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domingo, 15 de septiembre de 2013

Homilía Domingo XXIV Tiempo Ordinario

Domingo XXIV Tiempo Ordinario
Éx 32, 7-11. 13-14;  1 Tim 1, 12-17;  Lc 15, 1-32

«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse»

15 Septiembre 2013 -  P. Carlos Padilla Esteban


«Necesitamos vivir con la inquietud del pastor que sale al encuentro, del padre que mira por la ventana cada mañana»

A veces juzgamos en nuestro corazón la realidad y nuestro juicio condena y determina lo que está bien y lo que está mal. Nos acercamos así a las personas a partir de nuestro prejuicio. Nos sentimos cerca o lejos de acuerdo a la imagen que nos hemos formado previamente. En nuestro interior ya hemos decidido, el veredicto está listo. Nos gustaría tener un corazón puro para mirar la realidad. ¡Cómo vamos a sembrar paz con nuestras obras y palabras si nuestro corazón no es puro! En estos días nos hemos unido al Santo Padre para pedir por la paz en el mundo, en tantos lugares de conflicto, por la paz en el corazón del hombre. Porque la paz se construye a partir de un corazón limpio, alegre y confiado, un corazón que no condena. Decía el Papa Francisco en Brasil: «El ver está determinado por la mirada. No hay una mirada aséptica. ¿Con qué mirada vamos a ver la realidad? Hace falta una purificación de la mirada». La mirada pura se acerca a la realidad sin un juicio limitante. La mirada se purifica cuando se convierte en mirada de discípulo que sigue a Cristo como Maestro. No es fácil tener una mirada pura. Nos cuesta cambiar la mirada. Solos no podemos, necesitamos que la gracia de Dios actúe y cambie nuestra mirada sobre los hombres, sobre el mundo, sobre nuestra propia vida. Cuando nos creemos en posesión de la verdad absoluta, todo nos parece que está mal, todo lo juzgamos a partir de nuestra verdad y criticamos. Creemos que sólo nosotros podemos salvar al hombre. Una visión sesgada de la propia vida y del mundo no vale. Es una mirada egocéntrica que no salva.

Dios es más flexible que nosotros. Hoy vemos cómo cambia su decisión y perdona el pecado de su pueblo: «Mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo. Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: - ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que Tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: - Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre. Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo». Éx 32, 7-11. 13-14. Dios tiene misericordia, escucha a Moisés y perdona, cambia su corazón. Dios se adapta a nuestra vida, va a nuestro encuentro. ¡Cuántas veces nosotros tenemos una idea sobre alguien, y nuestra idea prevalece frente a lo que esa persona pueda hacer o decir a partir de ese momento! Ya la hemos encasillado, la hemos juzgado, nos ha fallado, nos ha decepcionado, no era como pensábamos, no ha cumplido las expectativas. ¿Cuántas veces somos capaces de arrepentirnos de haber pensado mal de alguien? Nos podemos volver rígidos en nuestra manera de pensar, perdemos la inocencia de asombrarnos frente a la vida, frente a lo que los demás nos dicen, frente a las sorpresas, frente a lo distinto o a lo nuevo. Dios no es rígido y se adapta a nosotros, nos busca desde lo que somos. ¡Cuántas veces les pedimos a los demás, e incluso a Dios, que se adapten a nosotros! Pero luego nosotros no nos adaptamos a nadie. Dios nos enseña a ser más flexibles. Nos pide que no nos aferremos a nuestros juicios y seamos como niños. Que nos dejemos sorprender por la vida y miremos con inocencia, sin prejuicios.  

Quisiéramos tener la mirada de los discípulos que son capaces de ponerse en camino, seguir a Cristo e ir así al encuentro del hombre. El discípulo que sigue al Señor no es estático, no vive refugiado en su comodidad. Tiene la inquietud del que no posee toda la verdad. Es un hombre en camino, un peregrino, un buscador, un necesitado. La necesidad le lleva a preocuparse por la necesidad de los demás. Sin embargo, muchas veces, cuando nos van bien las cosas, cuando el sol brilla y todo parece funcionar, corremos el riesgo de conformarnos y estar satisfechos. Nos quedamos instalados en nuestro bienestar. Cristo recrimina a aquellos hombres que lo buscaban después de la multiplicación de los panes: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado». Jn 6,26. Sólo lo buscaban porque estaban satisfechos, porque habían comido hasta saciarse. Habían visto sus milagros, habían vibrado con sus palabras y estaban convencidos de su poder. El alma estaba llena y, en ese caso, también el estómago. Jesús les echa en cara que le buscan sólo porque están contentos con sus vidas. ¿No corremos el mismo riesgo nosotros? Nosotros, como ellos, muchas veces vivimos satisfechos. Nos conformamos con ese estado de felicidad transitorio y buscamos a Cristo porque queremos más. Anhelamos experiencias fuertes, queremos más luz, más brillo, más alegría en nuestra vida. Queremos ver milagros y no nos basta la cotidianidad de la acción de la gracia en la Iglesia. Buscamos signos espectaculares. Ellos buscaban a Jesús, querían acompañarlo, pero Él no estaba contento con ellos. ¿Estará contento con nosotros? A los mejor nosotros, como esos hambrientos satisfechos, queremos un pan que nos sacie para siempre, queremos no volver a tener sed. Para no tener que buscar más pan, para que no haya más esfuerzo en nuestra vida, para no tener que volver a mendigar. Nos cuesta vivir insatisfechos y queremos saciar nuestras necesidades para siempre. Podemos llegar a sentirnos seguros en la Iglesia. Ya cumplimos y nos creemos santos. Ya estamos a la altura de los grandes santos de la historia de la Iglesia. Perdemos la pasión misionera y vivimos entonces contentos con nuestra vida. Ya no es necesario salir de casa. ¿Qué más puede querer Dios? Lo hacemos todo bien. Los demás están equivocados. Mientras nosotros estamos satisfechos.

Cuando el corazón está satisfecho con su propia vida corre el riesgo de no necesitar nada más. Realmente ese embotamiento del alma se puede dar en nosotros que buscamos tanto a Dios. Estamos contentos con nuestra vida y no queremos cambiar nada. Estamos a gusto en la casa del Padre, como ese hijo mayor de la parábola que lo tiene todo y no lo acaba de disfrutar. Pero no conocemos el corazón de Dios, como le pasaba al hijo mayor. No sabemos de verdad cuánto ni cómo nos ama. Por eso nos falta la alegría y la confianza. Le sentimos lejos aunque vivimos en su casa. No entendemos su forma de actuar, no sabemos si vamos a dar la talla. ¿Cómo es Dios? ¿Cómo actúa en nuestra vida? ¿Cómo es el corazón de Jesús que nos ama intensamente? Queremos vivir como vivió Él, mirar a los demás como lo hizo Él, y acercarnos a su corazón donde tenemos un lugar reservado desde siempre. Ese corazón traspasado en la cruz que nos espera y nos busca. Nosotros podemos correr el riesgo de creer que ya estamos satisfechos y eso basta. No salimos de nuestra comodidad. Lo tenemos todo. ¿Qué más puede haber? Por eso nos escandaliza escuchar que Jesús vaya a comer con los pecadores, con los que hacen las cosas mal. Nos escandaliza el abrazo al hijo que lo ha dilapidado todo sin pensar en las consecuencias. Nos escandaliza la misericordia de un padre que espera y perdona al pecador sin castigar ni reprender. Nos escandaliza el Papa Francisco cuando pone en peligro con sus palabras nuestra comodidad, nuestra vida tranquila en la casa de Dios y nos pide que salgamos.

Nos escandaliza, como al hijo mayor de la parábola, un Padre que perdona de forma excesiva. Nos escandaliza un padre que acoge a los pecadores, como hacía Jesús. Juzgamos como los fariseos: «Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: - Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Los fariseos tienen envidia porque Jesús pasa su vida con pecadores, los acoge, come con ellos. Jesús acoge al otro como es y en lo que está en ese momento. Eso es acoger. Implica calidez y algo de hogar, implica que siempre nos espera y nos recibe, que siempre tenemos el mejor lugar. ¡Cuántas veces, en algún lugar en que nos sentíamos perdidos, el acogimiento de alguien nos ha calentado el corazón y nos ha llenado de agradecimiento! Otras veces, en cambio, nadie nos pregunta y entonces nos sentimos perdidos e incomprendidos. ¿Cómo es nuestro acogimiento? ¿Sabemos hacer sentir al otro en casa, transmitirle que nos importa, preguntarle cómo está? A veces las prisas o el egoísmo nos impiden acoger. También dice el Evangelio que Jesús comía con ellos. Compartía su vida de forma sencilla, lo cotidiano, sin importar su condición. Miraba el corazón, no se quedaba en las faltas. Miraba con pureza, miraba en lo más hondo. No juzgaba, no había condena en sus palabras. Queremos pedirle a Jesús que nos enseñe a compartir la vida de los otros sin juzgarlos. Los fariseos no entienden esas actitudes, su misericordia excesiva. Piensan que la justicia va antes que ese amor excesivamente condescendiente. Así lo entiende el hijo mayor de la parábola que no comparte la actitud permisiva de su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El hijo mayor no se había perdido nunca, no había malgastado la fortuna, había sido justo y bueno, había obedecido. Vivía en casa, protegido. Pero no se alegraba de esa seguridad que el hogar de su Padre le daba. No estaba feliz. Todo le parecía insuficiente. Necesitaba más. Sentía que su Padre no se alegraba con su presencia. No salía a la ventana cada mañana buscándole. No aplaudía su fidelidad diaria pequeña y sencilla. El Padre no valoraba su entrega, su renuncia a la herencia. Él no pedía nada, no pecaba y su padre no le festejaba. Por eso juzga al padre, porque su comportamiento le parece injusto. No lo conoce.
El hijo pródigo, por su parte, un día tuvo hambre. Lo tenía todo en casa de su padre, pero no estaba contento. Tenía otro tipo de hambre y decidió dejar su casa: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. El hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». Vivió lejos de casa. Intentó ser feliz de otra manera. Se alejó del lugar que lo mantenía esclavo y probó suerte. Pero poco a poco malgastó torpemente sus bienes. Entonces, cuando ya no tenía nada, sintió hambre: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Nadie le daba de comer». El hijo experimenta el hambre del abandono y la soledad, la necesidad, la insatisfacción y quiere volver a casa porque no sabe qué hacer con su vida y recuerda que allí, al menos, no tenía hambre. ¡Cuántas personas hay no muy lejos que tienen hambre, que sufren la desesperación, el dolor, la enfermedad! ¡Cuántas personas que no conocen el abrazo de Dios, el abrazo de los hombres! El hambre movió al hijo pródigo de regreso a casa. Vuelve movido por la necesidad, no por el amor. El hijo pequeño no conocía la misericordia de su padre, por eso no la espera. No conoce el abrazo que perdona. Sólo decide volver porque tiene hambre. El hijo pródigo sólo quiere vivir satisfecho. Muchas personas necesitan que las esperemos a la puerta, atentos y felices, dispuestos a acogerlos. El abrazo que experimentó el hijo pródigo cambió su vida para siempre. Una persona expresa en su oración cómo transforma el amor de Dios cuando lo recibimos: «Creo que Tú eres el Dios de mi vida, que me ha salido al encuentro, y mi corazón se ha enamorado de ti. Esa herida que me duele Tú la has hecho fuente de felicidad y es la grieta, la secreta grieta que nadie conoce menos Tú, que hace que otros se cuelen en mi corazón, y por la que Tú te has colado y me has susurrado que me quieres mucho, como soy, que no tema, que tal como soy, a pesar de mis defectos, Tú me amas y me nombras. Tú lo has cambiado todo. Has cambiado mi soledad en intimidad, mi herida en mi misión, mi profesión en mi manera de imitarte». Cuando el hijo pródigo experimenta el abrazo del padre, su herida se convierte en fuente de bendición. Su dolor se transforma en alegría que puede entregar a muchos. El amor nos transforma.

Jesús nos enseña a buscar al que está perdido. En su forma de actuar muestra cuánto nos necesita. Sale a nuestro encuentro. Experimenta nuestra falta, está inquieto, como el padre de la parábola: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». El padre vio de lejos al hijo porque estaba mirando. Miraba desde la casa el camino desierto. Cada día, cada mañana. Esperaba encontrar al que tanto amaba. Es la misma inquietud del pastor que ha perdido su oveja y no puede estar satisfecho con las noventa y nueve que tiene en casa: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?». Es la misma inquietud de la mujer que ha perdido una moneda valiosa y no le basta conservar el resto de su dinero: «Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra?». No descansa, se afana tratando de encontrar la moneda perdida. La inquietud, la falta de aquello que amamos, el deseo de recuperar lo que hemos perdido, mueve el corazón. El movimiento surge del corazón que ama. El padre ama al hijo y lo espera. El pastor ama a todas sus ovejas y no está dispuesto a dejarla morir. La mujer necesita sus monedas y no descansa hasta recuperarla. La actitud del pastor, del Padre que espera y sueña con su hijo, de la mujer, expresan la misericordia de Dios. Así es Dios, así tiene que ser la Iglesia. Dice el Papa Francisco: «Éste es el tiempo de la manifestación de la misericordia de la Iglesia. Hay tantas heridas de gente que se quedó a mitad de camino, se confundió, se desilusionó. La pastoral es la misericordia». Corremos el riesgo de no ser misericordiosos como Iglesia. Nos sentimos contentos en la casa de Dios, juzgamos al que es diferente, defendiéndonos de sus ataques y desprecios y rechazamos al que piensa de forma distinta. El pastor, por el contrario, sale siempre al encuentro de la oveja perdida. La busca, va hasta la periferia. Decía el Papa Francisco en Brasil: «No tengan miedo de ir y llevar a Cristo a cualquier ambiente, hasta las periferias existenciales, también a quien parece más lejano, más indiferente. El Señor busca a todos, quiere que todos sientan el calor de su misericordia y de su amor». El pastor busca siempre, el padre sale de su casa esperando a su hijo. Nosotros no podemos ser menos que nuestro Maestro. Jesús siempre salió de su comodidad para buscar al que está perdido. La periferia no está lejos de nosotros. La periferia la suelen marcar las barreras que pone nuestro propio corazón. Muchas personas chocan con ese corazón inmisericorde y permanecen en la periferia de nuestra vida. Hacen falta padres que abracen, que amen, que acojan. Decía el P. Kentenich, a quien recordamos hoy en el 45 aniversario de su muerte: «El principal foco de la enfermedad que aqueja al hombre actual es la creciente carencia de la capacidad de amar en forma íntima y vigorosa»1. Queremos aprender a amar de forma vigorosa e íntima. Aprender a ir al encuentro del que está lejos, perdido, abandonado. En busca del hombre herido que no es acogido, que no encuentra misericordia en el camino. No queremos quedarnos en casa felices de estar donde estamos, satisfechos con nuestra vida mediocre y pobre. Necesitamos vivir con la inquietud del pastor que sale al encuentro, del padre que mira por la ventana cada día esperando el regreso de su hijo.

El esfuerzo siempre tiene su recompensa. El Padre salta de gozo porque ha recuperado a su hijo: «Sacad en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete». Es la fiesta de Jesús que carga sobre sus hombros a la oveja perdida: «Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:- ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Y del mismo modo la mujer que encuentra la moneda se alegra y festeja: «Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: - ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Es la misma alegría en las tres parábolas. El hijo, la oveja, la moneda. Lo perdido es encontrado. Y Jesús saca la misma conclusión: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse». Es la alegría al experimentar que aquél que estaba perdido vuelve a la vida, es recuperado, sana y vive. Es la
experiencia del acogimiento. Es la alegría del encuentro. Es una alegría que no se
puede contener y se comparte con todos. Es la alegría desproporcionada de todo

1 J. Kentenich, "Dios presente", 269
el cielo cuando un pecador se convierte. Todo el cielo en fiesta por un sólo pecador que vuelve a casa. ¡Qué poca eficacia es necesaria! Basta con que sólo se convierta uno y todo el cielo se alegra. Y nosotros buscamos las cifras abultadas, nos gustan los números, las estadísticas. Jesús no entiende de números. Nosotros a veces lo medimos todo. Jesús nos muestra el camino de la gratuidad, de dar sin esperar, de dar más que el otro, de preocuparnos de la persona, aunque sólo sea uno a quien buscamos. Esa persona vale más que multitudes. Podemos correr el riesgo de quedarnos en la eficacia, buscando números, resultados, y dejar de lado a la persona, el rostro concreto que nos necesita. Corremos de un lado a otro cumpliendo expectativas y dejamos pasar de largo ese rostro perdido, ese corazón que no es acogido y parece no contar. Ése es el camino de la verdadera alegría. Basta con uno. No nos pide Dios grandes resultados, tampoco muchas conversiones. No espera que nosotros hagamos el trabajo de mil santos. Sólo espera que nuestra actitud misericordiosa, el deseo de llegar al que nos necesita, nos mueva a buscar al que está perdido. Basta con recuperar la oveja perdida o abrazar al hijo que con timidez y miedo vuelve a casa. Eso es suficiente. Sin muchas palabras. Sin pedir explicaciones. Con una sonrisa, con la alegría del padre que sabe que ese hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida. Eso es lo importante.

Jesús viene a buscar al que está perdido, a los pecadores, como dice San Pablo: «Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía».
1 Tim 1, 12-17. Pablo se siente pecador y ve cómo Jesús lo perdona. Se fió de él, confió en él que era un pecador. Dios tuvo compasión de él y mostró con él toda su paciencia. Él estaba lejos, incluso perseguía cristianos con mucha pasión, y esa experiencia de que Jesús le fuese a buscar en medio del camino le cambió la vida. Dice que «se compadeció». Es decir, que Jesús no lo juzgó, no lo dio por perdido, sino que supo mirar su corazón herido; supo ver su sed, su búsqueda de la verdad y reconocer al verdadero Pablo detrás de aquel Saulo que daba su vida por algo en lo que creía. Jesús buscó en él la oveja perdida, le salió al camino, fue tras él y lo puso sobre sus hombros. Dios sabe nuestro pecado, conoce nuestros becerros de oro, como escuchamos hoy: «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo. Pronto se han desviado del camino que Yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: - Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto». Dios sufre con el pecado de su pueblo, con nuestro pecado que nos aleja de Él. No se alegra con los becerros de oro, pero perdona y sale a nuestro encuentro deseando que regresemos. Ojalá aprendamos a acercarnos al otro como Dios lo hace. Jesús es misericordioso y perdona. ¿Somos compasivos como Jesús? ¿Tenemos paciencia con los demás como la tuvo Él? ¿Damos oportunidades a los que nos han fallado? La misericordia es un don que pedimos.

Nos cuesta mucho la compasión, nos resulta difícil recorrer el camino que va desde nuestra vida, desde nuestra comodidad en la que estamos seguros, al encuentro del que es distinto. Las parábolas de hoy no nos parecen tan lógicas ni sensatas. Incluso nos pueden parecer injustas. Es verdad que a veces la lógica y lo sensato lo usamos para no soñar, para no ser generosos ni dar la vida. Nos conformamos, nos quedamos con lo mínimo. No parece lógico dejar noventa y nueve ovejas por una sola. No es lógico tanto esfuerzo por buscar una sola moneda cuando tenemos muchas. No es justo hacer una fiesta por un hijo que vuelve después de haber malgastado la fortuna del padre, en lugar de festejar al que siempre ha sido fiel. Así es Jesús. Él sale a buscarnos, sale tras la oveja hasta que la encuentra. Esa imagen es preciosa. Nos busca en medio de nuestra vida cuando nos hemos alejado. Va detrás de nosotros dejándolo todo. Así es su amor, personal, porque no somos un número más, le importamos, tenemos un rostro y una historia que Él ama. Tenemos un nombre único que pronuncia cada mañana, tenemos un lugar en su corazón que sólo podemos ocupar nosotros. Por eso lo deja todo y sale a buscarnos y nos llama en medio de nuestra vida, a través de personas, de situaciones, de nuestra soledad, de nuestra cruz, de alguien que nos quiere, de alguien a quien queremos, de una alegría o de un fracaso. Sale al encuentro en nuestra vida y en lo que hay en nuestro corazón de sed, de anhelos, de preguntas. No nos pide que recorramos solos el camino. Viene cada día, sin cansarse de esperar. Tenemos que aprender a actuar como lo hace Jesús. Queremos aprender a salir de nosotros mismos dejándolo todo. Pero a veces nos da miedo dejar la comodidad, las ovejas del redil, dejar a los que ya están seguros. ¿Y si lo perdemos todo? ¿Y si perdemos las monedas? Preferimos esperar a que vengan. El Papa Francisco nos invita a no ser una Iglesia acomodada. Quiere que nos alegremos como el padre de la parábola con el pecador que se arrepiente: «Hijo, deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». Lucas 15, 1-32. El esfuerzo de salir a buscar al perdido es siempre recompensado por Dios. El fruto es la alegría. Lo que no quiere es que muchos se pierdan porque no han encontrado un rostro que los acoge y un abrazo que los perdona.

Vivir la misericordia es aprender a padecer con el otro, a ponernos en su lugar y hacer nuestro su dolor. ¡Qué difícil nos resulta! Decía el Papa Francisco: «Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Aprendamos nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre». Dejar lo que nosotros pensamos y comprender lo que siente el otro, su punto de vista, su alegría y su dolor. Le pedimos a Jesús que nos enseñe a mirar dentro del otro como Él, sin juzgar, sin proyectarnos, sin compararnos y ver su tesoro escondido. Para eso hay que dejarse tocar, hay que implicarse. A veces somos duros con alguien, le juzgamos desde fuera porque nos cuesta alguna actitud o no nos gusta cómo actúa, y cuando lo conocemos, y vemos que tiene un dolor profundo, nos compadecemos y dejamos de juzgarlo. Nos arrepentimos de haber pensado mal y haber hablado mal de él. Siempre, desde cerca, cuando lo conocemos, la otra persona nos conquista. Desde lejos es más fácil encasillarlo y que no nos afecte. La compasión nace cuando estamos cerca de alguien, cuando nos hemos molestado en acercarnos. Y cuando nos compadecemos, nos es imposible juzgar. Comprendemos sus reacciones y algo se rompe en nuestra dureza. Hoy muchos hombres se alejan de la Iglesia y de Dios porque no creen en la misericordia. Porque se enfrentan con la dureza de los que estamos dentro, protegidos, tranquilos y seguros. Esos hombres no pueden entender la misericordia de Dios porque no han experimentado nuestra mirada compasiva ni tampoco nuestro abrazo. No pueden creer que sólo con su arrepentimiento puedan descubrir la misericordia de Dios.

Lo que permite el regreso del que está lejos es la experiencia de la misericordia, un corazón que los perdona en lo más profundo. Muchas personas no vuelven porque no descubren la bondad de un corazón que los espera y acoge. Nosotros somos ese rostro de Cristo en el mundo. Una mirada que eleva y regala esperanza. El hombre que regresa puede encontrar la ternura del pastor que espera o el rechazo. Jesús nos enseña el camino de la ternura hecha carne. Encuentra la oveja «y se la pone sobre sus hombros». No basta con haberla encontrado y llevarla al redil. La lleva sobre sus hombros, se mancha con su piel sucia, acaba oliendo como huele su oveja. Le habla con ternura durante el camino, la acaricia. Jesús nos lleva en Él, nos carga en la cruz para siempre. A veces nos falta ternura, expresar en gestos y en caricias que queremos a alguien. Los gestos dicen mucho, incluso en el silencio. Las caricias que hemos recibido calman nuestras heridas y las que damos calman las de otros. Jesús, al encontrar la oveja perdida, no le echa en cara su falta. Simplemente carga con ella en silencio, sin palabras. Es el amor liberador que da alas. Saca lo mejor de nosotros. Cuando confían y se alegran con nuestra vida, y nos damos cuenta de que nos quieren y nos perdonan, entonces sale lo mejor de nuestra alma. Somos capaces de dar mucho. Santa Teresita del Niño Jesús decía: «Ningún reproche me conmovía tanto como una sola de vuestras caricias. Soy de un carácter tal que el temor me echa para atrás mientras que el amor no sólo me hace correr, sino volar». A nosotros nos cuesta no hacer reproches, no llevar cuenta del mal del otro ni del bien nuestro. Jesús nos enseña el amor sin condiciones. Nos enseña a perdonar sin recordar al otro en cada momento lo que nos hizo. A sentirnos perdonados hasta el fondo cuando nos cuesta creer que merezcamos ser perdonados.

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