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domingo, 19 de mayo de 2013

Homilia P. Carlos Padilla Esteban - Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose en cada uno - Domingo Pentecostés

Domingo Pentecostés
Hch 2, 1-11; 1 Co 12, 3b-7. 12-13; Jn 20, 19-23

«Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno»
19 mayo 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Construir la unidad significa dar un paso para aceptar al que es diferente, sin dejar de ser como somos y, al mismo tiempo, buscando los puntos de contacto, las semejanzas que nos unen y acogiendo a los demás con un amor grande y comprensivo»

Hay momentos en los que sentimos que nos falta algo, o simplemente no nos vemos con fuerzas para dar el cien por cien. Quizás nos asaltan nuestros temores, ésos que nos hacen ir por la vida con recelo, desconfiando de nosotros mismos. Esos temores ya conocidos, nuestros viejos amigos, que una y otra vez nos recuerdan que somos pequeños y que no valemos tanto. Sí, tenemos miedo, a la vida, al futuro, al presente con sus preocupaciones, miedo de nosotros mis- mos, porque nos sorprende cada día de nuevo ese mar confuso del interior de nuestra alma, y nos da miedo el fracaso, equivocarnos, caer torpemente llevados
por la vida misma. Son los miedos que nos obligan a reforzar los seguros de nues-tras puertas, escondidos en el interior de nuestras seguridades, temerosos en un intento fútil por conservar incólume nuestra vida, queriendo guardarlo todo, para no perder nada. Pero es cierto que todos anhelamos en esos momentos que ocurra algo, una novedad, un viento fuerte que lo limpie todo, un ruido ensordece-dor que rompa nuestra puertas y nos renueve. Nos asustan las sorpresas pero nos atraen de forma irresistible. Esperamos algo que nos desestabilice y ponga en alerta todas nuestras alarmas. Quisiéramos, aunque nos duela, una bocanada de aire fresco que cambie nuestro corazón endurecido, un agua nueva que nos purifique y nos haga revivir, un fuego que acabe con nuestras impurezas, con todo
lo que no le pertenece a Dios en nuestra vida. Nos gusta pedirle al Señor, a su Espíritu, que venga a nosotros y nos cambie: «Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno». Buscamos la novedad del Espíritu Santo, para no vivir atemorizados, perdidos, cansados, derrotados, anclados en nuestro pasado, inseguros ante un mundo en
constante cambio. Queremos el fuego que nos renueve y haga arder nuestra vida,
encendida en un amor desconocido hasta ahora. Queremos una luz que nos muestre la verdad más escondida de nuestra historia y nos indique cómo seguir viviendo con la mirada puesta en nuestra propia debilidad, sin temor a aceptarla como parte de nuestro equipaje. Sí, queremos pedir este Espíritu Santo que cambie nuestra vida para siempre.

Por eso hoy, como todos estos días desde la Ascensión, miramos a María. Ella pudo sostener a Juan al pie de la cruz. Lo buscó en las sombras de esa noche. Lo abrazó desnudo en su debilidad. Lo animó y le devolvió la seguridad perdida. Eso fue suficiente para permanecer fiel junto a la cruz. María le mostró el amor de Dios, su misericordia infinita, le abrió como en un sueño un cielo lleno de esperanza. Rompió sus barreras y lo sostuvo frágil, herido, humillado. Me conmue-ve pensar en ese encuentro de María con Juan, el discípulo tan amado. Pienso entonces en el amor de María por cada discípulo. Al pie de la cruz, mirando a su Hijo al borde de la muerte, pensaría en cada uno de sus otros hijos dispersos. Ésos que estaban escondidos por miedo a la muerte. Pensaría en ellos preocupa-da, deseando poder abrazarlos y devolverles así la seguridad. Temería también
por sus vidas y le preocuparía que perdieran la fe en Aquel a quien tanto habían amado. En los días posteriores los reuniría con cariño, conmovida por su debili-dad, sin reproches, sin exigencias. Simplemente los abrazaría como una Madre, preocupada por ese miedo que todavía se pegaba a su piel y los hacía esconder-se. Pero ellos, ante María, como nosotros, no tenían nada que esconder. Se sabían pequeños y en Ella descansaban. Lo sabían, la debilidad reconocida de los hijos siempre conmueve. Es la humildad que nos acerca al cielo, nos hace más frágiles y más capaces, al mismo tiempo, de ejercer la misericordia. Ante esa debilidad Dios mismo se conmueve y nos sostiene heridos. María nos abraza hoy.
Con sus brazos llenos de un inmenso cariño. A nosotros que le tenemos tanto miedo a la vida. María nos reúne en el cenáculo, como esa pequeña comunidad de hijos huérfanos y perdidos. El cenáculo es ese espacio hoy vacío, donde falta la presencia real de Cristo vivo. En esa habitación se juntaron los discípulos con María, porque tenían miedo y allí se sentían seguros. Meditaban en su corazón las últimas palabras de Jesús, como tratando de retener los vestigios de amor que llevaban grabados en el alma. Saboreando sus últimos encuentros, recordando tantos milagros, tantos silencios, tantas palabras cotidianas. ¡Cómo olvidar aquello que nos da la vida! ¡Cómo dejar que se nos escapen esos momentos que nos
han salvado! No eran sólo recuerdos, era la presencia eterna de Cristo junto a ellos. Sus palabras parecían cobrar vida de nuevo y era como si estuviera presen-te en su ausencia. Otra vez de nuevo, de pie ante ellos, dándoles la paz que nece-sitaban para salir al mundo. Recordaban a Jesús y los sostenía su última bendi-ción antes de dejarlos en Betania. Pero seguían sintiendo miedo. Ese miedo extra-ño que podía hasta olerse en aquel cuarto cerrado. María, a su lado, los fortalece-ría con su voz. Les recordaría cuánto valían para Jesús. Les haría ver que su mi-sión estaba a punto de comenzar, que nada había acabado y que Jesús creía en ellos. ¿En ellos? ¿En esos hombres llenos de miedo? Tenían sus dudas. Lo
habían visto irse. Les había prometido el Espíritu, pero dudaban. ¿Por qué Dios se había fijado en ellos? No habían sido ellos los que habían elegido al Señor. Había sido Jesús quien los había elegido a ellos. Esa certeza cobraba ahora vida. Por eso esperaban algo nuevo, un viento huracanado que rompiera las puertas, una brisa de aire fresco que cambiara sus vidas. Esperaban una fuerza de lo alto que fortaleciera su propio espíritu. Sí, esperaban que sus vidas pudieran llegar a ser diferentes, más plenas, con un sentido. No querían vivir huyendo, querían tener el valor suficiente para salir de sí mismos. María se va a encargar de preparar sus corazones para que puedan acoger a Dios y romper los muros.

La oración en el Cenáculo de los discípulos junto a María abre la grieta del corazón de Cristo. Es la oración perseverante de unos hombres temerosos abrazados a María. Es una oración débil, una súplica lanzada a lo alto, un deseo expresado torpemente en pobres palabras. Como nuestra propia oración tantos días. Cuando queremos que algo suceda en nuestras vidas y no nos atrevemos a elevar la voz para que Dios nos oiga. Por miedo a lo que pueda suceder si abri-mos el alma. Lo cierto es que aquel Cenáculo se convirtió en Pentecostés. Dios se conmovió y envió su Espíritu sobre ellos. No desoyó sus súplicas, entendió su do-lor y desesperación, y fue en su ayuda. Aceptó sus miedos como moneda de cam-
bio y los abrazó conmovido. Ellos se mostraron tal como eran ante Dios y le supli-caron un milagro. No se escondieron en su debilidad, no pretendieron ser lo que no eran, no quisieron aparecer fuertes y valerosos. No, se reconocieron pequeños y llenos de miedo. Es la única oración que nos salva en el camino. La oración he-cha desde la humillación, desde la pobreza de nuestro temor. Recuerdo a un pastor protestante se rebelaba contra la enfermedad de su hijo y le exigía a Dios que actuara para salvarlo. Al final Dios oyó su oración: «Recordé nuevamente que podía mostrarme tal y como soy ante Dios; que no tenía que elevar una plegaria santu-rrona y beata para que me escucharan en el cielo. Es mejor decirle a Dios lo que pensa-mos, al fin y al cabo, Él ya lo sabe. Lo más importante que aprendí es que mis oraciones son escuchadas»1. Las oraciones de los discípulos fueron escuchadas aquel día. No sabían bien lo que pedían, porque el miedo no les dejaba pensar con claridad. Es lo mismo que nos pasa a nosotros tantas veces. Pero sí sabían que algo tenía que cambiar en sus vidas para poder empezar a recorrer un camino nuevo, para poder romper la puerta que los alejaba del mundo. Imploraron el amor de Dios, su fuerza, su fuego. Imploraron la luz que los animara y esperaron un milagro que cambiara sus vidas. Porque siempre deseamos que Dios nos cambie. Siempre queremos que Él haga posible lo que nos parece inviable.

Imploramos hoy el Espíritu Santo para ser hombres libres. Libres para dar la vida, para amar desde la verdad, con pasión, para entregarnos sin retener nada. Libres frente a los miedos que nos atan, frente a nuestras dependencias y atadu-ras. Sí, libres de todo lo que nos oprime el alma para poder así ser nosotros mis-mos sin esconder nada. Sin embargo, muchas veces vivimos como esclavos. Nos atamos, dependemos, nos dejamos llevar por la masa, somos incapaces de deci-dir libremente, nos apegamos desordenadamente y no logramos vivir el ideal de libertad al que Dios nos llama. Educamos a otros, y nos educamos a nosotros mismos, según moldes ya hechos. Moldes que no toman en cuenta la originalidad de cada persona. Moldes que dan seguridad pero no dejan que brote lo nuevo,
lo más propio de cada persona. Nacemos libres para decirle sí a Dios con nuestra vida y con el tiempo nos encadenamos casi sin darnos cuenta. Queremos ser libres para disponer de nuestro corazón, de nuestro amor, de nuestro tiempo, de nuestras prioridades. Porque a veces nuestras prioridades están cambiadas y le damos importancia a cosas que no son tan importantes. Y nuestro tiempo siempre es limitado. No llega para todo. Pero lo cierto es que Dios respeta nuestra libertad, no fuerza, espera. Deja que optemos, y simplemente nos trata de seducir, para que sigamos sus pasos. Pero no violenta nuestra libertad y nos deja que decida-mos como hombres libres. Somos libres para comprometernos o rechazar el com-

1 Todd Burpo, “El cielo es real”, 136
promiso. Libres para entregar la vida o guardarla con temor. Libres para darnos
por entero o guardarnos cuando vemos que ése es el camino. Libres para crecer hasta las cimas más altas o para permanecer detenidos, sin avanzar un paso. Decía el P. Kentenich: «Nos enfrentamos realmente a una época que sólo produce esclavos. El hombre actual sólo quisiera tener suficiente para comer y beber. Si lo obtie-ne, está dispuesto a dar a cambio su derecho de primogenitura, su libertad soberana. Por eso necesitamos hombres que interpreten y utilicen rectamente este formidable regalo de la libertad. Debemos ser hombres de una visión amplia y profunda, hombres audaces. Pero también hombres seguros de la victoria. Porque el hombre providencialista se mueve en la realidad sobrenatural y desposa su debilidad e impotencia personal con la omnipo-tencia divina»2. Es esa libertad soberana con mayúsculas la que perdemos fácil-mente y la que anhelamos en lo profundo del corazón. Ser libres es un riesgo, una
aventura, pero es nuestro mayor tesoro. No lo perdamos por un plato de lentejas. Es cierto que a veces nos gusta más la esclavitud porque es muy cómoda y fácil y por eso nos atamos casi sin darnos cuenta. Nos esclavizamos con suaves atadu-ras que nos permiten sobrevivir en lugar de vivir por entero para Dios y los hom-bres. Porque así la vida tiene menos riesgos. Quisiéramos romper esas cadenas que nos esclavizan, las cadenas que nos atan a lo que poseemos, a lo que nos da placer, a lo que nos asegura el poder. Necesitamos el Espíritu Santo que nos libere de tantas cadenas y nos dé la fuerza para vivir.

Queremos ser hombres libres para no depender de las apariencias, para po-der ser nosotros mismos sin temer el juicio del mundo. Porque juzgar a las personas por sus actos exteriores es fácil pero no es justo casi nunca. Con rapidez imaginamos cómo es la realidad a partir de lo que observamos con nuestros ojos, fiándonos de nuestro criterio y deduciendo que lo que se ve es lo que hay en lo profundo del alma, que la apariencia es la verdad y que los actos muestran siem-pre el anhelo del corazón. Tal vez por eso corremos el riesgo de querer educar con moldes, hacer a todos iguales, buscar la homogeneidad que le dé sentido al fin último de la educación que buscamos y evitar así desviaciones. Porque el
molde representa la perfección buscada y todo lo que cae fuera del mismo es un peligro, un riesgo, nos asusta. Es fácil entonces caer incluso en una masificación religiosa. Hacemos las cosas, lo que corresponde a nuestro estado, lo que no es pecado ni falta, lo que no ofende, pero son actos externos, sin alma, sin corres-pondencia con nuestro ser original. Nos pegamos los actos al cuerpo pero no son vida, no son nuestros, están sólo pegados al alma y cualquier viento que surja con fuerza los arrastrará sin misericordia. Por eso aparentemente el resultado exitoso de la educación es visible ante nuestros ojos cuando educamos de acuerdo a moldes, pero sin que la educación llegue a tocar todas las fibras del alma, el subconsciente. Cuando esto es así, no es una educación real. Como decía el P.
Kentenich: «No se puede juzgar sólo en virtud de los actos exteriores. Cuando dos per-sonas hacen lo mismo, falta mucho aún para que sea la misma cosa. Es preciso observar la actitud interior a partir de la cual brota algo»3. Los actos exteriores engañan, no son siempre lo que esperamos, no reflejan necesariamente una actitud interior afianzada, verdadera, arraigada. Queremos educar con moldes y nos gustan

2 J. Kentenich, “Dios presente”, 114
3 J. Kentenich, “En libertad ser plenamente hombres”, 151
las apariencias, aunque sepamos que engañan.

Tememos el riesgo que implica respetar la originalidad de cada uno, sus tiempos y procesos, sus formas diferentes de hacer las cosas. ¡Cuánto nos cuesta aceptar las diferencias, lo que no es como esperábamos, lo que no es como nosotros queremos! Está claro, preferimos los moldes. Aceptar y convivir con lo que es distinto nos exige mucho esfuerzo. Pero la vida es así y se trata de aprender a vivir aceptando la diversidad del Espíritu Santo que se nos regala a todos de forma diferente. El Espíritu despierta lo propio de cada uno y saca lo más original de las personas y nos mantiene en la unidad, unidos por el lazo del amor: «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser  mu-chos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, escla-vos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu». 1 Co 12, 3b-7. En Dios hay diversidad y, al mismo tiempo, hay unidad. Dios nos quiere a todos respetando la semilla sembra-da en nuestro interior y nos acepta en su corazón. En la vida hay siempre diversi-dad, aunque nos asusta enfrentarnos a lo que no controlamos y no conocemos. Todos somos diferentes y no estamos llamados a ser todos iguales. Nuestra
vocación no es ser como los demás, para no desentonar, sino ser fieles a nosotros mismos. No hay nada más triste que dejar de ser lo que estamos llamados a ser, lo que ya somos, lo que podemos llegar a ser si nos mantenemos fieles a nuestra originalidad, sin temor al rechazo. Se trata de implorar la unidad en la diversidad. Aceptar la diferencia es un grado de madurez. Las personas inmaduras no acep-tan al diferente, le exigen que se amolde y pierda su originalidad. Exigen que se comporte como lo hacen todos y no aceptan que su forma sea distinta y original. Las formas diferentes de actuar, de ser, de comportarse, nos acaban incomodan-do, aunque nos gustaría que no fuera así. Nos da miedo lo diferente, lo que no conocemos bien. Nos llegan a escandalizar comportamientos distintos y no nos
gusta que se vean formas de ser diferentes. Es el miedo a lo nuevo, a lo que no es tan nuestro. Establecemos moldes, con mucha frecuencia en la Iglesia, y encasi-llamos a cada cual en su molde. Y, por supuesto, decidimos qué moldes son váli-dos y cuáles no. Es así que acabamos juzgando a los cristianos por sus principios, por su forma de vestir, por su forma de rezar. Los hay que no están en consonan-cia con nuestras creencias y los rechazamos. La unidad en la diversidad parece imposible. El adolescente trata de remarcar su originalidad, en confrontación con lo que ha recibido. Todos tenemos algo de adolescentes y nos gusta resaltar lo propio, lo nuestro, lo que creemos más valioso, siempre en confrontación con los distintos, con los que hacen las cosas de otra manera. Acentuando en exceso lo original podemos acentuar siempre lo que nos diferencia, no lo que nos une.
Construir la unidad significa dar un paso para aceptar al que es diferente, sin dejar de ser como somos y, al mismo tiempo, buscando los puntos de con-tacto, las semejanzas que nos unen y acogiendo a los demás con un amor grande y comprensivo.
El gran peligro en la vida es anularnos y dejar de ser lo que estamos llama-
dos a ser. El miedo a no ser aceptados como somos, con nuestro carisma perso-nal, muchas veces nos paraliza. La presión del ambiente que nos exige ser de una determinada manera. La pretensión de aquellos que nos aman y quieren que demos respuesta a todos sus deseos. Todo ello puede llegar a turbarnos y anular nuestro deseo de ser fieles a lo más propio, a lo que Dios ha sembrado en lo profundo del alma, como una semilla valiosa. Y así dejamos de aspirar a las altas cumbres, porque otros no confían en nosotros o porque quieren que seamos de otra manera. En la película El árbol de la vida, decía el protagonista: «No dejes que
nadie te diga que no puedes hacer algo. La vida debes vivirla. Uno se hace a sí mismo». No podemos dejar que otros corten nuestras alas o pretendan que seamos como los demás. El peligro es anularnos y acabar haciendo lo que los demás quieren, sin reflexionar sobre lo que Dios y nosotros queremos llegar a ser. Nos dejamos someter y acabamos actuando tal y como otros esperan, olvidando esa semilla, esa originalidad que Dios ha sembrado en nuestro corazón. El Espíritu que implo-ramos nos da luz e ilumina nuestra vida. Nos muestra lo que podemos llegar a ser, nuestra verdad. Nos hace enamorarnos de los sueños. Nos ayuda a creer en nuestras fuerzas y nos hace capaces para no ser esclavos de lo que otros quieren que seamos. Como escribía Pablo Neruda: «Algún día en cualquier parte, en cual-quier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas». Queremos que nuestro Cenáculo se transforme en un Pentecostés en el que poder encontrarnos con nosotros mismos, con nues-tra verdad, entender quiénes somos y estar dispuestos a ser fieles a nuestra voca-ción de santidad. Cuando somos nosotros mismos, sin importarnos tanto el recha-zo, descansamos. Cuando nos queremos en nuestra originalidad, todo cam-bia y empezamos un camino nuevo.

Vivimos este domingo de Pentecostés la fiesta de la alegría del Espíritu Santo. Desciende el Espíritu Santo sobre los discípulos y los llena de gozo. Des-ciende el Espíritu Santo sobre nosotros y nos colma de alegría. Los que ven a los discípulos salir del cenáculo se sorprenden, porque parecía que estaban borra-chos sin haber bebido nada. Comenta el Papa Francisco: «La alegría es un don del Señor. Nos colma interiormente. Es como una unción del Espíritu Santo. Y esta alegría está en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre». Es una alegría nueva que nadie nos podrá quitar. La alegría que nos da el mundo es pasajera y
se nos escapa entre las manos. La alegría del Espíritu es la alegría de llevar a Cristo en el alma, descansando en nuestro interior. Es un don que suplicamos, para no perderlo, para que la vida que llevamos, llena de prisas no nos la quite. El cristiano debería ser, por el hecho de llevar a Cristo en su corazón, una persona alegre. El Espíritu Santo debería colmarnos cada día de una alegría renovada. Porque la familiaridad con el Señor, la cercanía en el trato con Él, alegra nuestro corazón. Pero, como dice el Papa Francisco: «A veces estos cristianos melancólicos tienen más cara de pepinillos en vinagre que de personas alegres que tienen una vida bella». No queremos amargarnos ni ir por la vida con cara triste o deprimida. Estamos llamados a vivir la plenitud de la alegría verdadera. Queremos detener-nos en el Cenáculo e implorar la luz del Espíritu que nos alegre el alma.

La fiesta de Pentecostés es la fiesta de la unidad, fiesta en la que todos nos
comprendemos. Ya no hay idiomas diferentes que nos separan cuando hablamos
el lenguaje de Cristo. Todos somos comprendidos cuando hablamos en Cristo. Hablamos en nuestro propio y original idioma y todos nos entienden. Nos hablan en otro idioma y entendemos. ¡Cuánto nos cuesta, sin embargo, entender a los demás! ¡Qué difícil hablar en un idioma que los demás puedan entender!  El Espíritu logra que todos se entiendan: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, re-sonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llama-radas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu
Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: - ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros
de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua» Hch 2, 1-11. Es difícil hablar un idioma que otros entiendan. El lenguaje del corazón es difícil. Tratamos de entender con nuestra cabeza y no logramos llegar a lo profundo del alma. Hacen falta hombres que entiendan el lenguaje del corazón, que sepan de sufrimientos, que aprendan a consolar en el dolor y a ser pacientes en la angustia del que sufre. Ya hay muchas personas que dividen y separan. Hacen falta corazones en los cuales todos podamos sentirnos comprendidos y queridos en nuestra debilidad. Corazones que creen lazos y unan vidas diferentes.

Cristo nos envía hoy en la fuerza de su Espíritu: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Jn 20, 19-23. Jesús nos da su Espíritu y nos envía, pero no de cualquier forma, sino de la misma forma que el Padre le envió a Él. Tanto amó Dios al mundo que envió a su hijo único. La misma forma es por amor, la misma forma es unidos a Jesús con la misma intimidad en la que Él está unido al Padre, contando en todo con Él, obedeciendo como hijos, compartiendo sencillamente la vida de los demás como Él hizo, no imponiendo; dando el cora-zón y no las palabras. Despojándonos de nosotros mismos, acogiendo al otro
como es, también al que piensa diferente, al que no cree, perdonando, sanando. Ésa es la manera en que somos enviados por Jesús al mundo. Para eso nos da su aliento. Él nos da su soplo de vida, como siempre en su vida ha hecho, porque sin Él no podemos hacer nada y para que su aliento sea lo mismo que nosotros les regalemos a otros. Es el Espíritu de Dios que viene sobre nosotros y nos renueva: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. Bendice, alma mía, al Señor: Dios mío, ¡qué grande eres! ¡Cuántas son tus obras, Señor! La tierra está llena de tus criaturas. Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor». Sal 103, 24ac. 29bc-30. 31. En la fuerza del Espíritu que recibimos somos enviados. Y a través de nues-tras manos y gestos otros recibirán la fuerza del Espíritu. Nos gustaría decir como rezaba una persona: «Mi alma enamorada, busca salir de sí misma, vivir en otras vidas, amar en otras almas. Saltando al vacío, confiando, entregando, encontrarse con su amado, completarse, colmarse. Es así mi amor por ti, Señor, lo llena todo y se multiplica en otras vidas. ¡Desborda mi alma con tu amor tan fecundo! ¡Quiero consumirme en el fuego de tu amor, que arda mi alma, Dios mío! ¡Me hace tan feliz sentirme amada que hasta de esperarte y anhelarte goza mi alma y se estremece!». El Espíritu da alegría a nuestro caminar y nos hace capaces de entregar la vida por amor. Nos hace
audaces para que nuestra Iglesia sea una Iglesia en el mundo, capaz de trans-formar con su amor la realidad. Decía el Papa Francisco: «Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad tam-bién que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar “la dulce y confortadora alegría de evangelizar”». Necesitamos salir de nuestro Cená-culo para dar vida a otros, para poder encender el mundo. El Cenáculo se convier-te en un Pentecostés con las puertas abiertas. En ese Pentecostés actúa el Espíritu que transforma los corazones.

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