verdadera.
Sólo ve un gran peso allí donde el  yugo es llevadero y la carga ligera.
Ve sólo normas allí donde Cristo nos invita a vivir con la libertad de los hijos de Dios.
Queremos vivir en la vida que Dios nos da.
Hoy pedimos reconocer el valor de la vida que se nos regala.
Hoy queremos vivir de verdad.


1 J. Kentenich, “Kentenich Reader” T 1, 72
2 David G. Benner, “El don de ser tú mismo”, 64
3 J. Kentenich, “Kentenich Reader” T 1, 298
4 J. Kentenich, “Kentenich Reader” T 1, 63
5 Raúl de la Rosa, “El ermitaño que veía películas de Hollywood”, 60

(AGRADECEMOS A LA SRTA. DELIA NAVARRO CASTEX EL ENVÍO DE LA HOMILIA DEL PADRE PADILLA)

1 comentario:

Pepe dijo...

Un abrazo muy fuerte

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