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domingo, 15 de mayo de 2011

IV Domingo Pascua El Buen Pastor

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IV Domingo Pascua
Hechos de los apóstoles 2, l4a. 36-41; 1 Pedro 2, 20b-25; Juan 10, 1-10

« Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y, salir, y encontrará pastos »

15 Mayo 2011 P. Carlos Padilla Esteban

« El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me
conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas »


Hace unos días me llegaron unas palabras de Mario Capecci, genetista nuclear, premio nobel de Fisiología: «En vez de pasar tanto tiempo pensando en algo, es mucho mejor ir y hacerlo. No hay que darle tantas vueltas, hay que empezar con algo. Pero para eso hay que tener un plan, una idea de hacia dónde uno quiere ir». La realidad, sin embargo, es que pasamos la vida pensando en lo que podríamos hacer, soñando con planes e ideando caminos y dejamos muchas cosas sin hacer. La pregunta fundamental siempre es: ¿Sabemos hacia
dónde queremos ir? El segundo paso también nos inquieta: ¿Nos ponemos manos a la obra y hacemos aquello que soñamos? No siempre nos resulta y nos quedamos dando vueltas a mil ideas y teorías, no salimos de esos sueños que no se hacen realidad. Porque, en realidad, lo sabemos, nos cuesta cambiar y empezar un camino nuevo: «Se nos pide saber cambiar, pero nos resistimos al cambio. Con frecuencia no cambiamos porque nos da miedo nuestra inseguridad, la posible amenaza de los demás, con su capacidad de crítica, de rechazo, de juicio. Se defienden las certezas personales como si fuera cuestión de vida o muerte. La realidad se simplifica y se considera que no hay mucho que aprender»1. Cuando nos aferramos a nuestras ideas, a nuestra forma de actuar y sólo queremos que salga todo perfecto, nos ponemos rígidos y no permitimos el cambio. No todo nos resulta bien, no podemos controlarlo todo, y entonces preferimos no arriesgar, no jugárnosla, porque podemos llegar a perder. Está claro que nos da miedo el fracaso. Hace falta ser muy humildes para cambiar y aceptar un posible rechazo. Y así caemos en la cobardía y no avanzamos.

El camino para el cambio pasa por asumir que somos hijos, dependientes y necesitados de ayuda. En este domingo se nos habla del Buen Pastor y de las ovejas. Todos estamos llamados a ser ovejas. La verdad es que no nos gusta mucho que nos comparen con las ovejas. Nos resulta algo duro ser tan dependientes y sumisos. Preferimos ser pastores y así guiar a otros. Sin embargo, no es posible ser pastores sin antes ser ovejas. Sin docilidad no hay una actitud adecuada para conducir a otros. Sin humildad no se puede acompañar la vida que se nos confía. Sin una sana imagen de uno mismo, sin una autoestima firme, es difícil amar y servir bien. Cuando nos dejamos cuidar, cuando confiamos, cuando no confiamos en nuestras fuerzas, cuando
escuchamos a Dios en otras personas que Dios pone en nuestro camino con su paternidad, estamos dejando que Dios forme nuestro corazón filial. Ser oveja implica desarrollar la actitud confiada de los niños, que están abiertos a la gracia de Dios. Ser oveja implica estar dispuestos a caminar sin comprender, a
ver pastos mejores y pensar que los nuestros son los mejores para nosotros

1 Gabriela Tripani, “¿Por qué no puedo seguirte ahora?, 89
porque así lo quiere Dios. Ser dóciles a la voluntad de Dios supone aprender a disfrutar de la vida sin pensar que todo podría ser mejor. Supone aceptar que la vida no está en nuestras manos y que no podemos controlarlo todo, porque se nos escapa. Ser oveja significa la apertura a la obediencia, aunque no sea obligatorio obedecer, aunque podamos seguir otro camino. Implica renunciar a nuestras ideas y aceptar las de otros, por muy doloroso que nos resulte. Ser
oveja implica mucha libertad y una experiencia inicial con la que sólo se puede recorrer este camino, la experiencia de sabernos profundamente amados por Dios: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días
de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Sal 22, 13a. 3b-4. 5. 6. El salmo refleja la actitud de la oveja que camina confiada, que no teme y descansa, porque no duda del amor del Pastor. Ese amor de Dios es lo único que nos puede hacer entender que nuestra vida merece la pena. En ese amor tan grande es posible confiar en otros.

La filialidad y la docilidad en la vida es una experiencia que se aprende recorriendo el camino del abandono. Cuando encontramos trasparentes de Dios en nuestra vida empezamos a abandonarnos y nos hacemos más dóciles. Por eso Dios pone personas que nos enseñan a ser hijos. Hace poco una persona me hablaba de sus experiencias filiales con algunas personas en su vida y se preguntaba si todo estaba bien: « ¿Cómo puedo esperar a ver a estas personas con tantas ganas? La respuesta la he visto hoy clara, para mí son
referentes paternales que me guían en mi camino, ahí la importancia de la filialidad». Esta constatación en su vida es el comienzo de un cambio más profundo. Porque cuando empezamos a confiar en las personas, cuando abrimos nuestra vida, estamos dejando que la gracia penetre, que Dios empiece a actuar casi sin darnos cuenta. La filialidad dócil y confiada es un don de Dios que tenemos que pedir siempre. Porque el orgullo y el ansia de valer nos esclavizan y nos hacen creer que cualquier dependencia es mala.

Ser oveja implica un riesgo, el riesgo de entregar el corazón. Hace poco una madre me contó una historia con su hija pequeña cuando rezaban por la noche: «Rezaba la niña: - Jesusito de mi vida eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo tuyo es, mío no. En ese momento me paró: -Mamá, mamá, un momento, que todos los días dices que tómalo, tuyo es, que mío no, y.... es que mi corazón es mío y no se lo quiero dar. Le dije: -Tu corazón, el que tienes ahí dentro, si es tuyo, pero lo es porque Jesús te lo regaló, y lo que hacemos es pedirle que nos lo cuide siempre, porque, aunque lo llevemos aquí dentro, el que mejor lo cuida y lo guarda es Él. Y me dijo: -Ah, vale, seguimos». Esta historia me pareció muy real. Porque le decimos tantas cosas a Dios que no nos creemos de verdad que sea necesario pararnos a pensar hasta dónde estamos dispuestos a llegar. Cuando decimos que le damos el corazón a Jesús estamos hablando de algo muy grande. Nuestro corazón es nuestro y dárselo a Jesús es una aventura. En el Santuario, especialmente en este mes de las flores, le entregamos el corazón a María. Le decimos cada día que es suyo y le entregamos todo. Pero, en realidad, si lo pensamos bien, nos puede pasar como a esa niña, tal vez no queremos dárselo por entero, porque es nuestro. Nuestros son nuestros planes y sueños, nuestros amores y apegos, nuestras riquezas y deseos. No nos gusta entregar lo que nos da tanta felicidad y consuelo. No nos gusta darlo todo a cambio de nada. Nos sentimos pobres, muy pobres. Vuelvo hoy a recordar las palabras del Testamento espiritual de
Juan Pablo II: «“Totus tuus". En estas mismas manos maternales lo dejo todo y a todos aquellos a los que me ha unido mi vida y mi vocación. En estas manos dejo sobre todo a la Iglesia, así como a mi nación y a toda la humanidad. Doy las gracias a todos. A todos les pido perdón. Pido también oraciones para que la misericordia de Dios se muestre más grande que mi debilidad e indignidad». Es la oración del pastor, que, al final de su vida, lo entrega todo y no se guarda nada.

La confianza ciega en el pastor es fundamental para poder ser oveja. Aunque hoy tenemos crisis de pastores. Nos cuesta encontrar personas en las que creer y a las que seguir sin miedo a equivocarnos. Corremos el riesgo de caer siempre en la sospecha y nos da miedo poner la confianza en la persona equivocada. Sin embargo, ¡qué sano es poder confiar y descansar en alguien! Hacen falta pastores en los que confiar, personas que, con su vida fiel y libre, sean lugar de reposo en el que pueda descansar nuestra vida. Esa confianza es fundamental para encontrar el camino por el que tenemos que ir y
para descubrir la propia vocación de vida. Decía el Hermano Roger: «Para prepararte a dar un "sí" a Cristo y luego vivirlo, tienes necesidad que alguien en la Iglesia te escuche. Tienes que hablar hasta el fondo a alguien de ti mismo. Pero no a cualquiera. Si no, tú buscarías a alguien que fuera en la línea del menor esfuerzo y que te hablara y te dejara en tu mediocridad. Jamás esos caminos te llevarán a una creación. Sólo puedes hablar de esto profundo que hay en ti a alguien que tenga un probado espíritu de discernimiento, que sepa leer por debajo de tus contradicciones y
de tus mismas desconfianzas. Cuando el "sí" a Cristo ha sido confirmado por la Iglesia por aquellos que saben escuchar y te dicen que avances, si te quedas en los pantanos de la indecisión, de tu decisión o de tu pesar, pierdes el tiempo. Un tiempo que ya no te pertenecía porque ya es tiempo de Dios». Hoy se habla mucho de crisis vocacional. Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial de oración por las vocaciones. Es necesario rezar para que muchos jóvenes estén dispuestos a seguir a Cristo en un camino de entrega total a los planes de Dios. Cuesta dar un salto de confianza cuando Dios nos pide entregarlo todo. Hacen falta pastores. Tal vez tenemos demasiadas cosas que nos atan, tal vez estamos llenos de cadenas. Tal vez tenemos demasiados planes propios, distintos a los de Dios.

Pensando en la actitud dócil y filial de la oveja y en nuestras resistencias al cambio, recordaba a una santa que hemos celebrado esta semana, Santa Catalina de Bolonia. Ella daba tres consejos de vida: «1) La diligencia, o sea, la prontitud en hacer el bien, que aleja la negligencia y la tibieza. 2) La desconfianza de sí mismo, que no es un impedimento para la acción, sino que nos lo hace esperar todo de la gracia, sin la cual nada de bueno podemos hacer. 3) La confianza en Dios, creyendo firmemente que el Señor no abandona a quien se confía a Él». Son tres rasgos fundamentales para nuestra acción como hijos confiados. El primer paso es la prontitud para la acción. Dejemos las teorías y actuemos. Corremos el riesgo de confundirnos, arriesgamos y podemos ser atacados y rechazados. Pero, en definitiva, el que no arriesga no ama. Cuando estamos atentos y dispuestos a actuar cuando Dios nos lo pida, no tenemos el peligro de caer en la dejadez pensando que es imposible. Porque cuando realmente creemos que no podemos hacer algo, será cierto que no podremos hacerlo. Nuestra falta de fe nos incapacita para la acción. Pero para ello es fundamental tener ese equilibrio que sugiere la santa. Por un lado nos invita a desconfiar de nuestras
fuerzas y, por otro lado, nos anima a creer en esa fuerza omnipotente de Dios en nuestra vida. La confianza plena en Dios nos garantiza la paz para emprender la acción. Cuando desconfiamos de nuestras capacidades, descansamos más en Dios y en su poder.

Los discípulos recibieron el Espíritu en el tiempo Pascual y se convirtieron en portavoces de la presencia viva de Cristo, se hicieron pastores: «El día de Pentecostés, Pedro, de pie con los Once, pidió atención y les dirigió la palabra: - Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías. Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: -¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: -Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos. Con estas y otras muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo: -Escapad de esta generación perversa. Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil». Hch.2, l4a. 36-41. Las palabras apasionadas de Pedro mueven a la acción, a la verdadera conversión del corazón. Esas palabras llenas de fuego despertaron la vida en muchos corazones. El pastor se convierte en un hombre enamorado, en un volcán lleno de vida, en un apasionado que no teme perder nada, porque no posee nada, porque todo lo ha entregado. El que vive así arrastra con su
fuerza. Es la pasión de los santos, la vida de los soñadores que lo han dado todo. La Pascua despierta en nosotros este deseo de ser testigos, de ser testimonio vivo, de ser respuesta a la sed de Dios que padece el hombre. Es el deseo de darnos por entero.

Todos estamos llamados a ser pastores y a cuidar con nuestra vida a aquellos que Dios nos ha confiado. Es el espíritu del buen pastor, de Cristo que da su vida por sus ovejas. No es algo reservado a los sacerdotes o consagrados. Todos, en nuestro trabajo, como padres de familia, en nuestros vínculos personales, tendríamos que encarnar los rasgos del Buen Pastor. Ser pastores implica un cambio de mentalidad, una actitud abierta y generosa con nuestra vida, un deseo de entregarnos sin reservas, aunque perdamos la
vida en ello. El otro día leía sobre el espíritu japonés a raíz de todo lo ocurrido en este país en este último tiempo: «Los japoneses tienen una hermosa respuesta, dicen que los héroes llevan dentro el Yamato-Damashii, es decir, el espíritu japonés. El concepto alude a algo mucho más grande que el patriotismo, alude a la supremacía del bien común sobre el egoísmo individual. Es ese espíritu el que explica que no hubiera saqueos, ni disturbios, que la policía no tuviera como tarea controlar a la población y pudiera dedicarse a las tareas de ayuda y búsqueda». Es el espíritu de la negación de uno mismo por amor al prójimo, al bien común, a todos los
que Dios nos confía. Es un espíritu que escasea en una sociedad que nos invita a buscar nuestro interés, a hacer lo que nos apetece, a disfrutar la vida sin pensar tanto en los que nos rodean. Un espíritu que nos habla de un bien mayor: el amor al prójimo.

El P. Kentenich hablaba de tres rasgos que definen al buen pastor. Se refería a la Fidelidad, al amor y al cuidado del buen pastor. Vamos a empezar por el primero de estos rasgos: la fidelidad del buen pastor. Decía el P. Kentenich: «El buen pastor da su vida por sus ovejas. Aquí tenemos lo más profundo, lo más grande y lo más bello de lo cual nuestro corazón es capaz. Nuestra vida tiene que ser de una sola pieza. ¿Hasta dónde debe llegar la fidelidad del pastor? Renuncio a mí mismo»2. La vida del pastor se entrega por los suyos. Entregar la vida es un paso más grande. No es fácil dar ese salto de confianza. Da su vida
para que ellos tengan vida en abundancia: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». Estas palabras nos conmueven. Pero la fidelidad del pastor implica ese cuidado delicado y constante. La fidelidad implica la permanencia fiel. La seguridad en el pastor, la confianza en que siempre está ahí. Es la roca en el cual el hijo puede descansar y dejar su vida. Nuestra fidelidad sostiene la vida de los que descansan en nosotros. La fidelidad que se juega en lo pequeño no en grandes decisiones.

El segundo rasgo es el amor del Buen Pastor. Es el amor que quiere dar la vida por los suyos. Hoy escuchamos en la segunda lectura: «Si, obrando el bien, soportáis el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas». 1 Pedro 2, 20b-25. El amor del Pastor por aquellos que le han confiado hace que le importe tanto la vida de los suyos. Es un amor que se sacrifica, que se entrega sin reservas, que da hasta que duela. Es el amor que quisiéramos todos llevar en el corazón, pero nos vence a veces el egoísmo y el deseo de recibir antes que dar. Hace poco leía: «La felicidad no se encuentra buscando el cariño o el amor de los demás. Si damos, recibimos, aunque si damos esperando recibir cariño, amor o reconocimiento, lo más probable es que antes o después sólo encontremos un vacío en nuestro interior»3. Muchas veces damos para recibir, renunciamos para tener más. Y, con el tiempo, nos vamos secando, desilusionando y perdemos la vida. Damos la vida esperando recibir más todavía y nos encontramos vacíos. El camino es distinto. Es ese amor que se da sin esperar nada, que ama a los suyos para que crezcan, para que avancen en la vida, para que aprendan, a su vez, a amar sin límites. Un amor que no se busca a sí mismo, sino que se da. Es un amor, como decíamos antes, que surge de la fuente de Dios: «Si Dios te conoce y, a pesar de ello, te ama intensamente, ¡hay esperanza de que tú puedas hacer lo mismo!»4. Cuando nos sabemos amados por Dios, podemos amar a los que se nos confían con un corazón libre.

El tercer rasgo es el cuidado del Buen Pastor. Escuchamos: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». La voz del pastor es la que siguen los suyos. El pastor los conoce y ellos conocen al

2 Rafael Fernández, “Manual del dirigente”, 41
3 Raúl de la Rosa, “El ermitaño que veía películas de Hollywood”, 130
4 David G. Benner, “El don de ser tú mismo”, 84
pastor. Conocer al pastor implica también conocer sus límites y debilidades. Pero para eso es tan importante que el pastor no quiera mostrarse perfecto y sin defectos. Decía el P. Kentenich: «Su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos como razón esencial para que su
corazón se abra y nos compenetre su amor»5. El amor de Dios nos enseña a querer nuestras debilidades y así entonces poder amar las debilidades de los que nos rodean. El cuidado por los hijos comienza cuando el pastor deja de estar en el centro y pone en el centro al otro. Cuando no quiere ser perfecto sino luchar por aprender a amar más cada día.

Los rasgos del Buen Pastor son los que vemos reflejados los santos de Dios, en aquellos que siguen su camino: «Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: -Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y, salir, Y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; ». Jn. 10, 1-10. Son aquellos que han entrado por la puerta de Cristo como dice San Agustín: «Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros. Conozca el hombre que no es Dios, sino hombre, porque el que quiere parecer Dios siendo hombre, no imita a Aquel que siendo Dios se hizo hombre. Porque no se te ha dicho: seas algo menos de lo que eres; sino, reconoce lo que eres». Es la puerta que tenemos que atravesar y por la que tenemos que conducir a los que nos acompañan. Que no se queden en al portero sino que miren la puerta. El portero sólo señala la puerta, y la puerta es Cristo. Entrar por Él significa darle el sí a tantas realidades que nos desconciertan en nuestra vida. Cruces y enfermedades que nos parecen sin sentido. En momentos de oscuridad los miedos llenan el alma. En momentos de soledad no importa tanto lo que hacemos, como decía Soledad Pérez de Ayala, una madre de familia que murió de cáncer hace unos meses: «¿Qué vida es mejor: la que yo había pensado o la que me impone la enfermedad? La respuesta es que una no es mejor que la otra, pues la bondad no está en lo que se haga, sino en cómo se haga y, sobre todo, lo que importa es de Quién vayas acompañado». Ella
vivió en ese tiempo de oscuridad al lado del Maestro y encontró la paz. En el pastor pudo reposar y entregar la vida. Cruzó su puerta y descansó en Él. Porque en esos momentos comprendemos que sólo pocas cosas son importantes en nuestra vida, aunque, con frecuencia, son muchas más las que nos inquietan y quitan la paz.





J. Kentenich, “Carta de nuestro Padre 13 diciembre 1965”

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