Domingo Corpus Christi
Gén 14, 18-20; 1 Cor 11, 23-26; Lc 9, 11b-17
«Dadles vosotros de comer»
2 Junio 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Quisiéramos
introducirnos en su corazón herido, participar allí de su vida,
de sus
sentimientos, de lo que Él ama»
Cuando nos planteamos nuestra vida como cristianos
surge el deseo en el corazón de llegar a ser semejantes a Cristo. Quisiéramos tener sus mismos sentimientos, pero pronto
comprobamos lo lejos que estamos de ese ideal. Cuando miramos al Señor con humildad, conscientes de
nuestra debilidad, se despierta el anhelo de ser mejores. ¿Cuáles son realmente
esos sentimientos de Cristo? Cristo amaba la vida como hombre. Amaba a las personas,
se apasionaba por las cosas de cada día. Amaba la vida, la naturaleza, su lago,
esos montes en cuyo silencio se encontraba con su Padre. Amaba la soledad y la
fiesta, las
conversaciones cotidianas y los encuentros profundos
al borde del camino. Se alegraba con la vida, con las risas, con las cosas
sencillas y bellas. Disfrutaba los paisajes bonitos y se conmovía ante la vida
que crece en paz y comunión. Sonreía con toda el alma, como los niños, que
siempre se dejan sorprender. Y se reía a carcajadas, como a veces nosotros quisiéramos
reírnos, sin dejarnos agobiar por las dificultades de la vida. Se apasionaba
por lo más humano, por los sueños, por las personas. Se conmovía hasta las
entrañas. Sí, como nosotros, igual que nosotros. Quisiéramos tener estos
sentimientos de Cristo, sentimientos carnales. Eso sí, Él amaba perfectamente,
con armonía, de forma ordenada. Amaba de una
manera muy distinta a la nuestra, porque nuestros
afectos rara vez están perfecta-mente ordenados. Estamos heridos y nuestra
herida desordena el corazón. Nos apegamos a muchas cosas y no disfrutamos el
momento. Por eso miramos a Cristo tantas veces y le pedimos que nos ordene.
Le pedimos a María que ponga orden y paz en el alma.
El Señor tuvo sentimientos profundos y sufrió como
todos lo hacemos. Se
conmovió y lloró con Lázaro muerto, lloró también ante la incomprensión de los
hombres y se conmovió cada día al ser testigo del dolor del corazón humano.
Sufrió en su propia carne la traición, la soledad, el abandono. Sufrió por su
propio fracaso humano, por ver truncados tantos sueños que cobraron vida en su
alma. Un sufrimiento inmensamente humano, carnal, como nuestro propio
sufrimiento. Jesús echó raíces en la vida y echar raíces siempre duele. Supone
un gran desgarro cuando hay ruptura, muerte, separación, abandono. Porque
enterramos la vida en otros corazones y nos dejamos el corazón a jirones.
Cristo sufrió como lo hacemos nosotros, pero mucho más, porque su amor era
perfecto. Y el sufri-
miento es inherente al amor. Forma parte de él. El
amor se acrisola y madura en el
sufrimiento. No hay amor sin sacrificio, sin renuncia.
Aunque a veces nos gustaría que amar fuera siempre una cadena infinita de
momentos de Tabor, de felicidad continua. Una corriente ininterrumpida de
alegría. Pero el amor exige renunciar. Como decía el P. Kentenich: «El sufrimiento es propio de la vida
cristiana, pero debe ser iluminado, estar lleno de sol, debe ser clarificado»1. El
sacrificio y la renuncia tienen que ser iluminados por el amor de Dios. Todo
amor implica la apertura a amar siempre más a Cristo en aquel al que amamos, a
renunciar incluso a su mismo amor por amor a Cristo, a amar su bien, su
felicidad, antes que la nuestra. Amar de esta forma implica siempre renuncia,
sacrificio, negación de uno mismo. «Siendo Dios, se
despojó de su rango, pasando por uno de tantos». Negación
del propio deseo y disponibilidad para dejar que el otro crezca, aunque
tengamos que disminuir. Cristo amó así, se despojó de todo. No fue impasible,
padeció hasta lo más hondo del alma. Sufrió. Amó. Entregó la vida. Se sacrificó
por amor, hasta el extremo. Renunció por el bien del hombre. Sin esperar ser
comprendido. Sin pretender satisfacer las expectativas tan humanas de quienes
lo seguían y amaban con su vida. No pretendió que la vida fuera a su antojo.
Amó y sufrió, sin querer evitar el sufrimiento, porque su alegría siempre fue
hacer la voluntad del Padre y todo por el bien de aquellos que le habían sido
confiados. Tuvo sentimien-tos encontrados, amaba la vida y temía perderla,
amaba a personas a las que te-nía que dejar para ir con el Padre y temía el
dolor que iba a causar en sus almas.
Pero Él sólo quería hacer lo que Dios quería. Era su
único alimento. Como debería pasar con nosotros y no suele ocurrir. Nuestra
alegría tendría que ser hacer la voluntad de Dios siempre. Decía Romano Guardini: «Mientras el cristiano va más profundo, más se despierta en él la
preocupación por la voluntad de Dios, más conciencia adquiere de que esa
voluntad es lo más valioso, lo más delicado y poderoso de noso-tros». Es cierto
que algunos sentimientos nunca le pertenecieron a Cristo, porque
en Él no hubo pecado. Él no fue egoísta en su amor, ni
envidioso, ni rencoroso. No quiso retener los corazones que le amaban y no
pretendió forzar nunca su libertad. Respetó a cada uno en su verdad y acogió a
todos con infinita misericordia. Noso-tros necesitamos entender que tener los
sentimientos de Cristo nos hace acoger con delicadeza lo más valioso que hay en
nuestro propio corazón, lo más humano. La alegría y el dolor. La plenitud como
anhelo y el fracaso de los propios planes. Sentir como Jesús supone aceptar ante
el Señor que los sentimientos que surgen en el corazón también le pertenecen,
aunque nos sorprendan. Él los ha sembrado y quiere educarlos, para que
entendamos que descubrir la voluntad de Dios y realizarla es lo único que nos
da la verdadera felicidad.
Y es que tener los sentimientos de Cristo implica dar
un salto de fe. Porque normalmente tenemos
sentimientos heridos, rotos, reprimidos. Sentimientos que esclavizan a otros y nos
esclavizan a nosotros mismos sin darnos cuenta. Los sentimientos de Cristo son
los de un hombre que era perfecto hombre y perfecto Dios. Sentimientos de
entrega, de amor eterno, de renuncia a los propios deseos. Sentimientos de
confianza plena en las manos de Dios conduciendo su barca. Sentimientos
grandes, elevados, sublimes. Sentimientos bellos, profundos, llenos de armonía.
Como un paisaje en el que el fondo no se vislumbra, porque la profundidad es
casi eterna. Hace falta un amor muy grande a Jesús para lograr que Él pueda
cambiar nuestros sentimientos. Un chico decía en el funeral de un
amigo suyo fallecido con 22 años: «¿Qué hace que una vida sea grande? Que el
amor al que la hemos consagrado sea grande o pequeño». La vida
de Cristo fue
1 J. Kentenich, "Hijos de la
Providencia", 11
grande, por el amor inmenso al que estaba consagrada.
Nuestra vida es grande
cuando nuestro amor a Cristo, que es lo más grande en
esta vida, es fuerte, profundo y serio. Decía el Hermano Rafael: «Quisiera, Señor, amarte como nadie.
Quisiera, Jesús mío, morir abrasado en amor y en ansias de Tí. Todo lo que Tú quieras
seré. Mi vida quisiera que fuera un solo acto de amor, un suspiro prolongado de
ansias de
Ti». Mirar a Cristo, abandonarnos en sus manos, es el paso para
vivir con los sentimientos de Cristo y llevar una vida grande, muy grande.
Quisiéramos rezar como rezaba una persona: «Tu
mirada que arde, duele, traspasa mi corazón e inunda mi alma. Gracias, Señor,
en ti confía tu sierva». Cuando amamos así, cuando nuestro corazón se ensancha
y no se limita, cuando nos volvemos magnánimos dejando de lado una vida
mediocre, merece la pena vivir. Entonces podemos asemejarnos a Cristo, a sus
sentimientos, y convertir la voluntad de Dios en nuestro alimento diario. Decía
el P. Kentenich: «Pienso en la sencillez, en el estar abierto al deseo de Dios, en la
disponibilidad de dejar todo, a diestra y siniestra, y dar un sí cordial a todo
lo que Dios dice a través de las circunstancias. Todo orientado a Él. lo que no
esté orientado a Él es secundario. Ésa es la actitud fundamental que todos
debemos alcanzar»2. El amor
nos asemeja a quien amamos. Sucede cuando amamos a alguien y ese amor nos va
cambiando. Al principio son sus expresiones favoritas las que repe-timos
torpemente, luego sus gestos, sin afán de imitarlos, simplemente sin darnos
cuenta. Luego sus gustos acaban siendo nuestros gustos, y sus sentimientos los
nuestros. Nos acaban gustando cosas parecidas y encontramos ecos similares ante
la vida. Es cierto, el amor asemeja. Y luego uno, cuando ve a dos enamora-dos
ya mayores, que caminan juntos al encuentro con Dios, ve en ellos una
cierta semejanza. Casi parecen hermanos, hijos de los
mismos padres. Porque tienen las mismas arrugas y sus olvidos son parecidos. Se
ríen con lo mismo y lloran con una tristeza similar. No hablan mucho pero se
entienden. Se podría decir de ellos que son casi almas gemelas: «Porque la miro sin mirarla, porque la escucho sin escucharla, porque
la siento sin tenerla cerca, porque somos tan distintos y a la vez tan
parecidos. Porque me completa, me inspira, me entiende. Adivina mis pensa-mientos
y sentimientos con una mirada. Me ayuda a ser mejor». Un amor
que hace que parezcan una sola carne, una sola alma, como si el deseo que un
día Dios bendijo se hiciera vida al final de los días. Y si uno falta el otro
sentirá que le falta media vida, la mitad del alma. Y su amor incompleto no
dejará ya de mirar al cielo,
esperando el rencuentro, anhelando estar juntos de
nuevo. Un amor así es el que queremos vivir. Un amor que nos lleve a aceptar la
vida sin quejas ni sobresaltos. Si esto es lo que puede llegar a suceder en el
amor humano, ¡cómo será cuando nos asemejemos a Cristo amándole con toda el
alma! Nuestro amor a Él nos asemeja y logra que crezcan en nosotros sus mismos
sentimientos. Pero eso sucede si le amamos mucho, si amamos con toda el alma: «Líbrame, Señor, de mis ataduras que me impiden volar. Inúndame con tu
Espíritu para amar como tú amas». Por el
contrario, si le amamos poco, poco podremos sentir como Él siente.
El amor de Cristo en el corazón nos hace aspirar a lo
más alto y hace que no nos dejemos paralizar por nuestros miedos. Queremos ser audaces, porque el mundo se cambia con corazones
audaces y valientes que no temen perder la vida en el intento. Me impresiona la
historia real de Mohammed, un joven musulmán
2 J. Kentenich, "Hijos de la
Providencia", 11
miembro de una importante familia chiíta que se
convierte al cristianismo. Se encuentra con Cristo y comienza una historia
difícil de persecución. Se enamora de Cristo y no puede dejar de seguir sus
pasos aunque ese seguimiento pueda llevarle a la muerte. La llamada de Dios la
experimenta en un sueño: «El sueño me sitúa junto a un río no
demasiado grande. En la otra orilla veo a un personaje más bien alto (...)
hacia el que me siento irresistiblemente atraído y experimento un fuerte deseo
de cruzar al otro lado para reunirme con él. Empiezo a atravesar el río y,
durante unos minutos que me parecen una eternidad, me siento como suspendido en
el aire. Incluso me da miedo no poder volver a poner los pies en la tierra. El
hombre que tengo enfrente me tiende la mano para ayudarme a salvar el caudal de
agua y aterrizar a su lado. Ahora puedo contemplar detenidamente su rostro: sus
ojos de un azul grisáceo, su barba poco poblada, sus largos cabellos. Posando
sobre mí una mirada de infinita dulzura y en un tono de voz que tranquiliza e
invita a la vez, el hombre pronuncia una única y enigmática frase: - Para
cruzar el río tienes que comer el pan de vida»3. Este
sueño va a ser el comienzo de una historia digna de ser contada. Su vida se
hace grande por la grandeza de su amor a Cristo. La fe que surge en su corazón
enamorado le per-mite atravesar todo tipo de peligros. El deseo de comer ese
pan de vida, ese pan que no conocía, logra calar en lo hondo de su corazón. Es
un amor grande, inmen-so, un amor expectante que anhela el encuentro. El otro
día, al dar la primera comunión a unos niños, pensaba que nosotros, que ya
hemos comulgado muchas veces, tal vez no esperamos con ansia, con anhelo,
recibir al Señor cada día, cada domingo. Nos hemos acostumbrado a lo
extraordinario. Nos parece evidente que Cristo se haga presente en cada
eucaristía, es casi un derecho. Nos hemos habi-
tuado a ese pan que es su presencia viva, su compañía
a nuestro lado todos los días de nuestra vida. No nos sobrecoge recibir al
Señor en nuestras manos, tocar-lo, saborearlo en nuestro cuerpo mortal, y
acogerlo en el corazón para siempre. Nos hemos acostumbrado a lo imposible y ya
no somos agradecidos. En cada eucaristía vemos como un derecho recibir su
cuerpo. Dejamos de ver que es un don inmerecido, una gracia inmensa.
Hemos perdido la capacidad para agradecer todo lo que
vivimos. Ya no agradecemos por nada. En estos días hemos
recibido con alegría la noticia de que el Santuario original lo recibiremos
como obsequio por los cien años del Movimien-to de Schoenstatt que se cumplen
en el 2014, de manos de la Comunidad de los Palotinos. Es un auténtico regalo y
nosotros ya no sabemos agradecer. Camina-
mos por la vida llenos de derechos y exigencias. Y nos
cuesta ver en todo lo que nos ocurre un regalo de Dios. Vivimos con derecho a
vivir, exigiendo que respeten nuestra vida, nuestra posición, nuestro dinero,
nuestra salud, nuestros amores y sueños. Tenemos derecho a un cierto trato y a
un cierto respeto de los demás. Exigimos el cariño y el amor, como si
pudiéramos recibirlo como un derecho. No
agradecemos y nos sorprendemos cuando la vida,
injustamente ante nuestros ojos, no nos da lo que creemos merecer. El corazón
de Jesús siempre fue un corazón agradecido. Se puso detrás de muchos esperando
su turno en el Jordán, como uno más, para recibir el bautismo; nunca exigió
nada a los demás en su trato hacia él, tampoco cuando hacía milagros esperó el
agradecimiento. Jesús se hizo pobre, siervo, esclavo de todos, para servirlos
con un corazón humilde, sin
3 Joseph Fadelle, "El precio a
pagar", 33
exigir el seguimiento, respetando siempre la libertad del
hombre. Los esclavos no tienen derechos. Vivir sin derechos es duro. Porque
cuando no tenemos derechos podemos sufrir el desprecio, la ofensa, el rechazo.
No tenemos derecho a que nos amen, a que Dios nos quiera en nuestra miseria, a
que los demás tengan que
aceptar nuestros defectos y limitaciones. Pero
nosotros lo exigimos con frecuencia y nos amparamos en que somos así y no
podemos cambiar. Vivir con derechos nos hace poco agradecidos. Nadie agradece
cuando recibe aquello por lo que ha pagado. Por eso nos cuesta tanto agradecer
a las personas. Somos exigentes y pedimos siempre más de lo que recibimos con
cierto descontento. Queremos aprender a agradecer, a mirar con humildad, a
asombrarnos con todo lo que Dios nos da. Sólo un corazón agradecido se
abre a Dios.
Jesús hoy nos recuerda que su vida fue partirse y
entregarse por amor. Cristo no
buscó su propio camino, lo que Él quería, como Él lo quería. Simplemen-te
siguió los pasos de su Padre y obedeció. Su vida fue hacer lo que Dios le
pedía. Y lo que le pidió en esa última cena fue dejarnos el testimonio más
increíble, su vida partida y derramada por amor: «El
Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando
la acción de gracias, lo partió y dijo: - Esto es mi cuerpo, que se entrega por
vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo con el cáliz, después de
cenar, diciendo: - Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced
esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía. Por eso, cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva».1 Cor 11, 23-26. Impresiona
partir el pan cada eucaristía, partir su Cuerpo. Impresiona por-que es Cristo
el que se parte, porque somos nosotros los que estamos llamados a partirnos. Y
nos resistimos. Partió el pan entre sus manos, como expresión de un amor que
sólo si se rompe llega a todos los hombres. En cada eucaristía revivimos ese
momento. El sacerdote eleva a Cristo completo en la consagración, ese Cristo de
la última cena, ese hombre que está dispuesto a hacer siempre la voluntad de
Dios. Y luego lo eleva partido, roto, muerto y resucitado. Ese pan partido nos
recuerda el sentido de nuestra propia vida. Sin embargo, ¿cómo es posible llegar
a amar rompiendo la propia vida? ¿Cómo vamos a amar de verdad si no nos
respetamos y amamos en nuestra necesidad? A veces
parece que Cristo nos pide cosas contradictorias. Nos pide amar y dar la vida y
luego pone la medida del amor en el amor
a nosotros mismos. Nos quiere con locura y quiere que amemos con locura, que
nos partamos. Pero, si nos partimos, ¿cómo podremos amar real-mente bien? Son
las paradojas del amor cristiano. Nos da miedo perder la vida que guardamos
celosamente. La conservamos entre algodones, temiendo por nuestra salud,
cuidando lo que comemos o dejamos de comer, preocupados por un futuro que
siempre, aunque nos duela, es incierto. Partirnos como el pan que se parte. ¿Es
eso posible? Quisiéramos que nuestro pan alimentara a muchos. Y para eso
tenemos que negarnos a nosotros mismos. Sin embargo, no podemos dejar de
amarnos. El otro día leía: «Cuando era joven y apasionado, le dije a
un
hombre mayor y más sabio que yo que pensaba emplear toda mi vida y mis
energías en amar a los demás. Él me preguntó si pensaba amarme a mí mismo con
igual determina-ción. Le contesté que amar a los demás no me dejaría tiempo
para amarme a mí mismo; y aquello sonaba muy santo. Pero mi amigo me miró
fijamente y me dijo: - Estás embarcado en una carrera suicida. Mi fácil
respuesta fue: - ¡Qué hermosa manera de morir!, ¿no te parece? Pero,
naturalmente, él tenía razón. Ahora sé lo que él ya sabía entonces: que el
amor verdadero a los demás tiene como premisa el amor verdadero a uno
mismo»4.
Partirnos sin dejar de amarnos. En un equilibrio
siempre en desequilibrio. A veces sentiremos que los otros están ocupando la
mayor parte de nuestra vida. En otros
momentos será al contrario. Cristo nos ayuda a poner
la mirada en lo importante. Cristo en la cruz rompió ese equilibrio. Lo
imposible en Él se hizo posible. No hubo amor a sí mismo. Se olvidó de sí mismo
y se partió para todos. Se despojó de todo. Sólo cuando nuestra vida descansa
en Dios y está anclada en Él, es posible partirnos, caer rotos, darnos sin
miedo.
Jesús nos invita a dar de comer hoy a los que tienen
hambre de Dios. Noso- tros nos quejamos de este mundo
herido y hacemos muy poco por cambiarlo. Porque pensamos que los cambios son
imposibles. Hablamos de las injusticias que nos rodean y luego nosotros somos
injustos. Estaríamos dispuestos a ser solidarios en misiones lejos de nuestro
hogar, donde sí seríamos realmente gene-rosos y partiríamos nuestro pan. Pero
luego no somos capaces de dar nada al salir de nuestra casa. Con los más
próximos, con los que están en nuestra vida, no tenemos pan que darles. Es
verdad que tenemos poco pan y también que
el hambre es mucha. La crisis cada vez es más seria y
muchas personas necesi-tan nuestra ayuda. El Señor nos invita a dar el pan
aunque sea poco: «Jesús se puso a hablar al gentío del reino
de Dios y curó a los que lo necesitaban. Los Doce se le acercaron a decirle: -
Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar
alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado. Él les contestó: -
Dadles vosotros de comer. Ellos replicaron: - No tenemos más que cinco panes y
dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.
Porque eran
unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: - Decidles que se
echen en grupos de unos cincuenta. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él,
tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la
bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los
sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce
cestos». Lc 9,11b-17. Muchas
veces vemos que otros tienen hambre y esperamos que sean los demás los que les
den de comer. Porque sentimos que tenemos muy poco que dar, sólo cinco panes y dos
peces. En este día se celebra el día de la Caridad, «Caritas».
El Señor nos invita a dar lo poco que
tenemos. Él se encargará de hacer el milagro, de multiplicar el pan para que
todos
tengan. Decía el Papa
Francisco: «Jesús habla en silencio en el Misterio
de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirlo quiere decir salir de
nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a
Él y a los demás». Noso- tros
sólo entregamos la vida, sembramos la semilla, damos lo que tenemos. Pero a
veces creemos poco en los milagros. El Pan partido, el pan de Cristo, su vida,
es alimento para todos y es el mayor milagro que celebramos cada día en la
eucaristía. Es una invitación a la solidaridad, a hacernos nosotros ese pan que
se da, esa vida que se entrega. Vivimos la misa para entregar el don del pan partido
con nuestro amor. Nos partimos. En esta crisis estamos llamados a ser genero-sos
y solidarios, a dar de lo que no nos sobra, a preocuparnos de los que no tienen.
Hoy celebramos la fiesta del amor verdadero. Un amor que supera nuestras
expectativas y nuestros miedos. En la película «Cartas
al Padre Jakob», la prota-
4 John Powell. "El secreto para seguir
amando", 28
gonista pregunta en su dolor: «¿Quién
puede perdonar a alguien como yo?» Y el
Padre Jakob le responde: «Lo que es imposible para el hombre es
posible para Dios». Me impresiona el amor de ese sacerdote en el último
tramo de su vida. La oración por aquellos que le escribían para contarle su
dolor era lo que sostenía su vida. Y su oración sostenía la vida de los que le
escribían. Es la comunión de los santos. Nuestro amor sostiene otras vidas. Él
vivía para orar por los más necesitados.
Su amor oculto era semilla de esperanza y signo visible
de la misericordia de Dios. El amor de Dios se entrega en la carne de los
hombres para enseñar a los hom-bres a amar. Él nos perdona, para que aprendamos
a perdonar. En la eucaristía se entrega ese amor que nos cambia en nuestro
interior y se queda con nosotros para siempre. Es la felicidad prometida que se
hace vida en ese Dios con noso-tros. Rezaba una persona: «De lo que estoy segura es de que la felicidad no se me ha pasado. Tú me
quieres y tienes reservado para mí un mundo con el que ni sueño, donde darme y
donde recibir a manos llenas. Porque me quieres y haces conmigo mi historia. Te
doy mi sí, y lo que significa querer sin esperar. Te quiero, Señor, ven a
caminar conmigo». Nos gustaría siempre darle nuestro sí a Dios y
buscarlo con pasión cuando dude-
mos, cuando en nuestro camino tengamos las manos
heridas y el corazón roto.
Quisiéramos rezar: «Te
busco y no te encuentro, te anhelo y te deseo. ¿Estás ahí, Señor? Te escondes
en lo pequeño, en lo sencillo, en lo humilde. Eliges el último puesto. Quiero
perder mi vida por amarte, quiero entregarte todo lo que soy». En esos
momen-tos recordamos que Él va a nuestro lado aunque, en ocasiones, no sintamos
sus pasos. En esa confusión nos habla, como decía el P. Kentenich: «Creo que Dios puede hablar más claramente
en la confusión de la vida cotidiana que en la adoración, en una homilía»5. Jesús hoy se nos entrega en su cuerpo y en
su sangre en medio de nuestra rutina diaria, en nuestra confusión. De la forma
más sencilla, en la carne más humilde de un alimento cotidiano. Para que no nos
dejemos llevar por lo maravilloso del gesto. Porque este gesto habla de su amor
hasta el extremo, de ese amor que permanecerá para siempre en nuestras vidas.
Es su promesa. Jesús resucitado sigue en el cielo con su herida abierta en el
costado y en las manos, donde los clavos y la lanza lo traspasaron, porque no
se olvida de nosotros, sigue con nosotros todos los días, en un pan partido, en
un vino que es su Sangre. Es su señal. La señal de su amor en la tierra y de su
fidelidad a ese amor desde el cielo y en medio de nosotros en la tierra.
¡Cuántos gestos de personas que amamos son más representativos de esa persona
que sus palabras! Jesús muestra sus heridas en el pan que se parte. Es
increíble cuánto nos ama.
El pan partido nos invita a mirar al cielo, a no
quedarnos atados a la tierra. En
la eucaristía vemos siempre el pan partido, Cristo roto por amor. Nos emociona
ver a Jesús abierto, ver su grieta ante nosotros. Quisiéramos introducirnos en
su corazón herido, participar allí de su vida, de sus sentimientos, de lo que
Él ama. Allí nos sentimos queridos, aceptados en nuestra verdad. Cuando nos
hemos adentrado en la hondura de este misterio estamos preparados para recibir
su Cuerpo y su Sangre en nuestro corazón herido y pobre. Él participa entonces
de lo que hay en nosotros, en nuestra vida. Nos inscribimos en su corazón y
luego Él en
5 J. Kentenich, 1950
el nuestro. Entonces Él puede hacerse dueño de nuestra
carne y puede lograr que
deseemos hacer su voluntad, seguir sus pasos. Decía el
P. Kentenich hablando de sus años en
el campo de concentración de Dachau: «Todo
era sobrellevado por el pensamiento del hombre del más allá, clarividente, con
perspectiva, que ve en lo profundo. En mí sólo estaba viva la decisión: en cada
momento debes hacer lo que Dios quiere. Lo que los hombres quieran es
indiferente. En mí, alumbraba siempre esta única luz. Si no es voluntad de Dios
que yo haga algo, entonces no lo hago»6. Así
quisiéramos vivir, como María, repitiendo nuestro Fiat en el corazón. María
engendra a Cristo en nuestro interior. El amor de Cristo se hace cercano,
asequible, pequeño en la eucaristía, para que podamos recibirlo y así dejar que
actúe en nuestro interior. Con frecuencia nos gustan los milagros
espectaculares. Nos interesan esas curaciones sorprendentes. Nos gusta creer en
un Dios de grandes signos que
aumenten nuestra fe. Pero eso no es lo importante.
Cristo pasó haciendo el bien, hizo milagros, pero esos milagros fueron poca
cosa. Los ciegos vieron sólo unos años más, hasta el día de su muerte. Lo mismo
los cojos curados, o aquellos que, como Lázaro, recibieron la vida perdida sólo
por un tiempo más. Esos milagros fueron para la muerte. Acabaron con la muerte.
Sin embargo, los verdaderos milagros, los más importantes, fueron los milagros para
la vida eterna. Se trata de los milagros de conversión de muchos corazones.
Muchas vidas han sido transformadas para la vida eterna. Milagros que no vemos.
Curaciones ocultas. El corazón nuevo comienza a vivir para Cristo y se hace
entonces capaz del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario