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martes, 16 de abril de 2013

Homilía - P. Carlos Padilla Esteban - III Domingo Pascua

P. Carlos Padilla Esteban
III Domingo de Pascua
Hch 5, 27b-32. 40b-41; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19

«¿Me amas más que éstos? Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero»

14 Abril 2013 - P. Carlos Padilla Esteban

«Al encontrarnos con Dios en el camino, con Cristo vivo, nos hacemos portadores de una esperanza nueva. No tememos y confiamos porque nos sabemos cuidados por Él en todo lo que hacemos»

Instintiva o reflexivamente esperamos muchas cosas de la vida, de los demás, de nuestros proyectos, de la suerte, de Dios. Pero, ¿dónde ponemos realmente nuestra confianza? Decimos que confiamos en Dios, pero luego con-fiamos más en la ciencia, en las certezas de la vida, en las seguridades humanas, ésas que nunca son tan seguras. Nos cuesta abandonarnos totalmente y dejar en manos de otros el control de nuestro futuro. Es bueno saber que está Dios, es un consuelo, pero es mucho mejor no tener que recurrir a Él, mejor afianzarnos en lo que podemos tocar. Buscamos asegurarnos la vida y el futuro, como si por hacerlo fueran a dejar de suceder las desgracias. Lo cierto es que así nos sentimos más tranquilos. Nadie nos asegura que no ocurra nada malo en nuestra vida. Pero
tener  seguros concretos nos da mucha más paz. Los futbolistas se aseguran las piernas, aseguramos nuestro coche en caso de robo o accidente y nuestra casa. Aseguramos nuestra vida para que, en el supuesto de que haya desgracias, al-guien nos indemnice por ello. Sicológicamente nos da seguridad. Ante una emer-gencia hay una posible solución. Dios se convierte entonces en una tabla salva-vidas que interviene sólo cuando ya no hay remedio, cuando todas las soluciones humanas han fallado. Queda relegado al campo del milagro. Allí donde nuestra capacidad no alcanza y las vías humanas de solución parecen agotadas. Sin
embargo, si miramos a Cristo resucitado y lo abrazamos vivo en medio del mundo,
hacemos que nuestra vida repose en sus manos. En Él ponemos la esperanza porque Dios no engaña. Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros. Cuando hablamos de esperanza, ponemos el acento en lo que esperamos. Cuando utili-zamos la palabra confianza hacemos referencia a la persona en la que espe-ramos. La confianza implica vivir, como diría el P. Kentenich, la genialidad de la ingenuidad: «En este plano terrenal en el que vivimos, jamás hallaremos la seguridad que anhelamos. Sólo en una esfera superior, en Dios, encontraremos realmente la seguridad y el cobijamiento que esperamos»1. Dios quiere lo mejor para nosotros
aunque muchas veces recorramos sin certezas un camino lleno de luces y sombras.

Los discípulos hoy en el Evangelio vuelven a Galilea a hacer lo que saben hacer: «En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades». Necesitan recuperar la confianza y encontrar seguridades en su caminar y vuelven a pescar. Han superado el miedo del Cenáculo y han regre-sado a Galilea como les pidió el Señor por medio de las mujeres. Se encuentran en el lago en el que por primera vez vieron Jesús. Ese lago en el que soñaron con

ser pescadores de hombres, con vivir una vida más plena junto al Señor. Pero
ahora todo ha cambiado. Han vuelto para hacer lo que siempre han hecho bien, lo que saben hacer: «Y se apareció de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: - Me voy a pescar. Ellos contestan: - Vamos también noso-tros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada». Igual que los discípulos de Emaús que quisieron volver a su hogar, porque era allí donde po-drían llevar la misma vida que llevaban antes de conocer a Jesús. Los discípulos, como nosotros tantas veces, buscan la seguridad de lo que controlan. El otro día leía sobre la llamada zona de confort: «Zona en la que estás cuando te mueves en un terreno que dominas. Hábitos, habilidades, son parte de tu zona de confort. Alrededor de esta zona está la zona de aprendizaje. Aprendes idiomas, viajas, modificas actos. Es la zona para experimentar y aprender. A algunos les apasiona. A otros les asusta. Ven
peligros siempre. La zona de no experiencia es donde pueden ocurrirnos cosas muy graves. Miedo al fracaso. Es la zona de los grandes retos. Miedo a perder lo que tienes, lo que eres. Tensión emocional y creativa. Dos fuerzas opuestas. La primera tira hacia el confort, la otra hacia delante». Nos debatimos entre el riesgo del amor y la seguridad de una vida sin sobresaltos. El amor siempre nos pone en camino, nos exige, nos saca de la comodidad y evita que nos aburguesemos. Sin embargo, cuando el amor se hace rutina, nos encerramos en lo que conocemos y controlamos, nos estancamos. Como leía el otro día: «No es verdad que se desea lo que nunca se ha tenido. Cuando uno está mal, prefiere lo que le pertenece desde siempre»2. Y es que los discípulos no están bien, están embargados por la tristeza, por la pena del aban-dono. Sufren en la soledad, están inseguros y desconfían. Ya ni siquiera les resulta bien la pesca. Fracasan incluso en aquello que controlan. ¿Cómo arriesgarse a lo que desconocen? ¿Cómo confiar en un mundo sin Jesús aunque sepan que ha resucitado?

Jesús se aparece, irrumpe en la vida de los suyos. Como ya hizo al comienzo del camino, cuando invitó al seguimiento a sus discípulos. Hoy, resucitado, vivo, hace lo mismo: «Añadió: - Sígueme». Jesús quiere que le sigamos, que lo dejemos todo, que no nos empeñemos en salvar la propia vida. Por eso irrumpe y nos inquieta con sus deseos: «Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: - Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: - No. Él les dice: - Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». A veces nos empeñamos en hacer las cosas a nuestra manera. Porque creemos que sabemos bien cómo se hacen las cosas. No dejamos
que otros nos digan cómo hacerlas, porque siempre las hemos hecho de esa forma y creemos que así es mejor, que va a funcionar bien. Nos cuesta abrirnos a nuevos caminos, aunque de vez en cuando fracasemos haciendo lo que hemos hecho siempre. Pero luego, cuando cedemos a nuestro orgullo, cuando escucha-mos los consejos de otros y lo hacemos como nos piden; cuando escuchamos a Dios en otros o en nuestro propio corazón, y obedecemos, entonces hay fruto, fecundidad y vida. Una vida que brota como un río de lo profundo de la tierra, de lo profundo de nuestra confianza. Por eso, cuando creemos y nos abandonamos,
como decía Anselm Grün, todo cambia: «La fe como confianza nos alivia también en

nuestro trabajo y en la responsabilidad que tengamos». Los discípulos hacen lo que el maestro les dice y se alivian. Confían y se abren a la sorpresa. Escuchan a ese hombre al que todavía no reconocen. Nosotros tratamos de explicarle a Dios nues-tra verdad, nuestras razones, intentando justificar nuestras reticencias. Y nos olvi-damos de escucharle en el corazón o en aquellos que nos muestran el camino a seguir. Siempre echamos la culpa a los demás, nos sentimos cansados y busca-mos la excusa de la pereza. Nos justificamos alegando que ya hacemos bastante, queriendo así convencer al Señor, con el deseo oculto de que cambie sus planes e intenciones. Nos acostumbramos al fracaso y seguimos haciendo las cosas igual. Cambiar exige esfuerzo. Jesús resucitado les pide a los discípulos que sean dóciles. Lo acabarán siendo, como escuchamos hoy: «Pedro y los apóstoles replica-ron: - Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Testigos de esto somos noso-tros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen. Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús». Hch 5, 27b-32. 40b-41. Es el camino para cambiar. Es el camino de la obediencia y la humildad para aceptar que se haga la voluntad de Dios.

La obediencia a un desconocido acaba dando un fruto sorprendente: «La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces». El problema es que muchas veces desconfiamos de los demás y no nos fiamos del camino que nos señalan. Hace falta mucha humildad para seguir a otros. ¿Nos fiamos de los demás? ¿Aceptamos correcciones en aquello que sabemos hacer bien? ¿Escu-chamos los consejos de otros y nos plegamos a ellos? Con pena tenemos que decir que el orgullo es más fuerte con frecuencia. Nos molesta que nos corrijan, que nos enmienden la plana, que nos digan cómo se han de hacer las cosas. Nos abrazamos a nuestra vanidad y no dejamos que entre la duda. Pero la duda y la
inseguridad posibilitan el aprendizaje. Siempre que nos encerramos en lo que ya sabemos, seguros de cómo hacemos las cosas, nos cerramos al cambio y nos convertimos en rocas sin fisuras. Rocas en las que el agua no puede abrirse paso. Cuando vamos por la vida con aires de autosuficiencia es imposible lograr nada. Pero Dios nos conduce como quiere y nosotros estamos llamados a confiar y a dejarnos llevar por Él: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Jn 21, 1-19. Es el corazón de niño que siempre está dispuesto a aprender de Dios y de los hombres en el camino. Un corazón con grietas, con heridas,
donde la duda y la incertidumbre tienen cabida. Un corazón en búsqueda, que no se conforma, que avanza dejándose llevar por Dios, que acepta cambiar los planes.

El problema es que vivimos pensando en los frutos de todo lo que hacemos, esperando mucho de la vida. Soñamos con que nuestra vida sea fecunda. Pero, ¿qué ocurre si no damos fruto visible? Las miradas deben estar puestas en Dios y no en el fruto humano que esperamos de nuestros actos. Los peces que llegan a las redes de los discípulos, y alcanzan un número incalculable, son una gracia y no la paga por lo que han hecho. Son gracias que se nos regalan porque Dios nos quiere, porque es bueno y nos entrega lo que no merecemos. Dios se aparece siempre por amor, porque ama, para colmar nuestro amor. Se aparece a los discí-
pulos no para saciar su estómago con los peces. No para que se sientan  orgullo-sos de ser pescadores. No hace un milagro para que crean en Él, para manifestar su poder. Simplemente quiere mostrarles que si tienen fe y confían los frutos vendrán por añadidura. Quiere hacerles ver que lo importante es la docilidad. El fruto no es fundamental, el milagro no es lo central. Jesús no quiere calmar a los que dudan, ni saciar el hambre. No quiere establecer certezas que acaben con las dudas que habitan en el alma. El hombre siempre va a caminar entre incertidum-bres e inseguridades. La fe no nos da la tranquilidad absoluta, sólo la luz para ver el siguiente paso del camino. Jesús quiere corresponder al amor que le han entregado los que le aman, para sostenernos. Su amor nos levanta en el camino, nos colma, nos da fuerzas. Más allá de esos frutos visibles.

La verdad es que en la vida creemos porque otros creen, porque otros nos abren los ojos y nos muestran el camino. Pedro cree en Juan y por eso logra reconocer al Maestro: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: - Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces» Suele ser así. Alguien señala a Dios y nos muestra el camino. Alguien lo hizo con su vida, con su ejemplo, con su testimonio. Y nosotros, porque lo amábamos, creímos en él, creí-mos lo que él creía y nos dejamos llevar por él, sin cuestionar sus respuestas. Pu-dieron ser nuestros padres, o algún profesor, o un amigo. Nuestra fe se alimentó en el amor. Recibimos la fe por amor. Recibimos respuestas porque amamos. Necesitamos encontrar personas que nos hablen de Dios con sus vidas, con su amor. Y nosotros estamos llamados a señalar al Señor con nuestra vida. Aunque Dios siempre se manifiesta como quiere, cuando quiere, a quien quiere, prescin-diendo incluso de aquellos que gritan: «¡Es el Señor!» Su poder está por encima de nuestros límites. Me impresiona la historia de Akiane, una niña educada en un ambiente agnóstico. Tenía un gran talento para la pintura, y sin que nadie le hablara nunca de Dios, empezó a pintar a Dios sin haberlo conocido: «Dios puede
llegar a cualquier persona, a cualquier edad, en cualquier lugar, incluida una niña en edad
preescolar de un hogar en el que Su nombre jamás se había mencionado»3. Dios puede saltarse las barreras humanas para llegar al corazón. Aunque suele servirse de instrumentos humanos, de los que lo señalan en el camino, para guiar a los que no ven con facilidad.

Jesús se aparece a los suyos y come con ellos, comparte su vida cotidiana: «Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: - Traed de los peces que acabáis de coger. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: - Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos». Así lo hizo en vida, antes de su
muerte, y así lo hace una vez resucitado. Se hace uno con nosotros. Comparte su vida con los suyos. Nos lo imaginamos compartiendo la vida con Pedro, con sus


discípulos cuando estaba vivo, compartiendo las penas y las alegrías. A veces, sin embargo, nos cuesta pensar en un Dios tan cercano al hombre. Tendemos a proyectarnos en un Dios distante, alejado de la carne, y nos cuesta entonces inte-grar en el mundo de Dios nuestro dolor y nuestras alegrías. Dios comparte su vida con nosotros, para que nosotros aprendamos a compartir la vida de los hombres, como lo hizo Cristo. Queremos ser capaces de reír con alegría con el que se alegra y llorar con pena con el que llora. Como Cristo. Porque Cristo sí que está en nuestras alegrías, cuando celebramos la vida en la mesa compartida. Y tam-
bién en el llanto, porque nada de lo humano le es ajeno. Compartimos nuestras penas y alegrías con el Señor. Él se conmueve con nuestros miedos y nos alienta en la desesperanza. Y nos enseña a actuar siguiendo su ejemplo. Se ríe con nuestras torpezas y se alegra con los pequeños éxitos de cada día. Decía el Papa Francisco: «El Señor está vivo y camina con nosotros en la vida. ¡Ésta es vuestra misión! Llevad adelante esta esperanza: este ancla que está en los cielos; mantened fuerte la cuerda, manteneos anclados y llevad la esperanza. Vosotros, testigos de
Jesús, dad testimonio de que Jesús está vivo y esto nos dará esperanza, dará esperanza a este mundo un poco envejecido por las guerras, por el mal, por el pecado». Al encon-trarnos con Dios en el camino, con Cristo vivo, nos hacemos portadores de una esperanza nueva. En Él echamos el ancla, porque si no está firme ese anclaje en el cielo, es mucho más complicado vivir libres en la tierra. Soñamos con una vida sin temor y llena de confianza. Confiamos en el Señor porque nos sabemos cuidados por él en todo lo que hacemos.

Siempre de nuevo nos conmueve el diálogo de amor de Pedro con Jesús. El recuerdo de sus tres negaciones queda borrado en este momento de gracias. La luz vence las tinieblas del recuerdo. Todo había comenzado aquel día en que Pedro, después de haberse creído invencible, negó a Jesús lleno de miedo. Sí, el mismo Pedro, el amigo de Jesús, ese Pedro apasionado, fuerte y orgulloso. El mismo que estaba dispuesto a seguir a Jesús hasta dar la vida. Ese hombre fuerte capaz de cortarle la oreja al soldado que se acercaba a apresar a Jesús. Ese Pedro enamorado, lleno de vida, impulsivo, sin embargo, duda, desconfía y niega
a quien más ama. El amor no parece tan fuerte: «Pedro, ¿me amas?» Es una pre-gunta que se atraviesa en su corazón como un dardo. ¡Cómo se puede amar hasta perder la vida! Nos parece imposible. Jesús sabía que Pedro no estaba preparado todavía para seguirle en el camino a la cruz. Pedro, no obstante, se creía fuerte. Confiaba en sus capacidades, en su amor humano. Tal vez como nosotros tantas veces. Creemos que estamos listos, que sabemos amar bien, que podemos ser fieles siempre; pero luego sólo somos capaces cuando todo nos va bien, cuando la vida nos sonríe, cuando nuestro amor no es puesto a prueba. En
 esos momentos de paz nos llenamos de vida y de fuerza. Nos sentimos supe-riores y poderosos. Nos vemos capaces de resistir el dolor y el sufrimiento sin dudarlo nunca. Sin embargo, poco después, cuando llegan las pruebas, nos tambaleamos, sentimos miedo y negamos conocer a Cristo, igual que Pedro. La negación de Pedro nos indigna y nos sorprende. Pero, ¡cuántas veces nos sentimos débiles y caemos como Pedro una y otra vez! «Todos queremos ser buenos en lo que hacemos, sea como estudiantes, trabajadores, amigos, esposos,
hijos o padres de familia; queremos hacerlo bien y lo intentamos, pero eso no evita
caídas, errores, tropiezos, retrocesos. Es importante pedirnos dedicación y entrega, pero
es una locura pedirnos perfección continua»4. No le exigimos a Pedro, la roca, la perfección, porque no es perfecto. Pero a veces nos exigimos a nosotros ser perfectos o a aquellos a los que amamos. Cristo no pidió nunca esa perfección. Miró a Pedro con misericordia. Una mirada pura y grande que atravesó su alma herida. Acarició la grieta de su fracaso. Se conmovió con el dolor que lo abrasaba. No nos exigimos hoy ser perfectos, porque sería absurdo. No somos una piedra inamovible. No tenemos una fuerza inagotable. Sabemos que la fuerza de nuestra vida no es nuestro orgullo, sino muchos más nuestra debilidad. Somos vulnerables y eso nos abre a la misericordia de Dios. Nuestra herida, nuestra debilidad, es el título más digno que tenemos. Aunque a veces lo olvidamos queriendo hacerlo todo bien, todo perfecto.

Nuestra vida consiste en aprender a educar el corazón. Es el camino que recorremos desde la caída por nuestro amor imperfecto, hasta el encuentro con un amor que nos redime, un amor más grande, un amor eterno. Es el camino que va desde la torpeza con la que amamos muchas veces, a esa mano firme y valiente que nos perdona, nos levanta y sostiene. Es el recorrido desde el «no» en los labios, cuando no somos capaces de dar la vida, hasta el «sí» pronunciado con prudencia en el alma; un sí rasgado con dolor por el hombre y acariciado con ternura por Dios. No es nada fácil amar hasta el extremo, amar bien, amar hasta dar la vida. Se nos puede llenar la boca y el corazón de buenos deseos cuando nos atrevemos a decir: «Te quiero». ¿Qué estamos diciendo? ¿Somos capaces de
responder a todas las expectativas que despiertan estas dos palabras? Nuestro deseo es más grande que nuestra capacidad. Al menos así lo constatamos muchas veces al confrontarnos con la desproporción entre lo que anhelamos y lo que somos. Tenemos un largo camino que recorrer hasta que ese «te quiero» se hace roca, se hace vida, se hace sangre derramada y fidelidad cotidiana. La pre-gunta de Jesús resuena con fuerza en nuestros corazones: «Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: - Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Una pre-gunta fácil de contestar, difícil de vivir. ¿Un amor tan grande? ¿Somos capaces? Al  escuchar esa pregunta, Pedro se sobrecoge porque se siente pequeño, incapaz de amar como Dios lo ama, incapaz de amar más que otros hombres, más que Juan el discípulo amado, más que sus propios amigos que como él habían dado su vida por seguir al Maestro. Escucha Pedro esa pregunta y siente sobre su rostro esa misma mirada de Jesús en una noche de Jueves Santo. Aquella noche Pedro lloró. No fue mejor que los otros que también huyeron, salvo Juan. No fue peor que Judas. Pero huyó, tuvo miedo, se escondió esquivo. Su amor no se hizo carne. No derramó su sangre. Se adueñó de su alma una
mezcla de vergüenza, humillación, arrepentimiento, rebeldía contra la propia miseria. Esa noche todo cambió en la vida de Pedro. Experimentó la limitación de su amor, la desproporción entre el deseo y la realidad, la humillación del propio fracaso. Se vio hundido en el fango, en lo más profundo de la tierra. Y al mismo tiempo, notó la fuerza y el calor de esa mirada que lo sostenían. Quiso, tal vez, rechazar esa mirada. Porque su propia mirada no tenía misericordia consigo

mismo y no quería aceptar la compasión de Cristo. Quiso, en un acto de orgullo,
quizás, huir de allí ocultando su vergüenza. Pero no lo hizo. Esa mirada lo levantó
del barro y le dio una nueva vida. Aprendió entonces a caminar herido. Experi-mentó la humillación de su derrota y aprendió a caminar sin esconder la mirada. Ya no tenía ningún orgullo que defender. No había ninguna honra ni honor que
salvar. Se encontró sólo con su pobreza, se vio tal como era, pobre, débil, necesitado. Se abrazó a sí mismo en su pequeñez reconociendo que ahora sí podría seguir los pasos del crucificado. Por eso en este momento, días después, puede contestar a Jesús sin llanto: «Él le contestó: - Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Porque Jesús lo sabía todo. Sabía que su corazón era altivo y que hasta que no experimentase la derrota no podría caminar hacia el amor verdadero. Sabía que sus gritos de seguridad prometiendo entregar la vida eran sólo el
inmaduro deseo de un amor que no había aprendido todavía a renunciar en esta vida, un amor que todavía no había sufrido por el otro. Un amor torpe y necio. Un amor demasiado inmaduro todavía. Por eso tenía razón Pedro, Jesús lo sabía todo. Sabía que Pedro lo amaba con locura. Antes de caer ya lo amaba, es verdad, pero sobre todo, ahora que había caído, lo amaba con un amor probado. Ese amor insensato de juventud, ese mismo amor, ahora fundado sobre roca, seguía dispuesto a dar la vida por Cristo. Había sido débil, pero ahora ya podía iniciar un camino más alto hacia el Calvario. Jesús se alegra con la respuesta
y le responde: «Apacienta mis corderos». Da una misión, confía a sus propios hijos a Pedro.

Pero a Jesús no le basta este primer sí, e insiste una y dos veces más: «Por segunda vez le pregunta: - Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: - Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: - Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: - Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería». La insistencia de Jesús le entristece a Pedro. Sabe muy bien que no has sido fiel, que ha caído y su torpeza le pesa en el alma. Tal vez, como nosotros muchas veces, no se acaba de perdonar aquella caída imperdonable. La tristeza por la propia debilidad. La constatación de su limitación. Pedro ve con dolor que el mérito no está en él, que no puede poner su confianza en su propia
fuerza. No puede y sufre. Por eso, ante la insistencia de Jesús, contesta con la humildad del hijo débil y herido: «Le contestó: - Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: -  Apacienta mis ovejas». Jesús le ha preguntado a Pedro si le ama con todo su corazón, con toda el alma, con su vida entera. ¿Me amas más que éstos? Hoy nos sentimos como Pedro, respondemos que sí y nos sentimos pequeños cuando caemos. Respondemos con sus palabras: «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero». Nos da pudor decir: «Te quiero, yo te amo, doy todo por ti, nunca fallaré». Porque no nos vemos capaces de responder a tantas expectativas. El amor es muy grande y nuestra alma es pequeña. Por eso Jesús nos marca el
camino y nos anima a amarlo sin descanso, con toda nuestra vida, con el alma encendida por su fuego: «Quiero que te consumas en mi amor. Quiero que me ames pues tengo sed de tu amor. Que ardas en deseos de verme amado y que tu corazón no se alimente más que de este deseo». Sabemos que no podemos amar a nadie sólo con nuestras propias fuerzas. Somos egoístas. Sabemos que el amor de Cristo resucitado nos sostiene. Sabemos que sólo cuando nos hemos vaciado de nuestro orgullo y vanidad por medio de la renuncia, en el sacrificio de un amor probado, entonces hemos dejado lugar en el alma para que se llene del amor de Dios, de su Espíritu. Como decía una persona: «Cuando no espero nada, cuando no busco el
fruto, y sólo espero abandonarme a lo que Dios quiere de mí en cada momento, entonces encuentro el sentido y el verdadero fruto interior. Al vaciarnos a través de la renuncia es cuando podemos llenarnos de su Espíritu de amor». Sabemos que nuestro amor es pequeño y que sólo Dios nos capacita para amar como el ama. Sin embargo, no podemos dejar de repetir en nuestro camino esas dos palabras que expresan el deseo más puro y noble del corazón humano: «Tú sabes que te quiero». ¡Qué importante es decir que amamos a Dios y a los hombres! ¡Qué
grande decir que vamos a luchar con todas nuestras fuerzas, que vamos a dar la vida por aquellos que Dios ha puesto en el camino, por nuestro rebaño! ¡Qué importante hacerlo siempre sin miedo, aunque sepamos que podemos fallar, que nuestra seguridad nunca está en nuestras propias fuerzas! El amor se demuestra en obras. El amor se refleja en la entrega y generosidad. El amor nunca se cansa de entregarse. Cristo nos pide un amor que se entregue a diario por personas con-cretas. Sí nos pide que cuidemos a sus ovejas. Lo importante es que responda-mos con alegría a su llamada al amor y que nunca nos cansemos de dar la vida por aquellos a los que queremos. Que podamos responder con alegría a esta pregunta cada mañana: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Con un amor humano y limitado, torpe y dispuesto, siempre lleno de confianza. Un amor que brota de nuestra herida. Esa herida de amor que llevamos desde que nace-mos. Esa herida grabada a fuego que nos une con el corazón de Cristo, también herido, también roto. Sí, nuestro amor puede ser más grande. Es limitado, cae y se levanta siempre de nuevo. Surge de las cenizas y responde como Pedro, con la esperanza grabada en la mirada. Sí, «te quiero», le decimos de nuevo a Cristo. Nuestro amor madura en la entrega, en la renuncia al propio deseo. Un amor así es el que hace posible que cuidemos las ovejas de Cristo, su rebaño. Un amor que se parte y se dona. Un amor nuevo y probado. Un amor sanado.


1 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 354 
2 Massimo Gramellini, “Me deseó felices sueños”, 145 
3 Todd Burpo, “El cielo es real”, 212 
4 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”, 12

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