VI Domingo Pascua
Hch 15,
1-2. 22-29; Ap 21,10-14. 22-23; Jn 14, 23-29
«El que
me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, vendremos a él y haremos
morada en él»
5 mayo 2013 - P. Carlos
Padilla Esteban
«Acoger
con un corazón abierto y muy humano, herido y humilde, a aquel que viene a
nuestro
encuentro, tendría que llegar a ser la meta fundamental de nuestra vida»
Tal vez en ocasiones nos importa demasiado lo que los
demás piensan de nosotros. Nos afecta
excesivamente el público que nos ve jugar el partido de nuestra vida y nos tensionamos,
porque queremos hacerlo bien, perfecto. Espera-mos la aprobación, la confirmación
de nuestros actos, para poder vivir tranquilos, cuando sabemos que no podemos
obtener la aprobación de todos. Sin embargo, no deja de afectarnos la opinión
de los demás, como si su juicio fuera a determinar el desarrollo de los
acontecimientos. Nos ocurre lo que una persona comentaba: «Me he pasado la vida preocupado por lo que la gente pensaba de mí, y
hoy me doy cuenta de que muy poca gente pensó alguna vez en mí»1. Puede ser, es cierto, que no sean muchos los que se
dediquen a pensar realmente en nosotros. No son tantos los que se preguntan si
estamos viviendo bien o desperdiciando la vida. Somos nosotros los que nos
imaginamos muchas cosas y la fantasía nos juega malas pasadas. Perdemos mucho
tiempo viendo lo que nos hace sufrir y lo que nos alegra. Con los ojos del mundo
vemos sólo la fachada de la vida, como un panta-llazo que refleja sólo una
parte de la realidad. Observamos movimientos, escucha-mos palabras y montamos
el juicio, el veredicto, buscando errores y caídas en la vida de las personas.
Pasa siempre que una persona adquiere un protagonismo en la vida de la
sociedad, o de la misma Iglesia. Muchas veces nosotros hacemos lo mismo con los
más cercanos y nos acostumbramos a dejarnos llevar por las apariencias, por la
primera impresión, por esa aparente infalible intuición que
tenemos y que tantas veces se equivoca. Así es como
acabamos criticando y nos decimos: «Piensa mal y
acertarás».
Sin embargo, ¿Qué ganamos si acertamos en el juicio? ¿Qué logramos con nuestra
crítica? Nuestro juicio hiere, daña, siembra el mal. Y, por otro lado, ¡cuánto
perdemos cuando nuestro juicio es equivocado y acaba sembrando difamación, críticas
injustificadas y opiniones erradas que dis-torsionan
la realidad! Mientras tanto, nosotros vivimos dependiendo de ese vere-dicto
callado del mundo, que no llegamos a oir pero imaginamos, en los labios y en el
corazón de aquellos que observan nuestra vida. Sufrimos y nos desgas-tamos
tratando de satisfacer un juicio inocuo, insignificante, porque, al fin y al
cabo, son pocos los que pensaron en nosotros. Son pocos a los que de verdad les
importamos, pocos los que nos quieren de forma
incondicional. Y, además, el juicio que debería importarnos es el de Dios. Su
juicio nos salva, porque está construido sobre la misericordia, porque su
mirada es de amor y nos levanta. Entonces, ¿para qué nos afanamos tanto en
una lucha absurda por sostener nuestra imagen frente al mundo?
1 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”,
99
La sensibilidad es una virtud, aunque a veces nos
cuesta encontrarle el lado más positivo. Nos permite empatizar fácilmente con los demás, sufrir
y alegrar-nos con ellos. Nos hace más capaces para las relaciones humanas, para
escuchar y acoger, para crear vínculos profundos, para no pasar por la vida sin
echar raíces, sin involucrarnos con los hombres. No obstante, siempre es una
fuente de tensión ser muy sensibles. Una persona lo analizaba de esta forma: «Creo que soy demasiado empática y eso me esclaviza. Pienso demasiado en
el efecto de lo que digo sobre las personas. Sé que a veces, esa inquietud,
está condicionada por el querer quedar bien, pero a veces sí que sabe mal el
haber herido sin querer, con sana intención.
Supongo
que Jesús nunca dijo una palabra fuera de lugar, ni tampoco vivió un silencio
no acertado. ¿Cómo se aprende de Él en esto? Yo no sé cuándo tengo que hablar y
cuándo tengo que callar, porque a veces el callar también hiere. Supongo que
debe ser un terreno para el abandono en Dios». Sufrimos por lo que decimos y por lo que nos dicen,
por lo que callamos o callan frente a nosotros. Sufrimos y nos agobiamos
pensando que la sensibilidad es un don y, al mismo tiempo, una carga. Todo nos
afecta y nos importa mucho no dañar a otros, porque sabemos que es posible
hacer sufrir con sólo una palabra, o con un silencio. Todo puede ser malinterpretado.
Tener un alma sensible es un don. Y todos, en realidad, somos sensibles. Es verdad
que algunos tienen más facilidad para olvidar y pasar página. Algunos se protegen
por miedo a ser heridos. Pero lo cierto es que a todos nos afecta la realidad.
La aco-gida o el rechazo, el fracaso o el éxito, el amor o el desprecio. No
somos indife-rentes a la vida. Menos mal. La realidad es fuente de alegría o de
tristeza. Lo malo es cuando el mundo acaba determinando nuestro estado de
ánimo. Nos elevamos cuando somos aceptados. Nos hundimos al experimentar el
menor rechazo. Nos gustaría ser más libres en nuestra vida. Construir nuestro
corazón sobre pocas pero importantes certezas. Dios siempre nos quiere hagamos
lo que hagamos. Porque nunca «todos y siempre» aprobarán
lo que hacemos. Nuestra felicidad no depende de que todos estén contentos con nosotros.
Jamás nos van a amar todos igual que nosotros los amamos. No podemos exigirles
a los demás lo que no pueden darnos. Sufrir con el que sufre es un don y no una
carga. Acoger con un corazón abierto y muy humano, herido y humilde, a aquel
que viene a nuestro encuentro, tendría que llegar a ser la meta fundamental de
nuestra vida.
Necesitamos vivir con paz, sí, necesitamos esa paz que
da Cristo. Pero no la paz del mundo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No esa
paz que nos da el eco de los halagos, o la brisa suave del elogio, o el dulce
sonar de unas palabras de apoyo o consuelo, o el sentirnos tranquilos tras el
éxito cosechado. Decía el Papa Francisco:
«La paz que nos da el sabernos dignos de confianza
no tiene precio. El “vivir tranquilos” sabiéndonos personas honradas y transparentes,
no se puede comprar en la tienda de la esquina. Vivir bajo un estilo de vida
con principios y valores cristianos, nos da armonía de espíritu. Al tener paz
en el corazón reflejamos confianza, evitamos las enfermedades que conlleva el
estrés adicional
causado
por tener que seguirle la cuenta a las mentiras para no contradecirnos y ser
atrapados. La fidelidad nos otorga identidad, paz, armonía con Dios, con
nosotros mismos, y con los demás. Ser fieles nos brinda energía, nos ayuda a
cultivar la relación de amor que decidimos construir el resto de nuestros días,
además nos aporta dignidad y honorabilidad». No es la
paz del Nirvana, esa paz que nos hace sentirnos entre algodones, en la que la
vida trascurre sin sobresaltos, como en una nube, alejados de la realidad de la
vida que nos incomoda. No, no queremos una paz sin guerra, una vida sin
sobresaltos, un dormir para que la vida pase sin ruido, sin huella,
tal vez sin rumbo. No buscamos esa paz sin gritos, esa
paz dormida que no ilusiona a nadie, esa paz que no inquieta el alma. Buscamos,
por el contrario, esa paz que nos otorga Dios cuando nos muestra su presencia
en el camino y nos llama. Una paz que inquieta el corazón y lo pone en camino: «Dios no inquieta el corazón si no es para llevarlo a algún sitio. Es como
provocar la sed para que busques la fuente, y sería cruel por parte de Dios
hacerte sentir sediento si la fuente no existiera»2. Anhelamos
esa paz que no está exenta de dudas y turbaciones, pero que tiene impreso el
sello de la fidelidad. Una paz que nos lleva a buscar una fuente para calmar la
sed, un pozo para reponer la vida. Sí, es la paz que da saber que
estamos haciendo lo que Dios nos pide, lo que desea
para nuestra vida, lo mejor para nosotros. Aunque no tengamos una paz que nos
aquiete, sino una paz que nos deja despiertos y expectantes. Es la paz que
brota de una vida probada, de un amor arriesgado en la lucha diaria. Un amor
audaz que sufre y renuncia, que ama y se entrega. Un amor valiente que busca la
paz del crucificado. La paz que otorga la renuncia a muchos sueños y el «sí»
a una vida plena siguiendo sus pasos, dejándonos la vida derramada por el
mundo. Sin miedo a perder. Sin miedo a caer. Con la certeza de saber que Él
camina en nosotros. Delante, a nuestra espalda, a nuestro lado para que no nos
desviemos. Siempre dándonos la paz que necesitamos para seguir pronunciando
el siguiente «sí» de nuestro camino.
Jesús nos da la paz, su paz y nos promete que no nos
va a dejar solos. Sabe que nuestro corazón
tiembla con frecuencia, porque es cobarde y tiene miedo. Sólo nos preocupa lo inmediato
y no comprendemos cuando las cosas no salen como esperamos; somos más simples.
Jesús sabe que más adelante, el Espíritu Santo y María, les ayudarán a los discípulos
a comprender, y a creer por fin. Y todo tendrá sentido. Muchas veces nosotros no
entendemos lo que nos pasa, lo que sucede en nuestra vida, lo que Dios nos dice
con los fracasos, con las caídas, con las pérdidas. Lo interpretamos todo a
nuestra manera, torpemente. Tal vez simplemente lo guardamos en el corazón, con
la esperanza de que con el tiempo, esa palabra se haga fuente de vida, e
ilumine el camino, dando sentido a nuestra
vida. ¿No nos ha pasado eso muchas veces? Una persona
lo explicaba así: «Es entonces cuando me haces vivir en
ese juego de la fe. Te busco porque no te siento, te encuentro y entonces soy feliz.
Pero a veces la búsqueda es larga y me desespero, pienso que no estoy a la
altura, que te he cogido demasiada confianza, que tendrás otros mejor con los
que jugar, que ya me has atendido lo suficiente, que me has regalado ya
bastante y entreveo la oscuridad y me viene el miedo. Es cuando la entrega se
me hace dura. Temer ya no encontrarte sabiendo lo que es tenerte. Seguir en
oración, esperándote y hablándote, a pesar sentirte ausente». Son esos momentos en los que no entende-mos y no hay
luz, ni paz, ni una esperanza que todo lo ilumine. Entonces sólo
podemos perseverar junto al Señor, caminar a su lado,
atisbar la luz de un camino que sólo intuimos. Con el deseo de que el Señor
salga a nuestro encuentro y nos dé su paz.
2 Alberto Reyes Pías, “Historia de una
resistencia”, 62
Es la fidelidad en el amor a la que hoy se nos invita: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y
haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras». Son pala-bras
dichas en la Última Cena, como expresión del mayor amor de Dios con el hombre.
No nos dejará solos, vendrá a habitar definitivamente en nosotros y nos dará su
paz. La fidelidad va unida a esa paz que anhelamos. Ser fieles es la meta de
nuestra vida. Fieles a lo que prometemos y decimos, fieles al amor que Dios ha
sembrado en el alma. Es la fidelidad que se refleja en obras pequeñas y
grandes, en la entrega diaria de un amor que es sagrado. Con renuncias, porque
el amor siempre exige renuncias. Dios nos pide poner la vida en sus manos, en
su corazón herido, en la grieta de su alma. Guardar la palabra, su palabra. Ésa
que pronunció
en nuestra alma en un momento de silencio. Cuando
vimos claramente que cami-naba con nosotros. Cuando se rompió la roca de
nuestra sordera y logramos comprender. Cuando dejamos de mirarnos a nosotros
mismos y comenzamos a mirar la vida como una gran aventura, como un sueño, como
un campo donde se juega la lucha diaria en el corazón de los hombres. Hoy
queremos renovar nuestro deseo de ser siempre fieles a ese amor que Dios ha
impreso con su huella en el alma. Desde el día en que fuimos bautizados. Desde
el día en que escuchamos su nombre y supimos que acabaría hablándonos. Sabemos
que solos no podemos, que si no sopla su Espíritu sobre nuestra vida caemos,
que si no nos levanta cada mañana y nos enciende el alma el entusiasmo se acaba
apagando con el miedo. Cumpliremos sus palabras, las que nos ha dicho con
cuentagotas, las que derra-ma en el corazón para que no le olvidemos nunca. Sí,
guardaremos su promesa, la que renueva cada día, en la que nos dice que Él
habitará en nosotros, que será parte de nuestro camino, que nos abrazará para
que no dejemos de acariciar su presencia. La guardaremos pero sólo porque Él va
con nosotros, está en nosotros y nos sostiene. Queremos ser fieles. Sí, fieles con
amor al amor de nuestra vida. Decía San
Gregorio: «La prueba del amor está en las obras: el
amor de Dios nunca es ocioso, porque si es muy intenso obra grandes cosas, y
cuando rehúye obrar ya no es amor». El amor
de Dios se manifiesta en obras, igual que nuestro amor. Cuando
amamos nos damos por entero y, al darnos, creamos,
damos vida y esperanza a muchos. El amor crea vida, engendra vida, abre cauces
a la vida que surge. Cuando amamos nos entregamos sin miedo. El amor nos hace
optimistas, y nos llena de vida. Amar significa guardar en el corazón lo que
Dios nos pide, su voluntad, su Palabra hecha carne. Nada más grande para el que
ama que cumplir los más leves deseos del amado. Cuando el amor se hace
rutina y se
adormece, deja de ser creativo, deja de producir vida
nueva y no es fiel.
Me alegra pensar que el amor nos hace mejores. Sí, mejores porque nos acerca a ese ideal de plenitud
que Dios ha sembrado en el alma. Cuando nos sabemos amados la vida adquiere un
color nuevo. Y cuanto más amamos, acaba-mos siendo mejores. Amar siempre nos
hace crecer. Aunque nos cuesta entender a veces que la vida es pasajera,
mientras que el verdadero amor siempre es eterno. Amar a otros nos lleva a
vivir muchas vidas y a ser vividos en muchas vidas. El egoísmo en el amor nos
empequeñece, nos hace mezquinos, hace que nuestra vida se encierre en sí misma
y pierda profundidad y fecundidad. Amar a
otros y sabernos amados por otros agranda el corazón y
nos hace vivir en otras
vidas. Vivimos en la vida del que nos ama y de aquel a
quien amamos. Así lo describe el poeta Pedro
Salinas: «¡Qué alegría, vivir sintiéndose vivido!
Que hay otro ser por el que miro el mundo porque me está queriendo con sus
ojos. Que hay otra voz con la que digo cosas no sospechadas por mi gran
silencio; y es que también me quiere con su voz. Rendirse a la gran
certidumbre, oscuramente, de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está
viviendo. Morirse en la alta confianza de que este vivir mío no era sólo mi
vivir: era el nuestro. Y que me vive otro ser por detrás de la no muerte». Cuando amamos y somos amados vivimos otras vidas, no
sólo la nuestra. Se amplía la
fuerza de nuestra palabra y nuestras manos llegan a
lugares insospechados. Sanamos otras vidas sin tocarlas, vivimos milagros que
no vemos con nuestros ojos. Es la comunión de los santos en la que creemos. No
estamos solos. Ama-mos y al amar vivimos la vida de aquellos a quienes amamos.
Y ellos participan de las gracias que derrama nuestra propia vida. Es la fecundidad
del amor, que no se detiene, que es un río que lo llena todo. Cuando amamos humanamente
amamos así y vemos así esa vida que no sospechamos. Cuando amamos a Cristo,
cuando le entregamos la vida y nos consagramos en Él, cuando somos amados por Él,
con todo ese amor que se hizo carne, nuestra vida se amplía hasta la eternidad
y
nuestras semillas llegan a lo más profundo de la
tierra. Cristo vive en nosotros al amarnos y al ser Él amado torpemente por
nuestro corazón herido. Cristo se hace presente en nuestras manos que
torpemente acarician y en nuestra voz que es firme o callada, que tartamudea y
se confunde y no desea el rechazo. Su palabra llena de fuerza nuestra voz y su
fuego arde en el alma. Es la comunión que soñamos. Es la plenitud que el
alma anhela.
Cuando nos damos cuenta de que la verdadera felicidad
consiste en hacer lo que Dios quiere, sólo tenemos un camino ante nosotros,
vivir la vida tratan-do de buscar su querer. Son muy sabias las palabras de San Francisco de Sales: «Preocúpate
de no amar la voluntad de Dios porque está de acuerdo con la tuya, sino por el
contrario, ama la tuya solamente porque corresponde a la de Dios». A veces,
sin embargo, vivimos tratando que Dios se adapte a nuestro querer. Pensamos que
así sus planes coincidirán con los nuestros. Nos gusta escuchar su beneplá-cito,
su bendición por las decisiones que tomamos sin contar con Él. Pero, ¡Cuánto
nos cuesta decidir buscando el querer de Dios! Decía el P. Kentenich: «El hombre sobrenatural es audaz; y no
sólo porque viva siempre en la realidad del Más allá, sino
también
porque desposa su debilidad con las fuerzas divinas. Es un hombre audaz porque
Dios desposa su omnipotencia con nuestra impotencia. ¿Cómo se manifiesta la
audacia? En el modo de decidirse y llevar a cabo lo decidido»3. ¿Somos
audaces al decidir? Muchas veces no. Nos cuesta tomar decisiones y llevarlas a
cabo con todas las consecuencias que nuestra decisión implica. Decidir en Dios
no siempre es fácil. Nos dejamos llevar por nuestras apetencias. Nos gustaría
vivir haciendo realidad lo que escuchamos hoy: «Y
la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he
hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el
Defensor,
el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe
todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. Que no tiemble vuestro
corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: - Me voy y vuelvo a vuestro lado.
Si me amarais, os
alegraríais
de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora,
3 J. Kentenich,
“Dios presente”, 115
antes
de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.» Jn 14, 23-29. Decidir en
el Espíritu, decidir en el amor de Dios que se nos regala,
en su palabra que nos posee. Sin miedo, sin que el corazón tiemble ante la posibilidad
siempre real de un fracaso en nuestra vida. Para eso tenemos que desapegarnos de
todo lo que nos ata, de nuestros miedos e inseguridades, de nuestros proyectos
egoístas, de esas dependencias que nos enferman. Decía el Hermano Rafael: «Vacié mi alma de deseos del mundo. Me
abracé a tu Cruz: ¿Qué esperas, Señor? Si lo que deseas es mi soledad, mis sufrimientos
y mi desolación, tómalo todo, Señor, nada te pido. Señor, ten piedad de mí». Cuando nos
liberamos de nuestras cadenas nos volvemos más libres y nos abrimos a lo que
Dios espera. Nuestras alas nos dejan volar y nos sentimos capaces de todo. Pero
luego, más tarde, podemos volver a apegar-nos a la vida. Queriendo hacerla a
nuestra medida.
Es cierto que resulta
difícil saber siempre lo que Dios quiere de nosotros, seguir sus pasos y
entender sus caminos. Dios sólo
nos pide que seamos audaces en ese seguimiento de cada día. Decía el P. Kentenich: «Ya de por sí es audacia leer la voluntad de Dios en pequeños detalles.
Y es una audacia mayor el realizar esta voluntad. La esencia de la existencia
cristiana presupone tal audacia. Tenemos que educarnos para el riesgo, ya que
debemos contar con situaciones difíciles»4. Hay muchas oportunidades en el camino y a veces no
acertamos. Podemos seguir uno u otro camino. Podemos equivocarnos y seguir sólo
nuestro plan. Decía el prota-
gonista de la película «El
curioso caso de Benjamin Button»: «Las
oportunidades marcan nuestra vida, incluso las que dejamos pasar». Decidimos
al tomar la vida en nuestras manos, o al dejarlo todo sin ser capaces de tomar
decisiones. Decidimos al renunciar, al aceptar que ese «no» que damos
puede ser el camino que Él quiere. Decidimos incluso cuando otros deciden en
sus vidas y toman caminos que desconocemos. Decidimos guardando silencio o gritando
al mundo aquello en lo que creemos. Decidimos cuando no entendemos y, no obstante,
seguimos caminando porque queremos ser fieles a lo que creemos que Dios nos pide.
Decía el P. Kentenich: «Vivir la fe significa ser capaz de asumir riesgos, de arriesgar algo.
Tener
fe no es cruzarse de brazos diciéndose: la Madre cuidará. Porque a esa consigna
hay que añadirle algo: yo cuidaré. Debe estar presente también nuestra acción.
Dios nos muestra un plan, tiene una meta. Y quiere que colaboremos con Él.
Nuestra fe es una fe activa, no pasiva»5. Sí, queremos ser audaces para buscar la voluntad de
Dios y ponerla por obra.
A veces puede ser que las normas nos parezcan más
importantes que el amor. Podemos volvernos
rígidos por el cumplimiento y nos olvidamos de buscar lo que el Espíritu Santo desea.
Un testimonio de esta Iglesia primera abierta al querer de Dios lo escuchamos
hoy: «En aquellos días, unos que bajaron de
Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme
a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una
violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y
algunos más subieran a Jerusalén a consul-tar a los apóstoles y presbíteros
sobre la controversia. Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia
acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y
Bernabé. Eligieron a Judas Barrabás y a Silas, miembros eminentes entre los
4 J. Kentenich,
“Dios presente”, 114
5 J. Kentenich,
“Dios presente”, 112
hermanos,
y les entregaron esta carta: Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a
los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo. Nos hemos
ente- rado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e
inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y
enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a
la causa de nuestro Señor Jesucristo. Mandamos a Silas y a Judas, que os
referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y
nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de
carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangula-dos y de la
fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud». Hch 15, 1-2. 22-29. La
Iglesia se abre a la evangelización de los pueblos paganos con un corazón
libre de normas. Va al encuentro de la oveja perdida.
Siempre es así. Aunque ahora, como dice el Papa
Francisco, son 99 y no una las ovejas que están perdidas. Necesitamos descubrir
el camino que Dios busca. Que pudiéramos decir en cada decisión que tomamos: «El Espíritu Santo y yo hemos decidido». Sería una
señal clara de que estamos viviendo en la fuerza creadora del Espíritu Santo,
en la paz que nos da el seguir siempre sus pasos.
Anhelamos la presencia de Dios en nosotros, queremos
que reine en nuestra vida. En este
tiempo de Pascua escuchamos las palabras que describen la Jerusalén celestial: «El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la
ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la
gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como Jaspe traslúcido. Tenía
una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce
nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas,
al norte tres puertas, al occidente tres puertas. La muralla tenía doce
basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.
Santuario no vi ninguno, porque es su Santuario el Señor Dios todopoderoso y el
Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de
Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero». Ap 21,10-14. 22-23. Queremos
que hoy Dios bendiga nuestros pasos y nos dé la paz en el camino a ese cielo
que anhelamos: «El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros; conozca, la tierra tus caminos, todos los
pueblos tu salvación. Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo
con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la
tierra. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe». Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8. Deseamos
que este tiempo de Pascua siga siendo un tiempo de resurrección y de esperanza.
No queremos quedarnos
en la oscuridad de la muerte. Una persona escribía: «Tengo que resucitar, no puedo quedarme en el viernes santo, en la cruz,
en la oscuridad. Tengo que vencer el dolor que me ha dejado muda, vaciándome,
con el corazón partido y el alma rota, muriendo un poco cada día y acompañando
a María en el Calvario. Tengo que superar las barreras humanas que me impiden
salir de mí misma y volver a estallar de gozo al sentirme amada por Él. El Señor
me regala aún muchos días de luz, de esperanza, de gloria, de Pascua. Sí,
¡resucitaré!». Es la esperanza con la que vivimos. Queremos resucitar
de la muerte en la que a veces malvivimos, en la oscuridad hacia la que nos dejamos
arrastrar. Queremos mirar la vida nueva que brota en Pascua, la luz que rompe
la
oscuridad de nuestro corazón y lo llena de esperanza.
Suplicamos esa luz que nos libere, esa luz que nos abra a la vida verdadera.
Queremos resucitar a su vida para siempre.
En este mes de mayo que comienza, mes de las flores,
miramos a María. Ella
es la estrella que guía e ilumina nuestros pasos.
Recordamos las palabras de San Bernardo:
«Mira la estrella, invoca a María. Si te sientes lejos
de tierra firme, arrastrado por las olas del mundo, en medio de las borrascas y
tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de esta estrella. Si el
viento de las tentaciones se levanta, si el escollo de las tribulaciones se
interpone en tu camino, mira la estrella, invoca a María. Si eres balanceado
por las agitaciones del orgullo, de la ambición, de la murmuración, de la
envidia, mira la estrella, invoca a María. Si Ella te tiende su mano, no
caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía;
llegarás felizmente a puerto si Ella te ampara». Nos decía
Juan Pablo II en 1989, en Santiago
de Compostela: « ¡Mira la estrella, invoca a María! Que la
Virgen sea ahora y siempre vuestra estrella y protección. Amadla como Madre que
es. ¡Madre de Cristo y Madre nuestra! Que la Bienaventurada Virgen María, admirablemente
presente en la misión salvífica de Cristo, sea para vosotros «Estrella de la
mañana» en vuestra peregrinación terrena de fe, de esperanza, de caridad y de
perfecta unión con Cristo, que es nuestro camino, verdad y vida». Con este espíritu comenzamos el mes de María. La miramos
a Ella porque es la luz que nos ilumina. A veces nos despistamos y las turbulencias
de la vida nos hacen perder el rumbo. Queremos que Ella guíe siempre nuestro
camino. Queremos que marque nuestra vida y nos dé su paz. No es fácil porque nos
olvidamos de lo importante y nos apegamos al mundo. Ella nos enseña como
educadora a elegir bien el camino. Ella logra que
Cristo se haga carne en nuestra carne débil, construyendo sobre nuestros
aciertos y también sobre nuestros errores.
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