Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Mateo 28, 16-20
"Id y haced discípulos de todos los pueblos;
yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo."
P. Carlos Padilla Esteban
"Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama"
A veces, el ordenador se bloquea y las teclas dejan de responder sin explicación alguna. Hagas lo que hagas nada funciona.
En esos momentos nos invade la tentación, por lo menos a mí me pasa, de golpear todas las teclas esperando que, mágicamente, recobre todo su estado normal.
Nos puede la impaciencia y la frustración.
Tenemos prisa, siempre hay prisa. Y nos bloqueamos igual que el ordenador. El propio genio, los planes frustrados, las falta de tiempo porque siempre alguien nos está esperando. Nos sentimos estafados por culpa de un aparato que no responde a nuestras órdenes sin razón justificada. Quisiéramos acabar con él por la frustración que nos produce. Ocurre que la vida, como el mismo ordenador, también nos frustra a veces.
Sufrimos demasiado sin causas justificadas.
Los planes trazados no funcionan, la enfermedad no prevista nos desborda, la crisis inesperada nos hunde y las teclas no responden.
De repente todo iba bien y se tuerce sin poder hacer nada.
Hace poco leía: "Está claro que hay cosas que preferiríamos que no nos sucedieran, y otras que desearíamos que se mantuvieran indefinidamente. Sólo se trata de que reconozcamos lo que sucede, y nuestras emociones ante lo que sucede, para no quedarnos estancados en cualquiera de ellas"1.
El umbral de tolerancia ante la frustración determina nuestra capacidad para enfrentar los contratiempos y los cambios de planes.
Las emociones nos juegan malas pasadas y nos hacen encadenarnos y bloquearnos como el ordenador.
Carecemos de flexibilidad y, ante los imponderables, nos hundimos.
María Gomes Valentín, una anciana de 114 años, comentaba: "Nunca me ha gustado que la gente pierda el tiempo reclamándole a la vida por las cosas que pasan. Yo sigo y no paro. Sigo con mis manos fuertes, las cuales me permiten comer por mí misma".
Dejemos de quejarnos, dejemos de llorar ante aquello que no tiene remedio y sigamos el camino.
Cambiemos la actitud, es la única manera.
Cuando el corazón envejece pierde las ganas de vivir y ve la vida con pesimismo, sin esperanza.
Queremos con frecuencia controlarlo todo y, como no es posible, nos desesperamos.
La frustración consiste en ese estado de decepción, con una importante carga emocional, que se produce cuando se espera que algo deseado se realice y resulta imposible hacerlo por diferentes motivos.
Los planes se vienen abajo y es necesario cambiar el ánimo para poder empezar a andar de nuevo.
Los discípulos se quedaron perplejos ante un giro de los acontecimientos totalmente inesperado.
Después de la frustración y la tristeza al ver a Jesús muerto en la cruz, la Resurrección del Señor y su presencia física habían sido un milagro permanente.
Así relata la primera lectura la escena de hoy cuando los discípulos se confrontan con la separación de Jesús: "Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse". Hch. 1, 1-11.
La sorpresa surge porque los once discípulos de Jesús se habían acostumbrado a la presencia real del Señor resucitado: "Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios".
Compartir la vida con Jesús vivo, lleno de vida y de paz, era una experiencia nueva. Ya no temían la muerte, ni veían peligros cuando compartían con Él la mesa.
Hay experiencias, momentos en nuestra vida, que quisiéramos que fueran eternos, porque nos cambian para siempre. Pero, súbitamente comprendemos, que no es posible. En ese momento los deseos se ven frustrados, no entendemos. Puede que fueran deseos imposibles, tal vez porque no tenían que ver con nuestra propia vida y misión. O es posible que sólo fueran un regalo por un tiempo, como los cincuenta días de la Pascua, para que comprendiéramos cómo tenemos que vivir.
Sin embargo, el corazón se apega y quisiéramos a veces un presente eterno sin más responsabilidades.
Un presente ideal y lleno de realidades, no sólo de anhelos.
Nos frustra pensar que se acaba lo que tanto llena el alma.
Vivir con Jesús resucitado y compartir con Él la vida, era vivir un milagro permanente para los discípulos.
Comer con Él y ver la pesca milagrosa, escuchar sus palabras, tocar su costado abierto, ver la luz en su mirada, descubrir el sentido a la propia vida.
¿Cómo no desear que ese presente durara eternamente?
Claro, así es tiene que ser el cielo.
¿Por qué tienen que terminarse ciertas cosas cuando lo único que hacen es alegrarnos la vida? No encontramos sentido al final de algo bueno. Lo malo sí, es necesario que se acabe cuanto antes, pero, ¿lo bueno? Por naturaleza debería ser eterno.
La frustración en nuestra vida puede alejarnos de la felicidad y hacernos perder las fuerzas para enfrentar el presente. En esos momentos nos escondemos y tenemos miedo, cerramos con temor las puertas.
Es tan dura la ruptura, el final de algo tan querido, que es imposible pensar que pueda haber algo mejor al cruzar el umbral de la puerta.
Renunciamos a volver a vincularnos.
Porque amar duele.
La frustración nos quita la ilusión por vivir.
Así estaba el corazón de los discípulos cuando ven alejarse a Jesús: "Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista".
¡Lo habían amado tanto!
El desánimo los invade.
La separación siempre nos duele.
Me sobrecoge una y otra vez esta escena.
Ellos no entendían los planes de Dios.
No lograban comprender esa separación cuando ellos tenían claro el camino a seguir.
¿Por qué Dios se empeñaba en hacerlo todo tan difícil?
Una persona me decía hace unos días: "A veces no sé si tengo que cambiar mi vida o cambiar mi visión de mi vida y dar un sí de verdad y dejar de quejarme interiormente por cosas que no entiendo que Dios permita. Creo que tengo que confiar más. Me encantaría despertarme y pensar: ¡qué suerte tengo!"
Si no somos capaces de cambiar la mirada sobre nuestra vida no avanzaremos nunca.
La realidad es una, aunque no se acomode a nuestros deseos.
Cuando la tristeza nos quita la pasión por la vida nada nos emociona. Por eso, en esos momentos sin paz, desearíamos despertar por la mañana y volver gritar: ¡qué suerte tengo!
Ese cambio de la propia mirada es fundamental y es un don.
Si nos quedamos parados mirando al cielo sin hacer nada, nada cambia. Podemos mirar nuestra vida desde muchos ángulos, podemos enfadarnos o entristecernos, podemos callarnos y huir hacia delante sin luchar. Sí, podemos llenar la vida de cosas para paliar la tristeza e inventarnos alguna alegría pasajera.
Sin embargo, nada nos da la vida verdadera.
Mientras no cambiemos nuestra visión de la vida y le demos un sí a la realidad que no podemos cambiar, no avanzaremos nunca.
Lo más verdadero de Cristo en nuestra vida es la promesa de plenitud y felicidad que nos ha hecho: "En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Una vez que comían juntos, les recomendó: - No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo".
Es la promesa del Espíritu Santo que no nos dejará huérfanos para siempre. Esa presencia de Dios junto a nosotros es el cumplimiento de una promesa de fidelidad que resuena hoy en nuestros oídos: "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo".
¿Nos lo creemos de verdad?
Jesús dice que hasta el fin del mundo estará a nuestro lado, sosteniéndonos. Quiere decir cada día, cada hora, siempre que lo busquemos.
Nos parece imposible.
No lo sentimos, nos sentimos solos.
Nos cuesta palpar su presencia.
Pensaba en el testimonio de Soledad Pérez de Ayala otras veces comentado. En su enfermedad decía: "He visto que de mis cuarenta años, el último ha sido especialmente dulce porque he contado de una forma sorprendente con la presencia de Cristo en mi vida diaria. Y he llegado a preguntarme si debo desear sanar, pues la dulzura de estar con Él me hace pensar en la vida eterna".
Pensaba en esta reflexión sobre la vida y me daba cuenta de que es necesaria un alma muy grande y llena de Dios para ver así la vida, para creer de verdad en la Pascua y descubrir la mano llagada de Cristo en nosotros.
Cuando notamos la presencia real de Cristo y su mano sanadora, cuando oímos sus palabras llenas de consuelo y experimentamos la dulzura de Dios, nos gustaría que esa sensación no pasara nunca.
Queremos vivir suplicándole a Dios que nos deje tocarlo en nuestra vida, en lo que nos ocurre, en el silencio de la oración, en los milagros que vemos a nuestro alrededor.
No obstante, muchas veces no somos capaces de ver en esta vida a Dios y ver que nuestros días son sólo un paso fugaz hacia la vida eterna. Vivimos para nacer a una nueva vida que sólo intuimos.
Pero nos atamos a este mundo pensando que es el definitivo.
Al ver hoy a Jesús en el cielo queremos repetir en el corazón las palabras del Salmo:
"Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo. Porque Dios es el rey del mundo. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado". Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9.
Este domingo es un domingo de esperanza y de alegría al ver al Señor que en cuerpo y alma asciende al cielo.
Hoy recordamos las palabras de San Pablo: "Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios" Col. 3, 1-4.
Miremos hoy al cielo, dejemos de mirar la tierra y todo lo que nos inquieta. Nuestros pesares y contratiempos, los imposibles que tanto nos entristecen. Pensemos por un momento en la pequeñez de nuestra vida.
Es pobre y es grande.
Apenas unos días sobre la tierra.
Estamos de paso por estos caminos que recorremos buscando la luz, casi ciegos.
Y en ese camino Cristo nos sostiene cada día.
Recordemos algo central que nos cambia la vida: "Tú no eres sólo un pecador, eres un pecador intensamente amado"2.
Esta verdad nos hace mirarlo todo con optimismo y alegría.
Miramos al cielo y confiamos en esa conducción de Dios.
Sabemos que nuestra condición de pecadores debilita nuestros sueños.
Pero sabemos, con más certeza aún, que el amor de Dios nos levanta siempre de nuevo.
Miremos al cielo para recibir el amor, para llenarnos de Dios, para derramar así todo lo que hayamos recibido.
Damos sólo aquello que tenemos.
Y sólo si nos llenamos regalamos algo.
Es una realidad que los planes de Jesús son distintos de los nuestros. Jesús no se queda con los discípulos en la forma en que ellos esperaban y regresa a la derecha de su Padre.
Pero ellos no logran entender por qué esos cincuenta días tenían que tener un final.
El diálogo de Jesús con sus discípulos revela cómo no son capaces de comprender lo que está ocurriendo:
"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo". Los tiempos de Dios no son nuestros tiempos.
Hacemos planes y queremos que todo suceda según nuestro deseo.
Dios tiene sus caminos.
Cuando recibimos el Espíritu Santo entendemos que la vida sólo tiene sentido si se entrega en fidelidad y por amor.
Sin miedo, sin reservas.
Sólo así estamos viviendo de verdad y experimentamos lo que hace un tiempo leía: "Si nos dijeran que hoy nos vamos a morir, ¿estaríamos preparados para hacerlo en paz? Si la respuesta es "Sí, estoy preparado para morir", entonces estamos preparados para vivir" 3.
Cuando reconocemos la voluntad de Dios en lo que hacemos, estamos preparados para morir y, de esta forma, estamos preparados para vivir plenamente.
Para vivir así, sin embargo, es necesario no mirar con nuestros ojos tan humanos sino con el corazón y en la fuerza del Espíritu.
Así lo escuchamos en la segunda lectura:
"Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación". Ef. 1, 17-23.
Queremos aprender a mirar con los ojos del corazón para entender cómo es la esperanza nueva a la que Cristo nos llama.
El corazón desentraña la niebla que cubre nuestros ojos y nos hace entender que los días en el mundo son días de camino hacia la vida más verdadera, la vida eterna, esa vida que no tiene final y nos hace plenos.
Los discípulos, mirando al cielo, recibieron una misión y comenzó para ellos un camino hacia la eternidad: "En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado". Mt. 28, 16-20.
Cristo los invita a ser instrumentos en las manos de Dios.
Como dice San Jerónimo: "Mandó a sus Apóstoles que enseñasen primero a todas las gentes, después que los bautizasen con el sacramento de la fe y que después de la fe y del bautismo les enseñasen todo lo que debían hacer".
Es el camino de la vida que queremos recorrer.
Porque muchas veces nos planteamos la misma pregunta que un niño de 6 años le hacía a su hermano de 8:
" ¿Para qué estoy aquí? Y su hermano le contesta:- Estás aquí para amar a Dios y para que Dios te ame. El pequeño añade: - Y para amar su creación, ¿no?" Porque, como decía Seneca: "Ningún viento es bueno para el barco que no sabe adónde va".
" Queremos saber bien hacia dónde vamos; ¿qué sentido tienen nuestra vida, nuestro pasado, nuestros errores y aciertos?
" Queremos mirar con optimismo hacia adelante con la certeza de saber dónde Dios quiere que nos desgastemos.
" Queremos vivir aquí y ahora y no esperar a que cambien los vientos, a que el día nos muestre algo mejor de lo que tenemos.
" Queremos vivir buscando, anhelando, deseando la plenitud que nuestras palabras insinúan.
" Queremos vivir amando y dejando nuestra vida a jirones en almas que buscan a Dios.
" Queremos vivir en la verdad, para no enredarnos en mentiras y pensar que Dios se ha equivocado.
Estamos llamados a entregar la vida en una misión que nos consuma.
Leía hace poco: "Nuestra vocación es siempre una respuesta a una llamada divina para ocupar nuestro lugar en el Reino de Dios. Una llamada a servir a Dios y a nuestros congéneres de un modo peculiar que se ajusta a la forma de nuestro ser"4. Cristo nos invita a llevar su palabra y su vida por toda la tierra con nuestra originalidad, tal y como somos.
María, con esa fe suya audaz e inquebrantable, nos ayuda a caminar por la vida.
Decía San Ambrosio: "María no dudó, sino que creyó, y por eso ha conseguido el fruto de la fe. Bienaventurada tú, dice, que has creído. ¡Mas también sois bienaventurados vosotros que habéis oído y creído!, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras. Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos resida el espíritu de María para exultar en Dios".
Tenemos la misión de llevar a María a un mundo que ha perdido el interés por Ella.
El P. Kentenich hablaba de los riesgos que trae consigo llevar a cabo la misión que Dios nos pide: "Humanamente hablando, tenemos que contar, por último, con que nuestro intento fracase por completo. Y, sin embargo, no podemos sentirnos dispensados de correr este riesgo. ¡Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque nos conduzca al abismo más oscuro y profundo, aunque exija dar un salto mortal tras otro! La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta"5.
La misión que se nos pide consiste en intentar superar una tendencia hoy muy presente en el corazón humano, la tentación de separar la vida y la fe, las ideas y la práctica.
En María vemos reflejada la unión sana y natural de vida y fe.
En Ella se refleja el ideal hacia el que caminamos.
Amar de forma armónica, vivir una autenticidad de vida que se nos proyecta como un ideal.
Cuando dividimos y separamos nos estamos dejando llevar por una forma de pensar que no integra.
El pecado separa todo en nuestro corazón, el ideal nos anima a integrarlo todo. María es la gran educadora de nuestra forma de pensar, vivir y amar.
Por eso la miramos y asumimos la misión que nos confía, la misión de entregar a los hombres este ideal.
El sueño de vivir una vida en armonía, algo que nos parece tan lejano de la realidad diaria.
Cristo sigue vivo a nuestro lado, está presente y se manifiesta en la paz que llena el corazón cuando somos fieles a su misión.
Una persona me contaba cómo Dios había sanado su alma llenándola con su paz: "Pero no llegaba a la Paz. Hasta que Él me la ha dado, nadie más. Sí, "Cristo vence a la muerte y nos muestra su luz". Lo toco. Y nunca he sido muy mística pero me asombra que el Espíritu Santo ponga en mi corazón estos sentimientos, oraciones, que en mi vida hubiera pensado pronunciar o sentir. Todo de Él, todo de Ella. ¡Cuánto hablo con María! Le cuento todas estas cosas y le sonrío tanto".
La paz del corazón es el milagro que suplicamos cada mañana mirando, como los discípulos, al cielo.
Es la paz que nadie podrá quitarnos, porque no nos la dan los hombres, ni la propia vida, sino sólo Dios.
Aunque muchas veces nos frustramos al no sentir su presencia, al no notar sus pasos junto a los nuestros, y le pedimos a Dios que se manifieste, que no se esconda en las sombras.
Pero tal vez es que no entendemos sus caricias, y su forma algo enigmática de escribir sus palabras.
Nos desconcierta que despierte sueños imposibles o que se frustren caminos evidentes para nuestra felicidad. Nos atamos y anclamos, nos apegamos a la vida y no logramos descubrir esa mano esquiva que no se deja tocar por nuestras propias manos.
Tenemos que aprender a vivir con esa nueva esperanza que sólo vive en nuestro corazón cuando ha sido capaz de hacerse hijo confiado en la batalla.
Cristo pronuncia su palabra sobre nosotros y nos hace nacer de nuevo. Pero su palabra pasa muchas veces desapercibida porque no estamos abiertos y no escuchamos, no notamos su presencia.
Sin embargo, lo sabemos, las palabras que quedan son las que se hacen carne y vida, las que se pronuncian con el corazón, las que no se ven en los labios, las que nos hacen sangre al ser pronunciadas, las que no nos dejan indiferentes porque suenan con mucha fuerza en el alma, porque tienen eco, porque nos hacen soñar.
Son las palabras que no olvidamos porque han quedado grabadas sin darnos cuenta para siempre y la vida las trae de nuevo a la superficie cuando recordamos los momentos de Dios en el camino.
Porque esas palabras han construido nuestra vida, porque aún sin recordarlas están vivas y, sin saberlo, dan forma a nuestro ser.
Son las palabras invisibles que ya casi no reconocemos y están ahí, guardando silencio, dando vida, haciéndose sangre de nuestra sangre.
Son las palabras que Dios pronuncia cada día para nosotros en el interior del corazón y nos desvelan lo que espera de nuestra vida.
Aunque tratemos de acallarlas con ruidos y las escondamos en una maraña de emociones.
Nosotros, como respuesta, sólo necesitamos pronunciar nuestra palabra, esa palabra sencilla que se detiene antes de ser pronunciada.
Esa palabra que nos duele porque desata un torrente de vida al romper su silencio.
Nos da miedo que deje nuestros labios porque, al hacerse carne, lo transforma todo.
Esa palabra es nuestro sí, nuestro "Fiat" tímido y cobarde, nuestro "hágase" dubitativo a los deseos de Dios en nuestra vida.
Es un grito del alma.
1 Raúl de la Rosa, "El ermitaño que veía películas de Hollywood", 223
2 David G. Benner, "El don de ser tú mismo", 73
3 Raúl de la Rosa, "El ermitaño que veía películas de Hollywood", 163
4 David G. Benner, "El don de ser tú mismo", 112
5 J. Kentenich, Carta del 31 de Mayo de 1949
(AGRADECEMOS A LA SRTA DELIA NAVARRO CASTEX EL ENVÍO DE LA HOMILÍA DEL PADRE CARLOS PADILLA ESTEBAN)
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