En el clima festivo de la Pascua de Resurrección, la liturgia de la
Palabra nos lleva a contemplar la presencia del Resucitado bajo la
imagen bella, bondadosa y cercana, que Jesús nos presenta de sí mismo:
“Yo soy el Buen Pastor”. Sólo Dios puede llamarse “pastor” y así lo
mencionan los salmos y profetas (cf. Salmo 22, Ez 34), pues Él
es el único que se preocupa y ocupa de la vida de cada hombre y mujer
que peregrinan en este mundo. Sólo Él cumple las promesas sin defraudar,
y como verdadero pastor no quita la vida de nadie, ni se aprovecha de
ella, sino que da generosamente lo que ningún otro puede dar: la Vida
eterna, es decir, conocer y amar al único Dios verdadero, y a su Enviado, Jesucristo (Jn 17,3). Este pasaje revela la gran promesa del Señor: dar vida en abundancia.
Presentándose como verdadero Pastor, Jesús establece con su pueblo una relación cordial, amorosa y solícita por la integridad de su rebaño. Él nos enseña que es pastor de 100 ovejas (cfr. Lc 15), esto es, no se conforma con tener 99 en el corral, sino que las quiere todas, sale a buscar la que falta, para que no se pierda ni una sola de las que el Padre le ha dado. El inmenso rebaño de la humanidad está bajo su mirada y espera que reconozcan su voz.
En el corazón del Buen Pastor hay secretas intenciones que quedan reveladas cuando dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,16), y más claro todavía cuando les da el envío misionero a sus discípulos: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19). Porque cuando entramos por la puerta de la fe (cf. 10,1), nadie ni nada puede arrebatarnos de las manos de Cristo y de las manos del Padre. El lenguaje de las manos de Dios nos recuerda de qué estamos hechos y quién es nuestro Creador. Nadie nos conoce tanto como Aquél que nos dio la vida y la impronta de su ser, porque somos su hechura y la obra de sus manos. El poder de su brazo nos reúne (Is 40) y la voz persuasiva del Pastor Santo nos invita a dejarnos abandonar en las manos de nuestro Padre Dios; y cuando eso sucede quedamos en buenas manos, con quien nos ama de verdad. Al conocerlo de algún modo ya le pertenecemos, y cuando lo amamos, lo reconocemos como nuestro Padre Fiel. Apacentar la grey es un “oficio de amor” dice San Agustín, y su objetivo es conducir al pueblo fiel a confiarse en las manos del Padre, porque su misericordia permanece para siempre (Salmo 99). Él es el que da fuerza y poder a su pueblo (Salmo 67).
Cómo no ver en este pasaje de San Juan la pasión misionera que el Pastor quiere inspirar en nosotros, sus pastores, pasión que devuelve a nuestra Iglesia de Buenos Aires la renovadora tarea de evangelizar. El desvelo del Pastor por su rebaño, a nosotros sacerdotes, nos vuelve a remover el óleo de la unción que nos consagró para el apasionante oficio de apacentar, mientras que a todos los bautizados, su pueblo fiel a quien guía, les vuelve a agitar el agua del bautismo para comprender mejor que en el corazón de Cristo sólo cabe un deseo: «Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.» (1°Tm 2,4).
Queridos sacerdotes, el llevar con alegría este bendito oficio de servir con amor pastoral −que recibimos como un don de su mano generosa−, nos invita a renovar el entusiasmo por darlo a conocer a nuestro pueblo, para que conociéndolo puedan amarlo y servirlo. El estilo cercano del Buen Pastor nos señala el camino y el modo de ser pastores.
Pueblo fiel, tanto nos ama Jesús Buen Pastor, que para alimentar en nosotros el deseo de la vida divina se ha hecho Cordero pascual, Pan partido para dar la vida al mundo. Nos ha dejado su bondad en el alimento que no perece. Él es el Pan bueno y verdadero. En la Misa, Él se convierte en el sustento del peregrino mientras camina hacia el lugar donde Él quiere llevarnos y compartir su Vida. Cada uno toma de esta fuente de amor eucarístico, lo que necesita para el camino cotidiano. Es el espacio sagrado donde escuchamos su Palabra y confesamos la fe con los hermanos. La Iglesia Madre tiende la mesa común y sin exclusión, invita a sus hijos a compartir el banquete.
Dios, el Supremo Pastor de las ovejas ha prometido darnos pastores según su corazón (cf. Jer 3, 15). Esa promesa se realiza plenamente en Jesús el Buen Pastor. En su divina pasión se ha manifestado el amor misericordioso que brota de su corazón traspasado. La caridad pastoral es aquella virtud cordial con la que nosotros pastores imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio a los hombres. La caridad pastoral determina nuestro modo de ser pastores hoy, de pensar y de actuar, (PDV 23) nuestra presencia de estar y caminar con la gente, y hasta nuestra oración e intercesión, para que nuestro gozo sea hablar a Dios de los hombres y a los hombres de Dios (San Juan de Ávila, Tract. Sac.).
Esa cercanía que nos pone en la insustituible relación persona a persona, nos permite anunciar que “Cristo murió por todos, y que la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina.” Y que esa vocación se basa en que “Cristo resucitó; y con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!” (GS 22), para que nadie se sienta huérfano en esta vida, porque tenemos un Dios que es Padre y siempre nos escucha cuando lo invocamos. «Él secará toda lágrima de nuestros ojos.» (Ap 7,17; 21,4).
Al celebrar la figura del Buen Pastor en el comienzo de este nuevo servicio pastoral que me pide la Iglesia, recibo un gran consuelo y no puedo dejar de ver un signo de la Providencia que nos guía hacia un rumbo luminoso y esperanzador, para que, pastores y pueblo fiel hagamos juntos el camino de la evangelización. Con la elección del Papa Francisco, se nos ha contagiado la alegría de tener un argentino –tan cercano y querido-, en la Cátedra del Apóstol Pedro, y vimos cómo muchos compatriotas han renovado el gozo de pertenecer a la Iglesia. Al mismo tiempo, el Señor nos interpela a profundizar nuestro compromiso de discípulos y misioneros, para ofrecer la riqueza del Evangelio a los que viven, trabajan y pasan por nuestra Ciudad, de tal manera que conozcan a Dios Padre y sus dones de justicia, amor y paz. (cf. Carta al Pueblo de Dios, CEA, abril de 2013)
Que no me falte en este servicio el amor a los pobres, sufrientes y excluidos, que inspiró a nuestro patrono, el obispo San Martín de Tours, quien supo remover de su corazón toda indiferencia; y de Santa Rosa de Lima quien me acompañó en estos años. Invoco la presencia y protección amorosa de la Madre del Pastor de los pastores, y le ruego que camine con nosotros; que Ella sea en el firmamento de la Ciudad de Buenos Aires «estrella de la Evangelización siempre renovada» (EN 81).
Mons. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires
Presentándose como verdadero Pastor, Jesús establece con su pueblo una relación cordial, amorosa y solícita por la integridad de su rebaño. Él nos enseña que es pastor de 100 ovejas (cfr. Lc 15), esto es, no se conforma con tener 99 en el corral, sino que las quiere todas, sale a buscar la que falta, para que no se pierda ni una sola de las que el Padre le ha dado. El inmenso rebaño de la humanidad está bajo su mirada y espera que reconozcan su voz.
En el corazón del Buen Pastor hay secretas intenciones que quedan reveladas cuando dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,16), y más claro todavía cuando les da el envío misionero a sus discípulos: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19). Porque cuando entramos por la puerta de la fe (cf. 10,1), nadie ni nada puede arrebatarnos de las manos de Cristo y de las manos del Padre. El lenguaje de las manos de Dios nos recuerda de qué estamos hechos y quién es nuestro Creador. Nadie nos conoce tanto como Aquél que nos dio la vida y la impronta de su ser, porque somos su hechura y la obra de sus manos. El poder de su brazo nos reúne (Is 40) y la voz persuasiva del Pastor Santo nos invita a dejarnos abandonar en las manos de nuestro Padre Dios; y cuando eso sucede quedamos en buenas manos, con quien nos ama de verdad. Al conocerlo de algún modo ya le pertenecemos, y cuando lo amamos, lo reconocemos como nuestro Padre Fiel. Apacentar la grey es un “oficio de amor” dice San Agustín, y su objetivo es conducir al pueblo fiel a confiarse en las manos del Padre, porque su misericordia permanece para siempre (Salmo 99). Él es el que da fuerza y poder a su pueblo (Salmo 67).
Cómo no ver en este pasaje de San Juan la pasión misionera que el Pastor quiere inspirar en nosotros, sus pastores, pasión que devuelve a nuestra Iglesia de Buenos Aires la renovadora tarea de evangelizar. El desvelo del Pastor por su rebaño, a nosotros sacerdotes, nos vuelve a remover el óleo de la unción que nos consagró para el apasionante oficio de apacentar, mientras que a todos los bautizados, su pueblo fiel a quien guía, les vuelve a agitar el agua del bautismo para comprender mejor que en el corazón de Cristo sólo cabe un deseo: «Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.» (1°Tm 2,4).
Queridos sacerdotes, el llevar con alegría este bendito oficio de servir con amor pastoral −que recibimos como un don de su mano generosa−, nos invita a renovar el entusiasmo por darlo a conocer a nuestro pueblo, para que conociéndolo puedan amarlo y servirlo. El estilo cercano del Buen Pastor nos señala el camino y el modo de ser pastores.
Pueblo fiel, tanto nos ama Jesús Buen Pastor, que para alimentar en nosotros el deseo de la vida divina se ha hecho Cordero pascual, Pan partido para dar la vida al mundo. Nos ha dejado su bondad en el alimento que no perece. Él es el Pan bueno y verdadero. En la Misa, Él se convierte en el sustento del peregrino mientras camina hacia el lugar donde Él quiere llevarnos y compartir su Vida. Cada uno toma de esta fuente de amor eucarístico, lo que necesita para el camino cotidiano. Es el espacio sagrado donde escuchamos su Palabra y confesamos la fe con los hermanos. La Iglesia Madre tiende la mesa común y sin exclusión, invita a sus hijos a compartir el banquete.
Dios, el Supremo Pastor de las ovejas ha prometido darnos pastores según su corazón (cf. Jer 3, 15). Esa promesa se realiza plenamente en Jesús el Buen Pastor. En su divina pasión se ha manifestado el amor misericordioso que brota de su corazón traspasado. La caridad pastoral es aquella virtud cordial con la que nosotros pastores imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio a los hombres. La caridad pastoral determina nuestro modo de ser pastores hoy, de pensar y de actuar, (PDV 23) nuestra presencia de estar y caminar con la gente, y hasta nuestra oración e intercesión, para que nuestro gozo sea hablar a Dios de los hombres y a los hombres de Dios (San Juan de Ávila, Tract. Sac.).
Esa cercanía que nos pone en la insustituible relación persona a persona, nos permite anunciar que “Cristo murió por todos, y que la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina.” Y que esa vocación se basa en que “Cristo resucitó; y con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!” (GS 22), para que nadie se sienta huérfano en esta vida, porque tenemos un Dios que es Padre y siempre nos escucha cuando lo invocamos. «Él secará toda lágrima de nuestros ojos.» (Ap 7,17; 21,4).
Al celebrar la figura del Buen Pastor en el comienzo de este nuevo servicio pastoral que me pide la Iglesia, recibo un gran consuelo y no puedo dejar de ver un signo de la Providencia que nos guía hacia un rumbo luminoso y esperanzador, para que, pastores y pueblo fiel hagamos juntos el camino de la evangelización. Con la elección del Papa Francisco, se nos ha contagiado la alegría de tener un argentino –tan cercano y querido-, en la Cátedra del Apóstol Pedro, y vimos cómo muchos compatriotas han renovado el gozo de pertenecer a la Iglesia. Al mismo tiempo, el Señor nos interpela a profundizar nuestro compromiso de discípulos y misioneros, para ofrecer la riqueza del Evangelio a los que viven, trabajan y pasan por nuestra Ciudad, de tal manera que conozcan a Dios Padre y sus dones de justicia, amor y paz. (cf. Carta al Pueblo de Dios, CEA, abril de 2013)
Que no me falte en este servicio el amor a los pobres, sufrientes y excluidos, que inspiró a nuestro patrono, el obispo San Martín de Tours, quien supo remover de su corazón toda indiferencia; y de Santa Rosa de Lima quien me acompañó en estos años. Invoco la presencia y protección amorosa de la Madre del Pastor de los pastores, y le ruego que camine con nosotros; que Ella sea en el firmamento de la Ciudad de Buenos Aires «estrella de la Evangelización siempre renovada» (EN 81).
Mons. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires
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