Domingo XXVI Tiempo Ordinario
Amós 6, 1a. 4-7; 1 Tim 6, 11-16; Lc
16, 19-31
«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque
resucite un muerto»
29 Septiembre 2013 - P. Carlos Padilla
Esteban
«Es un cambio de mirada, un cambio de vida que nos
saca de nuestra comodidad, de nuestro puesto protegido, de nuestras exigencias
y deseos»
Es una verdad sabida que el sentido
de nuestra vida consiste en amar y ser amados. En entregar todo el cariño que nace en nuestro corazón y recibir todo
ese cariño que necesitamos. Porque somos mendigos de amor. Nacemos con una
herida de amor y, al mismo tiempo, tenemos mucho amor para dar. Entonces, ¿por
qué se nos complican las cosas y no lo conseguimos? ¿Por qué herimos con tanta
facilidad y luego rápidamente nos sentimos heridos? ¿Por qué nunca nos
satisface del todo ese amor recibido? Decía Nadine Tokar, quien ha dedicado más de 40 años de su vida a
trabajar en la comunidad del Arca con personas que tienen una discapacidad
intelectual: «Dejarse amar es
un riesgo. Es volverse vulne-rable, dependiente. Es decir al otro: tú eres mi
alegría. Es difícil dejarse amar porque tenemos una imagen negativa de nosotros
mismos y por eso nos escondemos». Tal vez por eso
nos cuesta dejarnos amar, porque no queremos ser vulnerables, nos cuesta dejar
que alguien nos diga que nos necesita y que nos quiere, que no le importan
tanto nuestros fallos y ama lo que somos. Todo ello supone dar un paso y dejar
que alguien penetre en nuestra vida y se acomode en nuestra intimidad. Y siempre
existe el riesgo del rechazo, de no responder a las expectativas creadas.
Dejarnos amar exige aceptar que alguien pueda querernos tal como somos. Nos
hace abrir la puerta del alma para dejar entrar, sin miedo, sin recelo. Nos
habla de compromiso y responsabilidad con aquel que nos ama, a quien amamos.
Nos habla de empezar un nuevo camino. Añadía Nadine Tokar en referencia a las personas discapacitadas: «Tienen un corazón sensible que busca ante todo la
relación, el amar y ser amado. Y es en esa relación donde descubrimos nuestras
propias limita-ciones y podemos revelar al otro sus dones y su belleza, donde
la persona herida puede recobrar su dignidad y aceptar que su vida tiene valor:
no soy capaz de creer en mí, pero sí en la esperanza que tienen en mí». Cuando nos sabemos amados de forma
incondicional, empezamos a creer en nosotros mismos porque alguien cree; nos
sentimos mejores, porque alguien nos ve mejores; descubrimos que nuestras
miserias no son tan terribles, porque alguien no las encuentra tan feas;
descubri-mos una belleza en nuestro propio corazón que antes no veíamos. Porque
comen-zamos a vernos con los ojos de quien nos ama como somos. El amor nos hace
dar saltos de confianza. Arriesgamos, soñamos, logramos vencer barreras infran-queables.
El amor recibido nos catapulta hacia el cielo, porque nos recuerda que sólo
Dios ama de esa manera. Y el amor que recibimos es solo un pálido reflejo de
ese amor de Dios que nos sostiene.
Pero sabemos que no es tan sencillo
amar al otro y ser amados en nuestra
propia herida, en nuestra
discapacidad. Porque todos tenemos algo de
discapa-
citados. Tenemos una necesidad que
nos hace vulnerables frente al mundo. Quisiéramos aprender a integrar nuestros
miedos y frustraciones, nuestras expectativas y deseos, en el corazón de Dios.
Es ésa una tarea para toda nuestra vida. El riesgo es siempre evidente. Nos
refugiamos en el mundo espiritual cuando nos desborda el mundo de los
sentimientos tan humanos. Entonces separamos lo divino de lo humano y nos
quedamos tranquilos. Nos refugiamos en la oración y alejamos lo humano de Dios,
porque no sabemos cómo hacerlo compaginable. Vemos que es indigno el
sufrimiento, el pecado, la carencia, la debilidad, la violencia, la miseria, la ofensa, el miedo. Y lo enterramos todo, para
que Dios no lo contemple, para aparecer ante Él como inmaculados. Para Él
guardamos sólo nuestra belleza, nuestros talentos, la alegría de nuestra vida,
los éxitos, la luz, los anhelos de santidad. Nos refugiamos sólo en Dios. Allí
nos sentimos bien, seguros y protegidos. Allí toda la miseria de la humanidad
desaparece y no hay oscuridad. Pero no basta para llevar una vida plena. De vez
en cuando caemos en nuestra humanidad, descubrimos nuestro pecado, nos
asustamos ante nuestra herida y huimos de Dios. Nos escondemos. ¿Cómo se
integra todo nuestro mundo en Dios? ¿Cómo mostrarnos frágiles y heridos ante
ese Dios que es puro y perfecto, sin mancha ni pecado? ¿Cómo aceptar que no
todos nuestros sentimientos son santos y limpios, que nos atamos y nos
mostramos vulnerables?
Volvemos siempre a lo más importante.
A lo central en este camino hacia el Señor, junto al
Señor. Se trata de educar el corazón para que siempre pueda descansar en Él y descansar
en los hombres. No se trata de evitar que sienta lo que siente, casi nunca lo
podremos lograr. Se trata de aprender a no sorprender-nos con todo lo que vive
en nuestro interior. No queremos acabar reprimiendo por temor y compensando
para poder vivir. El camino es otro. Se trata de no asus-tarnos al mirar el
propio corazón, para que así no nos alejemos ni de los hombres ni de Dios. El
corazón importa, y mucho. Una persona rezaba: «El anhelo de ser valorada. Es increíble cómo depende
mi ánimo de eso, cómo puede alegrarme o inquietarme. Y me siento segura y
confiada, o insegura y triste. ¡Qué humana soy! ¡Qué frágil soy! Me sigue
impresionando cómo un comentario de alguien que me importa me afecta tanto». No podemos pretender tenerlo todo
bajo control, bajo la luz de la razón. Nos gustaría decidirlo todo con cierta
objetividad y distancia. Y lograr que la vida, los gestos de amor o desprecio,
no nos importaran tanto. Pero la vida es más fuerte y pesa. Parece entonces que
nuestras teorías con frecuencia no encuentran asidero en la vida. Son teorías
alejadas de la realidad. Entonces, ¿cómo hacemos para compaginar la vida y los
principios que queremos mantener? Deseamos algo en la vida, tenemos claro hacia
dónde tenemos que caminar, buscamos bases sólidas sobre las que construir, y el
corazón, súbitamente, nos desconcierta. Jesús nos enseña con sus acciones y sus
palabras a educar el corazón. En su corazón puede descansar el nuestro. Dios, y
el mundo de Dios, no pueden ser sólo pensa-mientos, ideas, sueños, bonitas
elaboraciones y discursos. Tienen que hacerse realidad en nuestro corazón,
tienen que abarcar toda nuestra vida. Nuestra relación con Dios es experiencia,
es vida. Decía el P. Kentenich: «Pascal dijo que el corazón tiene su propia lógica y
la razón, la suya. Así es, si amamos a Dios, para la razón será fácil decir
“sí” a todo lo que Él quiera»1. En Dios buscamos encontrar ese
1 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 279
equilibrio que anhelamos. El amor a
Dios y el amor de Dios, el amor a María y el amor de María. Su amor nos sana,
nos educa, nos transforma, nos libera. Busca-mos, en definitiva, esa paz tan
necesaria para poder dar paz. Buscamos amar a Dios con toda el alma, para
poder amar en Él al hombre y su mundo, a nosotros mismos y nuestro mundo.
Queremos aprender a ver lo que Dios
ve, a mirar con su mirada. Impresiona en el Evangelio de hoy que el rico Epulón
parecía no ver al pobre Lázaro en su vida terrena. Vivía feliz en su propio mundo de satisfacciones y no veía nada más.
Sólo logró verlo cuando dejó esta vida y empezó él a sufrir penas y a pade-cer
la necesidad. Entonces, en su dolor, contempló a aquel mendigo que antes no
había visto: «Estando en el
infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a
Abraham, y a Lázaro en su seno». En su vida cómoda, llena de lujos, no
apreciaba la necesidad de Lázaro, no lo veía: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de
lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba
echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que
tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las
llagas». Es cierto que lo conocía, pero nunca había pensado que ese hombre pobre
pudiera tener algo que ver con su vida acomodada. No le hacía falta Lázaro para
ser feliz, no lo necesitaba. No lo veían sus ojos aunque estaba sentado a su
puerta. El hombre rico era como nosotros. Tantas veces nos sentimos cómodos,
protegidos, satisfechos. Nos refugiamos en nuestro mundo y dejamos de ver a los
otros, nos volvemos ciegos. Sólo vemos lo que nos interesa, lo que nos hace
felices, lo que está programado en nuestra agenda, lo que nos da una felicidad
aunque sea pasajera. Vemos a las personas a las que no podemos dejar de ver, a
los que queremos, a los que necesitamos. Sin embargo, aquellos que pueden ser
un problema, los que nos intranquilizan con su presencia, lo que no nos dan
felicidad y nos exigen, todos ellos desaparecen rápidamente, como si no
existieran. Nos volvemos como el rico Epulón que dejó de ver a Lázaro. ¿Cuántos
Lázaros hay en nuestra vida? Lázaros necesitados, heridos, menesterosos.
Lázaros que mendi-gan cariño y buscan las migajas que puedan caer de nuestra
mesa. Lázaros que, no por dejar de verlos, dejan de existir. Por eso es
necesario cambiar la mirada. Eso significa detener nuestros pasos ante esos
hombres con nombre que parecen no contar para nosotros. Una persona rezaba: «Quiero mirar otros rostros y olvidarme del mío.
Quiero pensar en otros motivos y olvidarme de los míos. Quiero sentir otros
sufrimientos y olvidarme de los míos. Quiero escuchar otros deseos, tocar otros
corazo-nes heridos, sentir otras almas sedientas, vivir en otras vidas y
olvidarme de la mía». Es un cambio de mirada, un cambio de
vida que nos saca de nuestra comodidad, de nuestro puesto protegido, de
nuestras exigencias y deseos. Pero, al mismo tiempo, es un cambio interior que
nos sana y nos salva, nos libera y nos da paz. El otro día leía: «Podemos elegir entre dos formas de ver. La primera es
ver como Dios ve, y vivir en la luz del amor. La segunda es ver como Dios no
ve, y vivir en la sombra del miedo. La primera es como abrir los ojos y sentir
lo que siempre ha estado ante nosotros. El amor se percibe de forma directa, no
es imaginado ni queda en la oscuridad. La segunda
forma es como vivir con los ojos cerrados, no percibirías la realidad, sino la sombra de la realidad
que te aterra y te obliga a hundirte más en el miedo»2. Es la
2 James F. Twiman, “La plegaria de San Francisco”, 110
misma doble mirada ante la vida. Con
paz y libertad, o con miedo. Podemos ver el amor y creer en él. Podemos ver la
vida y sentirla, olerla, tocarla. O podemos tener miedo del mundo, de los
hombres, del amor, y no ver. El ver nos capacita para ver el dolor y las
heridas. La ceguera nos impide amar y salir de nuestra comodidad. Es como una cadena pesada e invisible que no
nos deja avanzar.
No obstante, no es suficiente con
llegar a ver al que necesita, al que suplica amor, al que está sentado
esperando nuestra respuesta. Es cierto que es el primer paso,
tal vez el más importante, pero no el único. Después de la mirada viene siempre
la acción. Hoy escuchamos: «Hombre
de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la
delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que
fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos». 1 Tim 6, 11-16. Si comenzamos a ver al que sufre sólo nos queda acercarnos. ¡Qué
importante son los gestos en los que se muestra nuestro amor! El amor se hace
concreto, se hace acción. Siempre me impresiona la actitud de Santa Teresita en su relación con
aquella hermana de comunidad que le resultaba tan difícil: «Existe en la comunidad, una hermana que tiene la
habilidad de desagradarme en todo. Y, sin embargo, ella es una religiosa santa
que debe complacer mucho a Dios. Deseando no sucumbir a la antipatía natural
que sentía, me dije que la caridad no debe consistir en sentimientos sino en
obras; resolví hacer por esta hermana lo que haría por la persona que amaba más
que nadie. No me contenté simplemente con orar mucho por esta hermana, traté de
prestarle todo el servicio posible, y si tenía la tentación de contestarle mal,
me contentaba con darle la más amable sonrisa y con cambiar la conversación.
Con frecuencia, cuando tenía que trabajar con esta hermana, salía corriendo
como desertora cuando mi lucha se hacía demasiado violenta, ella nunca sospechó
los motivos de mi conducta, y siempre estuvo convencida que su carácter era muy
agradable para mí». El amor siempre es concreto. Es ese amor que se manifiesta en dulzura,
en caricias, en acogida. Siempre habrá personas que nos resulten incómodas,
como ese Lázaro a la puerta del rico Epulón. ¿Cómo actuamos? ¿Cómo las
tratamos? Las vemos, tal vez eso sí, pero luego seguimos nuestra vida y pasamos
de largo. Nos inquietan y molestan, nos perturban. Es necesario cambiar la
mirada. Pero es también muy importante cambiar el corazón. ¿Cómo amar a quien
nos resulta tan difícil amar? Para el hombre es imposible, no para Dios. Él puede hacerlo posible. Puede cambiar la actitud del corazón. Una persona
lo explicaba así: «Tenemos
siempre que mirar con la misma mirada con la que queremos que nos miren y ser
para otros la misericordia que necesitamos para nosotros mismos». Dios lo hace posible y nos santifica
cuando transforma nuestra vida. Logra así que su amor sea superior a nuestras
fuerzas. Lo hace cada vez que vence nuestras reservas, nuestros egoísmos,
nuestros miedos.
La verdad es que no sabemos las
consecuencias de nuestros actos. Una mirada,
una sonrisa, un gesto, un abrazo, tienen consecuencias en el alma del que los
recibe. Un menosprecio, un silencio, un rechazo, una ausencia de cariño, una
palabra fuera de lugar, todo importa. A veces no le tomamos el peso a esos
gestos
que hacemos de forma rutinaria. O por
las prisas no nos detenemos ante la mirada
del que busca algo de consuelo, algo
de misericordia. O estamos tan centrados en nuestras preocupaciones que
olvidamos las de los demás. Acercarnos al que se nos presenta menesteroso en el
camino exige respeto y prudencia. Decía el Padre
Alberto Hurtado: «¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada, pero
vale mucho.
Enriquece al que la recibe, sin
empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para
siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no
pueda darla. Nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para
dar a los demás». Una sonrisa, una mirada, pueden cambiar la vida de una persona. El alma
del prójimo es tierra sagrada. Deberíamos descalzarnos y entrar en ella con
pudor, de rodillas, cuando sentimos que nos piden acercarnos. A veces entramos
como un elefante en una cristalería. Sin darle valor a nuestros gestos y
palabras. Herimos, hacemos daño y casi no nos damos cuenta de nuestra torpeza;
o nos excusamos pensando que nuestra misión así lo exige. ¡Qué fácilmente
justificamos las ofensas! Decía J. L.
Martín Descalzo: «Si
Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un lugar sagrado. Descubrí
cómo entro en el interior de cada uno sin descalzarme, simplemente entro. Sentí
que el Señor me invitaba a descalzarme y luego a caminar. Cuanto más difícil
sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado debo
tener para entrar. Sin prejuicios, atento a la necesidad de mi hermano, sin
esperar una respuesta determinada; es entrar sin interés, despojado de mi
alma». Es el respeto y el cuidado ante lo que no nos pertenece, ante ese mundo
interior que es sagrado. A veces pasamos por encima de las personas, entramos
sin considerar sus necesidades, exigimos intimidad y confianza y pretendemos
hacerles ver nuestro punto de vista como si fuera el único verdadero. Pisamos
calzados. Sin cuidado, sin poner el alma en lo que hacemos, sin amor. Sin besar
su historia como tierra santa, sin amar su pobreza como don de Dios. Nuestra forma
de amar en los demás tiene repercusiones. Afecta al que se encuentra con
nosotros. ¡Cuántas vidas han cambiado a partir de un encuentro, de una mirada,
de una palabra amable! ¡Cuántas veces una sonrisa es más milagrosa que mil
discursos bien escritos! El poder de los gestos, de los abrazos, de los pies
descalzos, es un poder que salva y santifica.
La vida siempre da muchas vueltas y a
veces recibimos lo que un día entregamos. Todo lo que hacemos tiene una repercusión en la eternidad y también la
tiene en la vida de este mundo. Conocemos ese refrán: «El que siembra vientos cosecha tempestades». Nuestra vida, todo lo que hacemos,
tiene repercu-sión, en primer lugar, aquí en la tierra. Un gesto de amor puede
volver a nosotros cuando menos lo esperamos. Hace poco vi un corto que
expresaba precisamente esto. Un gesto de caridad de un hombre hacia un niño, al
que habían pillado robando, cambió la vida de este niño para siempre. Y más
tarde, cuando ese hombre bueno, ya mayor, precisó ayuda, aquel niño, convertido
en un joven médico, pudo devolvérsela. Muchas veces la vida es así. Recibimos
lo que hemos sembrado. Si nuestros gestos no son de amor y paz seguramente
encontraremos lo mismo y nos sorprenderemos. Nos parecerá que el mundo está
contra nosotros, que es injusto, que nadie nos trata bien. Cuando recibimos mal
de los hombres tenemos siempre que preguntarnos: ¿Qué damos nosotros? ¿Cuáles
son nuestros gestos más habituales? El mundo suele ser un espejo que refleja
nuestra figura. Si damos amor es normal que recibamos amor como respuesta.
Cuando sonreímos nos sonríen, cuando somos violentos recibimos violencia,
cuando tenemos paz, damos paz y nos pacifican. Suelen repetirse nuestros mismos
gestos. Es verdad que en ciertas ocasiones, aún actuando bien, podemos recibir
violencia, desprecio, soledad, como respuesta. Eso también es posible. Jesús
pasó haciendo el bien y murió en la cruz, como un malhechor. Nunca hizo mal a
nadie y fue tratado injustamente. También nos puede ocurrir. En todo caso, lo
cierto es que nuestras vidas están entrelazadas. Las vidas de Lázaro y del rico
Epulón estaban unidas. Quizás Lázaro tenía la misión de abrir el corazón del
hombre rico y el rico la de ser misericordioso y cuidar a Lázaro. Pero ahí sí
hubo un abismo entre ellos. El rico no miró a Lázaro y no supo descubrir en su
vida la llamada de Dios a salir de sí mismo, a mirar más allá. Le pedimos a
Dios que nos regale la mirada para ver el corazón de los demás, y saber ver más
allá de la diferencia de creencias, de condición social, de estilo de vida. Ver
a la persona y saber tocar el tesoro del otro, lo que va más allá de la
apariencia. Quizás, también, tenemos una misión con otros que los muros que nos
protegen nos impiden ver. Nuestras vidas están unidas. El mismo rico Epulón llama
a Abrahán en el infierno para pedirle que se acerque Lázaro. Sus vidas tenían
que haber estado unidas para la eternidad. Pero sus decisiones en vida no lo
hicieron posible. Nuestros actos nos unen a otros o nos alejan. Somos
solidarios. El P. Kentenich hablaba
de la solidaridad de destinos de todos los que han sellado una alianza de amor
con María en el Santuario. Allí estamos entrelazados los unos con los otros.
En el corazón inmaculado de María nos encontramos en un mismo destino. ¿Cómo
vivimos esa solidaridad?
El rico Epulón vivía cómodamente,
porque era rico. Pero no es condenado por ser rico,
sino por no ser misericordioso. Describe su situación en vida el mismo profeta
Amós: «Os acostáis en lechos de marfil;
arrellenados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo;
canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales;
bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del
desastre de José». Amós 6, 1a. 4-7. La comodidad y el espíritu burgués, pueden acabar nublando la vista,
haciéndonos insensibles. La riqueza puede alejarnos de Dios, puede impedirnos
buscarlo en nuestro interior. La riqueza nos hace llevar una vida satisfecha,
demasiado cómoda. El Papa Francisco
hablaba así contra la cultura del bienestar: «No, no más de un hijo, porque no podemos tomar
vacaciones, no podemos ir a tal sitio, no podemos comprar la casa. Es bueno
seguir al Señor, pero hasta cierto punto. Esto es lo que hace el bienestar: nos
lleva hacia abajo, nos quita el coraje, aquel coraje fuerte para caminar cerca
de Jesús». Lo que puede hacer la riqueza es
quitarnos la fuerza para luchar, para aspirar a algo más, para subirnos a la
barca en la que Jesús tiene el timón en sus manos. Nos acomodamos en seguida y
dejamos de soñar con una vida mejor si no es aquí en la tierra. Dejamos de
pensar en la eternidad porque nos parece demasiado lejana, demasiado grande e
inabarcable. Nos empieza a gustar mucho el presente y ya no creemos en un Dios
que pueda saciar nuestras necesidades más profundas. Satisfechos en lo
superficial pensamos que con eso basta. Es cierto que el Evangelio no ataca a
los ricos por el hecho de ser ricos. Se refiere al valor de nuestros actos, que
tienen repercusión en la eternidad. La riqueza puede impedirnos ver las
necesidades que hay a nuestro alrededor, cuando nuestros ojos se atan y
encadenan a esos bienes pasajeros. Jesús ataca la dureza de corazón de aquel
que sabe que el pobre está ahí, pero lo ignora. Decía San Vicente de Paúl: «Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los
pobres ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende
este
afecto a los que dan a aquella
persona muestras de amistad o de servicio. Por esto,
nosotros tenemos la esperanza de que
Dios nos ame, en atención a los pobres». La riqueza puede hacernos
insensibles, egoístas, egocéntricos. Nos puede volver ciegos para el dolor del
hombre.
El amor al prójimo es expresión del
amor a Dios. Decía el Padre Hurtado: «Yo
sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que
carga su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo
como a hermano, como a ser humano, como somos nosotros». El amor solidario es el que nos haces
capaces de Dios y lo que pacifica el corazón. Precisamente decía el Papa Francisco: «Ningún esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni
habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona
en la periferia una parte de sí misma». Cuando marginamos, cuando somos
ciegos ante el dolor humano, cuando pasamos de largo ante el hombre herido, cuando no escuchamos las
súplicas del que nos llama, estamos olvidando a Dios, estamos dejando de ser
fieles a nuestra vocación de amor. Decía el Papa Francisco: «El
egoísmo y la cultura del descarte han conducido a desechar a las personas más
débiles y necesitadas». Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si despreciamos al hombre al
que vemos. El amor a Dios, la coherencia de nuestra vida cristiana, queda
reflejada en nuestra forma de amar y tratar a los hombres, especialmente a los
más débiles. En la medida en la que amemos con su amor, estaremos haciendo
visible el cielo aquí en la tierra. El cielo es el lugar en el que no hay
abismos, en el que las distancias se acortan y el amor se expresa en un sí
continuado y sostenido en plenitud. Un amor en el que no hay sombras, ni
ausencia, sino presencia continua. El infierno del rico Epulón es soledad e
incomunicación. El cielo de Lázaro es protección en el seno de Dios. Son los
dos extremos. El amor y el odio, la comunión y la soledad más dolorosa.
Nuestros gestos tienen repercusión en la eternidad. Dejamos huellas que se
graban para siempre en el cielo. Cuando acogemos sin marginar, cuando
abrazamos sin rechazar, cuando escuchamos sin juzgar, cuando amamos sin
retener, cuando queremos desde el respeto y la humildad, estamos dejando
nuestras huellas indelebles en el cielo y traemos el cielo a la tierra.
En
muchas ocasiones buscamos signos, señales extraordinarias, para cambiar de vida. Hoy escuchamos: «El rico insistió: - Te ruego, entonces,
padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos,
para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de
tormento. Abraham le dice: - Tienen a Moisés y a los profetas; que los
escuchen. El rico contestó: - No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos,
se arrepentirán. Abraham le dijo: - Si no escu-chan a Moisés y a los profetas,
no harán caso ni aunque resucite un muerto». Lc 16, 19-31. Un resucitado no va a cambiar nuestra vida,
porque Cristo resucitó y no cambió la vida de todos los que fueron sus
testigos. El cambio tiene lugar cuando volvemos a la pureza del Evangelio, a lo
más esencial. Se trata de humillarnos para lamer las llagas del hombre herido.
Se trata de arrodillarnos para ver y mirar el alma del que sufre. Jesús cruzó
el abismo que separa el cielo y el infierno e hizo posible lo imposible. Rompió
las barreras del odio y la desunión. El amor es más fuerte. Cruzó el abismo que
separa a los hombres. Es imposible imaginarnos la misericordia de Dios, porque
no somos así. Nos cuesta entender que sea justo pagar lo mismo al trabajador
del último momento, dar nuevas oportunidades al que ha caído, buscar al que se
ha perdido dejando a los que obedecen. Dios no es un Dios espectador que mira
cómo nos portamos desde lejos y nos da el cielo o nos lo quita. Dios camina a
nuestro lado, viene cada día a nuestro lugar, nos habla al corazón, nos quiere
como somos y hace una fiesta cada vez que volvemos arrepentidos. Jesús se dejó
el corazón y la vida para que no haya abismos entre nosotros, para que no haya
abismos entre nosotros y Dios. Su cruz es el puente por el que llegamos al
corazón de Dios. Su herida en el costado es la puerta por la que Dios llega a
nosotros y, al mismo tiempo, por la que llegamos a Dios. No hay distancias para
Dios si nos abrimos a Él. Llama a nuestra puerta y espera fuera deseando que
abramos para estar con nosotros. Dios se encarnó y el cielo llegó a la tierra.
No podemos cruzar el abismo, por eso lo cruzó Dios y lo cruza cada día por cada
uno. Es un misterio cómo será el cielo y siempre vienen las preguntas, la
incertidumbre, los miedos. Eso nos hace vulnerables, porque no lo tenemos todo
controlado; no sabemos nada de nuestra muerte ni de qué pasará en el Más Allá.
Jesús nos pide que no temamos. Allí todo será pleno, pero esa semilla de
plenitud ya podemos sembrarla y vivirla torpemente aquí en la tierra. Nos pide
que nos amemos, porque ni un solo gesto de amor en este mundo es en vano. Todo
queda grabado en el cielo para siempre. Podemos vivir con Dios en nuestro día a
día. Pero siempre tendremos sed de más, de plenitud, de descanso del todo, de
llenarnos, de conocer el amor que es para siempre. Dios va a nuestro lado, en
este camino, y nos espera para abrazarnos en lo ordinario, sin grandes señales.
No necesitamos que nadie venga del cielo para decirnos cómo es. Eso no nos
dejaría tranquilos. Nos basta la fe y los testigos a los que seguimos. Nos
basta con creer en el amor que damos y recibimos y en ese Dios cuyas caricias
son soledades y sus silencios susurros dichos con amor en el oído. Nos basta
con abrazarnos a María y aprender a vivir a su lado.
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