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lunes, 22 de julio de 2013

Homilía Padre Carlos Padilla Esteban - Sólo una es necesaria, María ha elegido la mejor parte y no se la quitarán - XVI Dom TO


Domingo XVI Tiempo Ordinario
Gén 18, 1-10a; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42

«Sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán»
21 Julio 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Tenemos que aprender a decidirnos aunque nos confundamos. Lo importante es la rectitud y la valentía del corazón. Marta y María deciden, optan, se arriesgan, confían»

A todos nos importa que nos respeten. Deseamos que nos den el espacio que necesitamos, nos traten con cariño y cuiden las formas. Nos encanta que se adap-ten a nuestros gustos y entiendan nuestras necesidades. Nos alegra cuando los demás nos aceptan como somos, sin esperar que actuemos de otra forma distinta. En realidad, deseamos que nos amen tal y como somos. El respeto es una parte esencial de nuestra vida, es esencial en el amor, es su cimiento más firme: Desear por mi parte lo mejor para ti y tratar de ser lo que tú necesitas que yo sea, sólo puedo hacerlo respetando tu libertad para sentir, pensar y decidir a tu manera. Si estimo tanto tu persona como la mía, eso es lo que el amor exige»1. El amor exige respeto. Queremos que respeten nuestra vida, que no nos pidan lo que no podemos dar. Porque no lo tenemos y nadie puede dar lo que no tiene. Nos gusta que nos comprendan y aprueben nuestras acciones. ¿Por qué le gusta al hombre juzgar siempre lo que los demás hacen? ¿Por qué no nos basta con actuar nosotros de acuerdo a lo que creemos sin compararnos con los demás, sin juzgar a los otros por no hacer lo mismo? ¿Por qué nos encanta meternos en la vida de la gente decidiendo lo que está bien y lo que está mal? ¿Por qué nos cuesta tanto, cuando amamos, respetar al otro, tratarlo con delicadeza y no vivir juzgando su vida a cada paso? Deseamos que no nos violenten cuando no queremos hacer algo, pero luego presionamos a
los otros para que hagan lo que nosotros queremos. Damos cuando nos parece bien dar, pero exigimos de los demás una reacción inmediata ante nuestras demandas o ante nuestra generosidad. Dejamos de dar cuando no queremos seguir dando, pero no toleramos esa actitud en aquellos a los que amamos. ¡Qué difícil resulta respetar a aquellos a los que amamos! Queremos a alguien y desea-mos que su respeto nos proteja y cuide. Y nosotros deseamos respetar su vida. Pero, ¡qué difícil hacerlo bien siempre! Cuando no hay roces todo va bien. Pero cuando comienzan las tensiones el respeto pasa a un segundo plano. Entonces queremos saberlo todo, queremos decidir, queremos imponer nuestro deseo, aunque sea a la fuerza. Entonces el respeto se pierde. ¡Qué ingenuos! No existe amor verdadero si no hay respeto. Cuidar la imagen de la persona amada, sus gustos, su vida, sus tiempos. Sin juzgarla. Sin pretender que su vida sea como nosotros queremos que sea.

Hoy la primera lectura nos muestra cómo crece la fe en el corazón del hombre. La fe es un don que recibimos para aprender a caminar en la oscuridad

1 John Powell. “El secreto para seguir amando”, 29
de la noche. Como nos recuerda la Encíclica «Lumen Fidei»: «La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. La fe se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo». La fe surge de un encuentro con el Dios de nuestra vida, el encuentro con un amor más
grande. Así comienza el camino de Abrahán en Mambré: «En aquellos días, el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor. Alzó la vista y vio a tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda y se prosternó en tierra, diciendo: - Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a vuestro siervo. Contestaron: - Bien, haz lo que dices. Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: - Aprisa, tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz una hogaza. Él corrió a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que
lo guisase en seguida. Tomó también cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba en pie bajo el árbol, ellos comieron». Mambré representa el encuen-tro con el Dios de la vida que viene a descansar en nuestra casa. Abrahán sale corriendo porque no quiere que Dios pase de largo. Dios se detiene. Come con él, comparte la tarde, se queda en su casa. Así es Dios, así es Jesús en nuestra vida. Quiere descansar en nosotros y no pasa de largo, no evita el encuentro, no nos olvida, al contrario, se queda con nosotros. Como Jesús en Betania, cuando des-cansaba con sus amigos. Como Dios en Mambré, que acepta la comida de Abrahán. El encuentro surge del amor y nos da la paz que anhelamos. Son esos
momentos de Tabor en nuestra vida los que nos sostienen. Decía San Agustín cuando percibió ese amor tan grande: «Brilló tanto tu luz, fue tan grande tu resplandor, que ahuyentó mi ceguedad. Hiciste que llegara hasta mí tu fragancia y, tomando aliento, respiré con ella, y suspiro y anhelo ya por Ti Me diste a gustar tu dulzura, y ha excitado en mi alma un hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocaste y me encendí en deseos de abrazarte»2. Son momentos en los que percibimos una densidad especial, una fuerte presencia de Dios, como si pudiéramos tocar las alas de los ángeles. Son momentos del Espíritu, de intimidad con el Señor, donde el amor que Dios nos tiene se hace más fuerte. Son momentos en los que invitamos a Dios a compartir la tarde, a quedarse con nosotros, porque atardece. Son momentos que no
queremos que pasen de nuestra vida porque le dan sentido a todo lo que hacemos.

Pero no le basta a Dios con comer con nosotros y pasar la tarde en silencio a nuestro lado. Nos pide algo más, nos anima a dar un salto de fe: «Después le dijeron: - ¿Dónde está Sara, tu mujer? Contestó: - Aquí, en la tienda. Añadió uno: Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo». Gén 18, 1-10ª.Dios le va a pedir a Abrahán un salto de fe. Sin embargo, no siempre es tan fácil creer y confiar. Dios nos anima a seguir sus pasos, a caminar bajo su luz, sin miedo. Dios le pide a Abrahán que crea en el camino que le propone, aunque todo parezca imposible. Dios le pidió un día que dejara su tierra y siguiera

2 San Agustín, libro X, capítulo XXVII, Las Confesiones
sus pasos. Que abandonara sus dioses y se arriesgara a creer en un solo Dios.
Que dejara su familia y protección confiando en una descendencia infinita. Le pidió abandono, renuncia, radicalidad. Le rogó que se abandonara en sus manos de Padre dejando de lado sus seguridades. A cambio le prometió una descendencia innumerable, una tierra propia y rica y una profunda intimidad con Él en la que no le harían falta otros dioses. Abrahán creyó, se abandonó y selló una alianza con ese Dios que seducía su alma. Con el paso de los años, su fe se tambaleaba por-que no veía cómo llegaría esa descendencia innumerable. Hoy escuchamos cómo Dios le pide que confíe en lo que parece imposible. Sara, estéril y ya muy mayor, va a tener un hijo. La promesa se va a hacer realidad. ¿Cómo será posible? Re-suenan las palabras de María ante el Ángel: Fiat. Dios es fiel a su alianza y no nos deja solos. El Papa Francisco en la Encíclica «Lumen Fidei» habla de la fe que ilumina los pasos de Abrahán: «En cuanto respuesta a una Palabra que le precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Esta memoria no se queda en el pasa-do, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. Está estrechamente ligada con la esperanza». Abrahán cree y confía. Se fía de la promesa aunque parece imposible. Se fía por amor. Cree en la palabra de Dios, porque esa palabra, «pronunciada por Dios, se convier-
te en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace posible que nues-tro camino tenga continuidad en el tiempo». La fe se sostiene en la roca que es la Palabra pronunciada por Dios en nuestro corazón. El hombre comienza a creer aventurándose en la incertidumbre de la vida. Pero su sí es un sí audaz y valiente. Decía el P. Kentenich: «Nuestro sí no es desesperado, sino valiente y alegre, aunque a veces esté unido a muchas situaciones de angustia»3. Es un sí asido a Dios, sujeto en su corazón. El hombre pronuncia con timidez su sí y confía en permane-cer fiel a la promesa. Así habla San Agustín de la fidelidad del hombre: «El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre». Pero, ¿es realmente lo fácil creer en Dios como lo hace Abrahán? ¿Es fácil para nosotros que caminamos en la oscuridad de la vida y dudamos muchas veces?
Algunos lo ven como el camino fácil y piensan que creer en Dios es lo más cómo-do, como una solución a todas nuestras dudas y miedos, como un seguro en me-dio de la noche. Muchos hombres caminan hoy en la oscuridad, viven sin espe-ranza. El Papa comenta en la encíclica lo que le ocurre al hombre cuando no ve el camino: «El hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposi-ble distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija». En la oscuridad la luz de la fe surge como un estallido de esperanza. Entonces, ¿por qué no todos creen? ¿Es la fe una solu-ción rápida al vacío que deja el mundo en el alma desolada? ¿Es la respuesta a tantas preguntas que no tienen aparentemente respuesta? ¿Puede calmar Dios el deseo de un amor más grande que todos tenemos? ¿Puede iluminar nuestros pa-sos y devolvernos la confianza que hemos perdido ante los fracasos y decepcio-nes de la vida? La fe da respuesta a nuestras preguntas. Porque nos sostiene,
ilumina nuestros pasos, nos muestra la ruta y nos anima a confiar. Hoy

3 J, Kentenich, “Dios Presente”, 130
suplicamos: «Señor, auméntanos la fe», porque vemos que nos falta fe.

Hoy queremos acercarnos al misterio de Betania y contemplar a Jesús des-cansando con sus amigos: «En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa». Una mujer lo recibe en su casa. Hace falta te-ner un corazón abierto y libre para acoger al Maestro sin pretender nada de Él. Jesús parece buscar sólo descanso en la aldea. Como el Dios de Abrahán que descansa en Mambré. Dios busca descanso en nosotros cada día. Busca cora-zones capaces de acoger ese misterio que Dios revela a los hombres con cora-
zón sencillo. Y a veces nosotros vemos a Dios como un Dios que siempre exige, que no  descansa, que, al venir a nosotros, nos inquieta y violenta para que salgamos de nuestra comodidad. Es cierto, a veces Dios es un viento huracanado que desbarata nuestro orden y nos quita el control del timón de nuestra barca. Pero en otras ocasiones Dios sólo quiere descansar en nosotros. Jesús llega a Betania después de haber explicado al hombre el sentido de la vida, el camino que consiste en practicar la misericordia con nuestro prójimo. Tal vez muchos no lo comprendieron. Esperaban otras respuestas. Llega a Betania cansado. Y allí, Marta, en Betania, una mujer sencilla, se abre al misterio y lo acoge en su casa con misericordia: «El misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a sus santos. A éstos ha querido Dios dar a conocer la gloria y riqueza que este misterio encierra para los gentiles: es decir, que Cristo es para vosotros la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo». Col 1, 24-28. Impresiona ver cómo Jesús mira el corazón de Marta esa tarde. Se detiene ante su puerta abierta, busca reposo en su vida. Confía en ella, en la paz de su hogar, en su cuidado. Creo que lo importante sucede en nuestro corazón. Dios quiere descan-sar en él. También nosotros necesitamos corazones en los que descansar. Mu-chos buscarán descanso en nuestra vida y a lo mejor no lo encuentran. Porque corremos de un lado a otro. ¿A quién acogemos en nuestra casa, en nuestra alma? ¿Quién descansa con nosotros? ¿Con quién descansamos? ¿Descansa Dios en nosotros?

Marta y María podían optar entre dos posibilidades: o bien se sentaban a los pies de Jesús y dejaban de ayudar en casa procurando acoger con cariño al peregrino; o bien se ponían a ayudar en la casa y se perdían las palabras de Jesús. ¿Cuál de las dos opciones era la correcta? «Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio». Las dos actividades son aparentemente igual de buenas y necesarias. Lo importante sucede en el corazón del hombre y no se ve a simple vista. Muchas veces nos planteamos dónde tenemos que estar en cada momento. No es tan fácil optar cuando hacerlo implica dejar de lado otras opcio-nes que parecen también buenas. A veces pensamos que todo lo religioso es más importante que nuestra rutina diaria y dejamos de lado lo que nos toca hacer,
pensando que es mejor estar cerca de Dios. En otras ocasiones parece que el trabajo es lo primero, y todo lo que sea diversión debe estar relegado a nuestro «deber». ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Cuál es nuestro lugar en cada momento? Lo importante es estar donde Dios nos quiere, porque es lo que nos da paz. Sin embargo, no es tan fácil, porque para cada persona es diferente y quizás incluso cada momento es distinto. Oír donde me quiere Dios no es fácil. Una persona rezaba: «Peregrino feliz ansiando encontrarme contigo. No temo, porque tú sigues guiando mis pasos por el camino. De la oscuridad más profunda me darás toda la luz». Es la oración que brota de un corazón confiado que sabe descansar en Dios. De un corazón que sabe elegir y optar. Porque no es fácil ponerse en camino. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántos hombres hay que no toman ninguna decisión! Siem-pre encuentran alguna excusa para abstenerse de decisiones. Esperan y esperan. El sí tiene un sentido extraordinariamente profundo»4. Es la incapacidad para dar un salto de fe y optar por un bien. Es algo que hoy abunda tanto. Nos movemos a menudo entre dos sillas. Sin decidirnos del todo. Tenemos que aprender a decidirnos aun-que nos confundamos. Lo importante es la rectitud y la valentía del corazón. Marta y María deciden, optan, se arriesgan, confían. En toda decisión ganamos y perde-mos. Disfrutamos de algo y renunciamos a algo. Así suele ser la vida.

Para María estaba claro, por lo menos en ese momento, que su lugar era es-tar a los pies de Jesús. Por eso todo lo demás no tenía importancia, porque sabía que perdía su momento si no estaba con Él. Ella lo necesitaba y no se fija en Marta y su esfuerzo por cuidar a Jesús. No se siente culpable porque no estaba siendo egoísta. Su alma deseaba estar con Jesús, ¡lo había buscado tanto! María necesitaba más que Marta, en ese momento, estar a los pies de Jesús. Para ella no había nada más importante que permanecer a los pies de Jesús en su casa. Necesitaba postrarse, sentirse niña, acogida, escucharle; el resto de las cosas podían esperar. En realidad le enseña a Marta que quizás merece a veces la pena dejarlo todo por lo más importante, aunque no salga todo tan perfecto. Perder el tiempo con Jesús, aunque la casa esté hecha un desastre, parece, en este caso, una opción posible. Tal vez María era más frágil, o Jesús respondía a su sed, a esa sed tan honda de su alma, a ese anhelo de plenitud. Seguramente sus pala-bras calmaban la sed. Por fin había llegado aquel a quien llevaba esperando toda su vida. ¿Cómo hacer otra cosa distinta a estar con Él? ¡Cuánto nos cuesta dete-nernos y, simplemente, contemplar y estar con alguien, estar con Dios! El otro
día leía: «No resulta fácil aprender a parar. El primer paso es encontrar un ritmo de vida que permita, no sólo estar atento a lo que se hace, sino disfrutarlo. La aceleración recorta el disfrute de la vida. Implica elegir, priorizar, y, sobre todo, aprender a decir y a decirse no. Nadie tiene tiempo para todo lo que quiere hacer»5. La actitud de María nos ense-ña a detenernos y perder el tiempo. Nos enseña a tomar opciones que no siempre van a ser comprendidas por los que nos observan. Queremos parar. Sí, ir más despacio. María representa ese espíritu contemplativo y libre. Vivimos en una sociedad en la que todo va muy rápido. Un mundo en el que lo útil y práctico es lo importante. Una vida en la que no podemos perder el tiempo, porque vale oro: «Sí, todo va demasiado deprisa. Hablamos demasiado deprisa. Reflexionamos demasiado deprisa, cuando reflexionamos. Enviamos correos electrónicos, textos sin releerlos, perdemos la elegancia de la ortografía, la cortesía, el sentido de las cosas»6. ¡Cuánto
nos cuesta detener los motores! Vivimos corriendo y no llegamos a ninguna parte.

4 J, Kentenich, “Dios Presente”, 130
5 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”, 114
6 Grégoire Delacourt, "La lista de mis deseos", 84
María contempla, mira, escucha, calla, pierde su tiempo. Son actitudes aparente-mente pasivas pero llenas de vida. María es receptiva, acoge, como el cáliz que recibe en su seno la sangre que brota del costado abierto de Cristo. Es necesario aprender a parar, a perder el tiempo, aunque el corazón sufra deseando la acción. Dejar de hacer cosas a veces es muy bueno, porque el verdadero cristiano vive consagrado a Dios y no se dedica siempre a hacer cosas para Dios. Una persona rezaba: «Gracias por descubrirme que la santidad no es amar de forma perfecta, sino
sentirme amado cada día por ti. Ha sido un regalo descubrirlo, haré de ello examen para el resto de mi vida, y dormiré cada noche con ese convencimiento. Gracias por hacerme entender que aunque a mi alrededor no se abran los corazones, ni haya grandes conver-siones ni milagros, te pueda servir igual en silencio, quizás por ello mi entrega sea más fecunda». Lo que importa es que aprendamos a descansar en Dios, a estar con Él. Hacer cosas es importante, pero no es lo central. Somos de Cristo. Le pertenece-mos a Él, vivimos consagrados, sólo para Él.

Queremos ahora detenernos en Marta. ¿Qué sabemos de Marta? Que Jesús la amaba mucho: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» Jn 11,5. La amaba personalmente. Es bonito pensar en ese amor. Jesús conocía su corazón, y la amaba profundamente. Marta es la mujer creyente, la mujer de fe. Marta amaba a Jesús. Lo amaba profundamente, con un amor de niña, puro e inmenso. El Papa Francisco, en su encíclica «Lumen Fidei», habla de Marta como la mujer creyen-te: «A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: - ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso». Marta es la mujer llena de fe. La mujer capaz de ca-minar en medio de la oscuridad porque ha sido amada por Dios en lo más profun-do. Lleva en su pecho encendida la luz del amor. Ese amor recibido, ese amor que surge de su alma, le da luz, ilumina sus pasos, le marca un rumbo. Marta era ama-da por Jesús y eso bastaba para vivir. Marta, a su vez, amaba a Jesús y veía por sus ojos, creía en todo lo que Él le decía: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Sus palabras muestran una fe viva, autén-tica, decidida. Porque amaba, creía. Porque creía su amor se hacía más fuerte. Se trata de una fe que la capacita para caminar en la noche sin perder los pasos. Marta es imagen de todos los que creen sin ver. De todos los que nos sabemos
amados por Dios y creemos que ese Dios de nuestra vida nos va a sostener siempre.

Lo que Marta hacía era más importante que el simple hecho de servir. Marta se convierte en la mujer que se detiene a tocar y sanar la herida del hombre. Es la buena samaritana que socorre al hombre herido el borde del camino. Es la miseri-cordia hecha carne, porque ama, acoge y sirve. Es la mujer que observa la necesi-dad y acude en ayuda del que necesita. Sin pensar en lo que ella necesita. Marta representa a tantas personas que en la vida se preocupan por el prójimo, por su bien, por su necesidad, adelantándose a sus deseos. Es la mujer que observa y siente, percibe la realidad, no vive centrada en sus propios deseos, sino volcada sobre la necesidad del hombre. Es la mujer que se pone en un segundo plano, pasando desapercibida, sin querer ocupar los primeros lugares. Es la mujer que renuncia y se retira, la mujer que deja que los otros puedan llevar a cabo su misión con un corazón alegre. Marta es imagen de la Virgen María, reflejo de la Inmacula-da, que, volcada por amor sobre el hombre, lo levanta y sostiene. Nuestra Madre percibe nuestra necesidad y viene en nuestro auxilio. Sin Marta sirviendo, María no habría podido descansar en el Señor. Jesús, de forma cómplice, le pedía a Marta sin palabras que ayudase, trabajando, sirviendo, dejándolo todo listo, para que María pudiese estar a los pies de Jesús, en el mejor lugar. En eso consistía su misión: dejar a María el mejor puesto. Hace falta mucha humildad para aceptar el hecho de permanecer ocultos. En general preferimos los primeros puestos y nos gusta que nos sirvan, que respeten nuestros deseos, que nos dejen el mejor lugar. Jesús contaba con Marta para cuidar a María. Aunque eso implicase que Marta se
perdiese su rato con Jesús. Esa renuncia es fuente de vida para otros. Jesús con-fiaba mucho en Marta, tenía una complicidad con ella muy bonita, una amistad sencilla que se ve en el cariño y la confianza con que la regaña. La conocía. Cono-cía su corazón grande y no quería que se conformase con poco. Jesús le pedía a Marta que fuese generosa, más todavía, que renunciase, que se negase a sí mis-ma. Decía el P. Kentenich: «Desprenderme del yo quiere decir, por lo tanto, que tengo que esforzarme en trabajar con espíritu para desarrollar mi capacidad de entrega. El acto de conformidad o aceptación de la voluntad de Dios supone una vida de aceptación. Mi vida debe ser tan recia que en todo sea un solo Gloria al Padre»7. Se lo pide todo porque sabe que sí puede hacerlo, porque ya se ha desprendido de sus deseos y es libre. Por eso le pide que se olvide de sí misma, que deje a María el mejor sitio y entregue en su corazón el anhelo que también tenía de estar con Jesús, en silencio, a sus pies, escuchando. Y todo porque María lo anhelaba mucho, porque lo necesitaba mucho. Es muy difícil, es algo que no parece humano; sólo quien esté muy unido a Dios y se sienta profundamente querido por Él, puede renunciar a sí mismo para que otro tenga la mejor parte. Nos cuesta pensar en el otro en primer lugar, dejarle paso, servir y cuidar su vida, preocuparnos de que sus anhe-los más profundos se cumplan, relegándonos, renunciando. Todos corremos bus-
cando sentirnos queridos y colocarnos en el lugar que queremos. Una persona rezaba: «En lo más profundo de mi ser deseo que me liberes, Señor. Del deseo de ser alabada, aplaudida, mimada, libérame, Señor. Del deseo de ser la primera, la privilegiada, la preferida, libérame, Señor». Nos haría bien rezar esta oración cada día, muchas veces, pidiendo ser libres. Es muy grande la misión de Marta e implica mucha unión con Jesús, muchos momentos de oración a su lado, de silencio. Sólo así puede entonces compartir con Jesús la tarea de cuidar a María. Sólo así, porque se sabe amada por Cristo, puede servir.

Pero Jesús le pide a Marta, además, que esa renuncia la haga con alegría. Eso es lo más difícil. Servir sin pasar cuentas, sin medir, sin compararse, sin quejarse nunca, sin mirar lo que los demás hacen o dejan de hacer, sin exigir de los otros lo mismo que nosotros damos. Pero Marta, en un momento de debilidad, no puede y cede a sus sentimientos. Muestra que es muy humana: «Hasta que se paró y dijo: - Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano». Sirve, pero lo hace sin alegría. Muestra su dolor y se

7 J. Kentenich, "Hacia la cima", 106
queja. Cualquiera que lea el pasaje lo entiende. ¡Cuántas veces nosotros mismos hacemos las cosas, servimos, renunciamos, pero con amargura en el corazón, lle-nos de quejas y reproches hacia los que no hacen nada! No es la forma de servir que Jesús espera de nosotros. Cada vez que servimos y hacemos algo por los demás quisiéramos hacerlo con paz, sin quejarnos, con una sonrisa. Jesús quiere que el corazón de Marta sea más grande. Quiere que se alegre de que María pue-da tener su lugar junto a Él. Quiere que sirva con alegría, haciéndolo todo fácil pa-ra que María y Él puedan estar juntos. Pero no quiere que se queje, no quiere que tenga celos. Quiere que se alegre por la vida de los otros y acepte su segundo lu-gar con paz, ese lugar en teoría menos importante. Jesús no regaña a Marta por-que no esté sentada como María a sus pies, aunque las palabras de Jesús parez-can indicarlo: «Pero el Señor le contestó: - Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quita-rán.» Lc 10, 38-42. Pero sí quiere que María comprenda lo verdaderamente impor-tante, lo que debe ser central en toda vida derramada por los demás. Si no se deja un momento junto a Él, para descansar, puede que algún día llegue a romperse. Todos necesitamos momentos de reposo, en los que todo se detenga y  imple-mente nos sintamos queridos por Dios y por los hombres. Necesitamos dejarnos momentos para rezar sin tiempo, con paz. Momentos para postrarnos a los pies de Cristo llorando. Sin prisas, sin hacer nada, porque nos basta con estar, con ser, con callar. Todos necesitamos momentos a los pies de Jesús para poder servir
y darnos, porque, si no es así, si no tenemos momentos de intimidad a su lado, es imposible caminar y nos acabamos rompiendo. Nunca vamos a tenerlo todo controlado, es cierto, pero ponernos a sus pies es una manera de mostrarnos frágiles, necesitados, vacíos, como María. Jesús hoy mira la actitud del corazón. Jesús, que ama a Marta, le pide con cariño que tenga un corazón generoso, un corazón de Madre, un corazón servicial. Y todo porque confía en ella, porque cree en todo lo que puede entregar su corazón inocente y puro.


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