Vivir la cuaresma desde Betania
Quisiera acercarme a
Betania en este tiempo de Cuaresma. Distaba pocos kilómetros de Jerusalén. Así lo hizo el Señor
antes de celebrar la Pascua, po-cos días antes. Jesús amaba la casa de Marta, María y Lázaro.
Allí era acogido y recibido. Amaba ese hogar en el que su alma podía descansar
y recobrar la paz después del duro trabajo de cada día. Allí estaba en familia.
No había que hacer nada. Nada había que decir. Sólo estar y compartir la vida. No había que
demostrar nada, ni poner la mejor cara. Uno era aceptado sin preguntas, sin quejas
ni reproches. Cada día, cada atardecer. En los seis días antes de su
crucifixión, Jesús fue a la ciudad de Jerusalén durante el día, pero siempre se
retiraba a Betania para pasar la
noche. Es decir que, en los últimos días de su vida en esta
tierra, Jesús pasó todas las noches en Betania, donde encontró refugio,
descanso, seguridad y paz.
Betania es el hogar
en el que Cristo es bien recibido. Allí lo esperan y lo aceptan en
todo momento. Hacen fiesta al verle llegar y pasan el tiempo a su lado. Y
nosotros no tenemos tiempo. O elegimos muy bien a qué queremos dedicarle
tiempo. Nuestras prioridades son otras, y muchas veces en ellas no entra Dios.
El tiempo es nuestra mayor riqueza. Lo perdemos con facilidad y elegimos bien a
quién se lo damos y a quién no. Nos importa no perderlo. Porque perder el
tiempo es como perder la vida de forma improductiva. Y no
queremos. El tiempo
vale mucho. Recibir a Cristo en nuestra vida es darle un lugar de honor. Eso
significa que otras cosas pierdan su lugar. Acoger a Jesús nos lleva a un
cambio de prioridades. ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Qué preferimos hacer
con nuestro tiempo cada día? ¿En qué invertimos nuestras mejores fuerzas, el
tiempo libre? La invitación de la Cuaresma es a vivir desde Betania el
acogimiento. Acogemos a Cristo. Queremos que en nuestro hogar todos sean
acogidos. Sin preguntas, sin exigencias.
Miramos a Jesús que
sufre en soledad y queremos calmar su dolor. Lo acompañamos sobrecogidos.
Con miedo. Porque su muerte y su dolor nos ha-cen temer nuestra propia muerte.
Siempre que vemos un sufrimiento nos da miedo pensar que eso mismo nos puede pasar
a nosotros. Es el egoísmo del alma que no quiere sufrir. El dolor despierta
temor. No queremos sufrir. Nunca el sufrimiento es un plato agradable. El
corazón está hecho para la vida, para disfrutar, para gozar y amar. El corazón
no entiende ni el sufrimiento ni el dolor.
Desde Betania
contemplamos el dolor de Cristo que camina al Calvario. Nos asustan sus pasos.
Nos inquietan los rumores de los que ansían matarle. Justo en Betania, lugar de
acogida y paz, es donde se planea su muerte: «Gran multitud de los judíos supieron
entonces que él estaba allí, y vinieron, no solamente por causa de Jesús, sino
también para ver a Lázaro, a quien había resucitado de los muertos. Pero los
principales sacerdotes acordaron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de
él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús». Lc
12, 9-11. Allí los judíos están inquietos. Parece que con la resurrección de
Lázaro muchos más siguen al Maestro. Aumenta la preocupación y planean incluso
matar también a Lázaro. Y todo porque un amor tan grande supera la capaci-dad
de acogida del hombre. El corazón se siente en deuda y se siente des-bordado
por tanto amor, no logra abarcarlo. Quisiera detenerme hoy en cuatro momentos
de la vida de Jesús en Betania. Allí descansaba el Señor y desde allí nos ayuda
a caminar con él hacia el Calvario:
1. «Ha escogido la mejor
parte»
«Mientras iba de camino con sus
discípulos, Jesús entró en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en
su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sen-tada a los pies del
Señor, escuchaba lo que Él decía. Marta, por su parte, se sentía abrumada porque
tenía mucho que hacer. Así que se acercó a Él y le dijo: - Señor, ¿no te
importa que mi hermana me haya dejado sirviendo sola? ¡Dile que me ayude! -
Marta, Marta - le contestó Jesús-, estás inquieta y te afanas por muchas cosas,
pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la
quitará».Lc 10:38-42
Siempre me impresiona la actitud
de Marta en Betania. Sirve en el silen-cio, en lo oculto. Tiene su corazón volcado hacia
al Señor sin lograr estar con Él. Quería atender a Jesús con todo su amor. Su
corazón era muy grande. Te-nía el don de estar atenta a la necesidad de los
otros. Corría a servir. Amaba en la entrega. ¡Qué don tan grande es ser así! El
don de amar a Jesús en su necesidad. Acoger en su casa con la humildad de una
pobre de Dios. Cristo quiere quedarse en nuestra vida. En nuestro corazón
herido. Y nosotros vamos a lo nuestro sin ver lo que otros necesitan, lo que
necesita Jesús. Marta, sin embargo, sí se da cuenta de las necesidades del que
llega. Está atenta a aga-sajar, a dar, a hacer sentir al invitado como en su
casa. Tiene la sensibilidad para saber dónde falta vino y lo busca. Es cierto
que, en este momento que relata el Evangelio, surge de su corazón algo de
envidia, el deseo de hacer lo que hace María. Está cansada y el corazón
estalla. Pero yo nos quedamos
con su espíritu de humildad, con
su sencillez oculta, con su entrega generosa cuando nadie valora su esfuerzo.
Me conmueve la oscuridad de su entrega, el silencio de su amor crucificado; y,
al mismo tiempo, la luz que desprenden sus gestos suaves y silenciosos.
Son necesarias vidas como la de Marta para que
destaque la luz de
Cristo. Vidas
que dejen que brillen otras vidas. Vidas que se entreguen renunciando en la
soledad, en el silencio, llevando una vida oculta. Marta sirve para que María
pueda estar con el Señor. Pienso en BXVI y su renuncia. Su paso al frente en la
humildad para vivir en la oscuridad de la cruz de Cristo. Por lo ge-neral nos
gusta servir y brillar. La gloria y la fama. Dar la vida y ser valorados por nuestra
generosa entrega. No nos gusta ese papel oculto de San José que dio su vida
en silencio sirviendo la vida de María y de Jesús. Marta
representa
esa misma entrega silenciosa y
valiosa. Ese servicio desinteresado en el que el corazón ha de sentirse en paz
y no estar volcado sobre el mundo. Cuando el corazón descansa en Dios es
posible entregar la vida de esta forma. De otra forma, es imposible, nos
llenamos de amargura y tropezamos con nuestro orgullo herido. Si nuestro jardín
interior está yermo, sin vida, no es posible vivir así. Es un don poder servir
de esta forma, como Marta. Es el deseo de darlo todo, sin miedo a la soledad. Con la
atención puesta en esos detalles aparen-temente insignificantes, pero siempre
importantes. Es la capacidad para ade-lantarnos al deseo de aquellos a los que
amamos, antes incluso de que lo expresen. Pero muchas veces estamos más
pendientes de ser servidos que de servir. Más preocupados de nuestras
necesidades que de las de otros. Nos buscamos y no buscamos al que sufre.
Jesús amaba profundamente a
Marta. Marta
amaba a Jesús. Los apóstoles
vieron en Jesús ese amor sincero
y profundo hacia Marta. Vieron su calidez y cercanía con ella. Y lo dejaron
escrito. Ese amor cálido y cercano. La abrazaba con su mirada y la contenía en
sus silencios. La elevaba con sus palabras y la sostenía con sus abrazos. Tal
vez la misma Marta
confesó algún día el amor que Cristo la tenía. No con vanidad. Sino desde la humildad de saberse
niña amada. Desde la experiencia única de aquel que se ha sabido amado sin
mere-
cerlo. Porque no tenemos que
hacer nada para que Dios nos ame. ¡Qué impor-tante pensar en ese amor que Dios
nos tiene! Nos llama por nuestro nombre. Nos dice que nos ama. Nos bendice para
que caminemos sobre las aguas, pa-ra que no lo olvidemos nunca. Marta se
afanaba por muchas cosas en su ser-vicio. Así lo dice el Evangelio. Jesús la
amaba personalmente y por eso podía descansar a su lado y se dejaba cuidar por
ella. Marta era para Él un lugar de descanso. Marta se sentía especial para Jesús,
privilegiada y única. Sabía que Jesús la amaba con ternura y por eso ella
intentaba cuidarle a él, con toda su alma, para que se sintiera en paz. Marta
se sabía amada y eso le daba la liber-tad para no tener que mendigar cariño.
Cuando nos sentimos amados así, pro-fundamente queridos, ya no mendigamos. No
necesitamos ir de un lado a otro buscando consuelo. No nos hace falta que nos
digan todo lo que nos quieren, aunque siempre sea importante. Porque es verdad que
en el amor de los de-más, en ese amor con rostro, en ese amor que entregamos y recibimos,
vemos el rostro de Dios. Ese amor nos da la libertad de los hijos que se saben amados
y saben que el amor es eterno, único, especial. Un amor que nadie nos va a
quitar nunca. Quisiéramos tocar ese amor cada día. Quisiéramos abrazarlo cada
mañana para no olvidarnos de lo absoluto que es Dios cuando ama. Marta se
convierte entonces en imagen de Iglesia. Como Iglesia somos ama-dos por Jesús y
lo servimos y lo cuidamos. Nos sentimos Marta. Amados y dispuestos a servir en
todo momento. Quisiéramos recibir de Jesús, como Marta, ese don de poder estar
atentos, de sabernos amados siempre, en todo
lugar, en nuestras heridas, en
las caídas que nos turban.
Quisiéramos que Jesús viniera a
descansar en nuestro interior, a nuestro hogar. En nosotros puede vivir siempre en paz. Puede
descansar y sentirse en paz. Pero muchas veces sabemos que nuestro interior
está revuelto. Cuando no hay paz en nuestra vida pensamos que Cristo no querrá
venir a nosotros. Pero no es así. Lo acompañamos en este camino al Calvario
desde nuestra pobreza, tratando de sostener sus pasos. Desde nuestros ruidos y violencia,
desde nuestra ira y turbación, desde el rencor que envenena, queremos pedirle
que descanse en nosotros. Tal
vez nuestras cosas no son descanso para Dios. Pero Él, aún así, quiere venir a
nosotros para transformar nuestra vida y darnos descanso. Cuando Jesús llegaba
a Betania traía siempre su paz. Así puede ha-cerlo cono nosotros. Él convierte
el Gólgota en Betania. La cisterna de su en-cierro, en un jardín. La columna en
la que fue flagelado en un árbol de vida. En nuestro corazón Cristo podrá
descansar, lo transformará en un nuevo Betania para los hombres. En nosotros
podrá estar en paz. Así quiere ser nuestra vida. Betania para Cristo y Betania
para tanta gente que vive sin paz, inquieta y re-vuelta. En nuestro interior
inquieto quiere venir el Señor para pacificarnos, para darnos la vida
verdadera, para hacernos hogar para muchos, donde muchos encuentren el descanso
que anhelan. Donde Cristo descanse a nuestro lado. Y nosotros, a sus pies, experimentemos
su mano cálida. Esa mano que acaricia nuestra vida. Que transforma el alma en
un jardín regado, en un vergel.
María representa, por su parte,
el deseo de estar con el Señor. El gesto de María en Betania va a ser estar a los pies del Señor en
actitud de humilde escucha. Es la actitud orante que todos queremos tener en el
tiempo de Cuaresma. Queremos arrodillarnos a los pies de Cristo, escuchando y
acogien- do sus palabras que tienen vida eterna. Con el alma callada, en el
silencio más profundo, en el huerto sellado de nuestra oración. Es difícil escuchar
cuando el mundo nos habla, nos pide, nos requiere y nos exige. Difícil ir a
Betania cuando
estamos pendientes de tantas
cosas que nos quitan la paz y nos hacen confun- dir nuestras prioridades.
Queremos aprender de María, a quien no le importa que su hermana se ocupe de
todo, porque ella sabe lo que necesita en ese momento. No se compara. No se inquieta.
No se turba al pensar que tal vez debería estar en otro sitio. Nosotros tenemos
grabada en el corazón una frase que nos angustia: «Debería». Pensamos,
desde pequeños, que deberíamos hacer las cosas de una manera determinada.
Cuando estamos en un sitio
pensamos que deberíamos estar en
otra parte. Nos angustia pensar que no hacemos lo correcto y que lo correcto
precisamente se encuentra donde no estamos. María no se turba, descansa de
rodillas, contempla. No mide el tiempo. Está en presencia de Cristo, sin pensar
que no está en el lugar correcto. María se siente muy libre, muy amada y muy
libre.
María está tranquila porque ve
que Cristo la quiere de rodillas, a sus pies. Sabe que tiene la mejor parte. No se
enorgullece. Sólo calla y se alegra. Por-que ve que lo que Cristo quiere ahora
es tenerla allí, callada, de rodillas. La quiere acariciar. Quiere colmar su
anhelo de infinito. Es la misma actitud de la Iglesia que ora. El pulmón de la
Iglesia son los que adoran en silencio, los que contemplan a Dios callados,
mudos. Son los que miran a Cristo bajo el madero caminando al Calvario. En el
propio madero de su sufrimiento. Así lo miran, con los ojos de María que ve a
su hijo sufrir en la
distancia. Con la mirada de los
pobres que saben que Cristo
lleva el madero de los propios pecados y faltas. Así, de rodillas, sin nada que
decir, con el corazón abierto a recibir. Con el alma abierta a dar.
2. «Si hubieras estado aquí
mi hermano no habría muerto»
«Había un hombre enfermo llamado Lázaro,
que era de Betania, el pueblo de María y Marta. Las dos hermanas mandaron a
decirle a Jesús: - Señor, tu amigo querido está enfermo. Jesús amaba a Marta, a
su hermana y a Lázaro. Cuando oyó que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días
más donde se encontraba (...). - Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a
despertarlo (…). Dijo Marta a Jesús: - Señor, si hubieras estado aquí, no
habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas
a Dios, Dios te lo concederá. Le dice
Jesús: - Tu hermano resucitará. Le respondió Marta: - Ya sé que resucitará en
la resurrección, el último día. Jesús le respondió: - Yo soy la resurrección. El
que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no
morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: - Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, el que iba a venir al mundo. Dicho esto, fue a llamar a su her-mana María
y le dijo al oído: - El Maestro está ahí y te llama. Cuando María llegó donde
estaba Jesús y lo vio, se arrojó a sus pies y le dijo: - Señor, si hubieras
estado
aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús
entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban también
llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: - ¿Dónde le pusisteis?
Le dijeron: - Señor, ven y ve. Jesús lloró. Dijeron entonces los judíos: -
Mirad cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: -¿No podía éste, que abrió los
ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera? Jesús, profundamente
conmovido otra vez, vino al sepulcro. Conmovido una vez más, Jesús se acercó
al sepulcro. Era una cueva cuya entrada estaba tapada con una piedra. - Quitad
la piedra, ordenó Jesús. Marta, la hermana del difunto, le dijo: - Señor, ya
debe oler mal, pues lleva cuatro días allí. (…) Dicho esto, [Jesús] gritó con
todas sus fuerzas: - ¡Lázaro, sal fuera! El muerto salió, con vendas en las
manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario. Jesús les dijo, -
quitadle las vendas y dejad que se vaya» (Jn 11:1-44)
Contemplamos la muerte y
resurrección de Lázaro. Marta sale al encuentro de Jesús. Ya es demasiado tarde.
Hubiera bastado con unas palabras, con un gesto, para que su hermano viviera.
Lamenta que Jesús no hubiera curado antes la herida, evitando así la muerte. Una enfermedad
es curable, la muerte, sin embargo, es el final de todo. Al menos en esta vida temporal
que tanto amamos. Es más fácil curar que
resucitar. ¿Por qué no lo hizo? Por eso
Marta reprocha el tiempo
perdido. Si hubiera actuado, piensa Marta. Tal vez igual que nosotros en la vida. Nos turba este
Dios que no actúa cuando le pedi-mos que lo haga. Un Dios que no intercede y
está como ausente. Caminamos al Calvario y nos escandaliza de nuevo que Dios no
hiciera nada para salvar a su Hijo. Nos escandaliza que Dios nunca parezca
llegar a tiempo, llega dema-siado tarde. El accidente evitable, la enfermedad
que esperaba un milagro, las vidas que se pierden sin intervención divina. Todo
parece demasiado pobre. La impotencia de un Dios ausente nos escandaliza. ¿Por
qué no se dio prisa Jesús cuando se trataba además de su amigo tan querido? Él
podía hacerlo. Hubiera bastado con haber venido cuando se lo dijeron, si es que
tanto lo quería. Marta y María tenían razón. «Si hubiera…». Pero no, los
planes del Señor son otros. Hubiera sido todo más fácil de otra forma, pero no
fue así. Nunca lo entenderemos del todo. Como muchas cosas en esta vida que
lleva-remos apuntadas en un cuaderno para cuando lleguemos al cielo. Cristo no
se dio prisa y Lázaro fue vencido por la muerte. Los caminos de Dios no son los
nuestros, sus tiempos no son los
nuestros. Queremos acompañar a Jesús en este camino al Calvario. Lo hacemos
llenos de dudas y preguntas. Así es el camino del pobre de Dios que confía en
su amor y en sus planes. No tenemos todo claro, no estamos seguros de todo. Hay
personas que tienen teorías para todo. Saben el camino más corto a cualquier
parte y han estudiado las cosas que hacen inventando teorías. Así se sienten
más seguros. Pero luego, en el camino al Calvario, las teorías sirven de poco.
Llega la vida y la vida nos des-concierta. Caminamos inseguros, pero con la
confianza puesta en quien nos ama. Comprendemos que su vida y su muerte nos
hablan de nuestra vida y de nuestra muerte. De nuestro dolor y nuestra
enfermedad. Su subida al Calvario es nuestra subida. Con su dolor y su muerte. Subimos
con Él y entregamos lo que nos hace sufrir. Lo que nos inquieta. Confiamos.
Marta confiesa que Cristo es la
vida, que es el Mesías, que traerá la resurrección al final de los tiempos. Cree en la resurrección como un
don recibido de lo alto. Ve más allá de la carne. Es un don que Cristo le dio en la
intimidad que tenían, en el amor que se profesaban. Cristo veía por los ojos de
Marta, Marta por los de Cristo. Se miraban y comprendían. Sobraban las pala-bras
para entender. Es la comunión especial entre la amada y el amado. Es la
confesión pública de una mujer con mucha fe y mucho amor en el alma. Marta cree
en Jesús porque lo ama y es amada por Él. La fe brota como fruto del amor y
crece en el amor. Marta no duda porque lo ama profundamente. Cree aquello que
antes le parecía imposible creer, sólo porque ama. El amor nos hace inocentes y
nos da la capacidad de creer lo imposible. Cuando amamos a alguien creemos con
todo el corazón. Marta sabe que Cristo lo puede todo y por eso espera contra
toda esperanza. Marta cree y su corazón se llena de
esperanza y de vida. Y en ella,
la mujer que ama y es amada, todos creemos. Aunque nos gustaría creer más.
Porque dudamos con frecuencia. Nos llena-mos de miedos y desconfiamos de un
Dios que pueda hacer posible lo impo-sible. Perdemos la inocencia y nuestro
juicio, nuestra razón, se convierten en un muro que nos aleja de una fe
inocente, de una fe sencilla como la de los niños. Queremos confiar sin
límites, como esos niños que se abandonan en manos de sus padres porque se
saben amados. Sin temer nada.
Cristo se conmueve y llora. Siempre me emociona pensar en
el dolor de Jesús por nosotros. Nos quiere y sufre en nuestro dolor. Cuando lo
acogemos en nuestro corazón, nos muestra su amor. Llora ante Lázaro muerto como
nosotros lloramos ante su cruz en el Calvario, como María llora a los pies de
su Hijo abandonado, como lloramos con la pérdida de un ser querido, o ante la
enfermedad y el sufrimiento. Me conmueven sus lágrimas y surgen las propias al
pensar en el dolor de la
muerte. No hay nada más doloroso que la muerte,
aunque sepamos que después viene
la vida verdadera, la vida eterna. Es el tajo que separa el corazón en dos, lo
parte sin misericordia. Es la espada de dos filos que rompe el frasco para que
se derrame el amor. La muerte nos llena de oscuridad y vacío. Es como un desierto
después de haber vivido en el ver-gel. No nos acostumbramos al polvo del
olvido. Lázaro separado de los suyos hace de Betania un lugar sin vida, un
lugar lúgubre. Su ausencia duele en el alma, pesa demasiado. Así lloramos
siempre que perdemos aquello que ama-mos. Nuestro amor es sincero y grande.
Amamos y lloramos. Cuando no so-mos capaces de llorar, es porque no hemos amado
lo suficiente o porque nues-tro corazón se ha endurecido. Las lágrimas de Jesús
son nuestras propias lá-grimas. Jesús llora por nosotros que sufrimos y llora
por nosotros cuando nos hemos vuelto insensibles y duros en la vida, cuando
nuestro corazón es de piedra. Llora cuando no somos capaces de darnos, de entregar
lo que tene-mos. Llora cuando nos hemos quedado sin sangre que derramar por nadie,
atrapados por nuestro egoísmo que nos aísla y enferma.
María llora a los pies de Jesús. Su amor arrodillado vuelve a
sus pies. Derra-ma el amor de sus lágrimas. Llora por Lázaro que se ha ido.
Llora de impoten-cia porque Jesús no ha llegado a tiempo. En sus lágrimas se
entrega su amor y su pena. Vuelve a la postura de la amada en silencio, de
rodillas, a sus pies. Es nuestra oración silenciosa de rodillas y con lágrimas.
Nuestra oración cuando pensamos que ya no hay salida. Cuando nos confrontamos
con la muerte y la esperanza parece huir para siempre. Cuando no creemos en los
milagros y vemos la losa de la tumba como el final de los sueños. Lloramos, el
alma llora, se conmueve. Como el alma de Cristo al llegar a Betania, al ver el
dolor propio y de aquellos a los que ama. ¿Por quién lloramos nosotros?
Nuestras lágrimas parecen agotadas. Ya nada nos conmueve. Hemos construido
cisternas que no retienen el agua. Cisternas donde el amor no se contiene. Por
eso nos volve-mos fríos e insensibles. Las personas no arraigan en nuestro
interior. Sus raí-ces son cortas. No regamos los amores que Dios nos regalan y
no lloramos. Nos volvemos pobres. Queremos pedir el don de lágrimas. Para conmovernos
por el dolor propio y por ese dolor que acompañamos.
Sin embargo, al final del camino
siempre vence la vida. Es cierto que la de
Lázaro es sólo una resurrección para una vida breve. La que
todos anhelamos es una resurrección para la vida eterna. Sólo unos pocos años
más de vida en Betania para llegar a la Betania del cielo. Un tiempo para amar
y agradecer y dar testimonio del amor de Cristo. Lázaro vivió poco tiempo más,
no sabemos cuánto, no nos importa. Pero se convierte para los judíos en signo del
amor de Cristo. Su vida es signo de la verdadera resurrección que todos
anhelamos. En
Cristo seremos entonces testigos
de una Resurrección para la vida eterna. Pero a Lázaro le quedó la misión de
anunciar que el amor tiene la última pala-bra. El amor grita más fuerte y rompe
la roca de la muerte. El
amor de Cristo derrama perfume de nardos y nos habla de un amor eterno. La
resurrección de Lázaro es símbolo de la vida eterna que recibiremos. Miramos a
Cristo muerto que nos habla de la vida. En Betania surge la vida de la muerte. Hay que morir
para tener vida eterna. Renunciar para llegar a la vida. Cuando morimos
a
lo que nos encadena nos
liberamos para una vida verdadera.
3. «El frasco de perfume»
«Seis días antes de empezar la fiesta de
la Pascua llegó Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, el que había estado
muerto y que él había resucitado. Prepararon en su casa una cena en honor a
Jesús, y mientras Marta servía y Lázaro se hallaba sentado a la mesa junto a
Jesús, María tomó un frasco que contenía medio litro de un caro perfume de
pura esencia de nardo, ungió con el perfume los pies de Jesús y luego se los
secó con sus cabellos. Toda la casa se llenó de la fragancia de aquel
perfume. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, protestó: ¡Ese
perfume vale una fortuna! Si lo hubiéramos vendido por trescientos denarios,
habríamos tenido dinero para socorrer a los pobres. Pero no dijo esto porque
los pobres le importasen mucho, sino porque era un ladrón; y como precisamente
a él se le había encargado que administrase el dinero de todos, aprovechaba a
menudo la confianza de los demás para sustraer algo para su beneficio personal.
– Déjala - replicó Jesús-, pues lo que ella está haciendo es co-mo una
preparación para el día de mi entierro. A los pobres podéis ayudarlos cuando queráis,
porque siempre los tendréis cerca; pero a mí no me tendréis por mucho tiem-po
entre vosotros» Jn 12:1-8.
Jesús es acogido con el amor
derramado por una mujer. María está de nuevo a los pies de Jesús. Es un espacio de intimidad.
Ama y es amada. Echa el perfume y lo seca con su cabello. Rompe el frasco para
que salga todo el perfume. No ahorra con el Señor, no escatima. El frasco se
rompe cuando so-mos capaces de partirnos. Algo se tiene que romper para que salga
el amor. Normalmente lo guardamos, sin dejar que salga. Nos gusta el frasco
perfecto. Es, sin embargo, de la grieta en la roca desde donde brota el agua.
De la
grieta en el corazón herido es
desde donde brota el amor. Es el símbolo del perfume derramado cuando Cristo
muera. Llora el corazón y se derrama a sus pies. Es el perfume que damos en
vida, ese amor que deja a nuestro alrededor una fragancia cuando pasamos. El
perfume de nardos expresa un amor que se derrama. El frasco se rompe. Es
difícil romper el frasco y sentir que el amor se entrega. Nosotros damos con
cuentagotas. Nos da miedo el rechazo. El no ser correspondidos. El no tocar el
amor de Dios. Nos da miedo amar y no ser ama-dos. Nos asusta la soledad del
frasco roto y vacío. Nos da miedo que se rompa el frasco y perder la vida. Nos da miedo darlo
todo y quedarnos sin nada para otros, para nosotros mismos. Vacíos y rotos. Nos
gusta más ahorrar y conser-var la
vida. El perfume derramado, ese amor que se parte como Cristo
en la
cruz.
Quisiéramos ser capaces de
romper el frasco de perfume para derramarlo todo sobre las heridas de Cristo, sobre nuestras propias
heridas, sobre las heridas de aquellos que llegan a nuestra vida buscando
calor. Quisiéramos que nuestra vida tuviera el perfume de Cristo para atraer
hasta Dios a los que están más lejos. Como el Santo Crisma que recibimos en el sacramento
del Bautismo, de la Confirmación, del Orden. No es tan fácil conservar siempre
su perfume. Guardamos nuestro
perfume en un frasco perfecto. No queremos que se nos rompa la vida. La conservamos con
esmero. Que no se desgaste el frasco. Que no se pierda el amor. Por si nos
quedamos sin él para cuando nos haga falta. Damos sin romper, sin rompernos.
Rompernos en mil pedazos nos parece excesivo. Mejor estar enteros. Pero, no lo
estamos, nunca estamos enteros. En realidad estamos bastante rotos. El frasco
está roto y va perdiendo amor. Lo vamos malgastando, ahora sí, en cosas sin
importancia. Vamos derramando un olor
que el mundo no percibe. Y lo dejamos en cosas y bienes que nos atan y
esclavizan. Allí donde el amor no es verdadero. Sino sólo un apego desordenado.
Pero sólo cuando Cristo rompe el frasco logra sacar lo mejor de nuestro
corazón. Logra extraer el perfume. Así logramos que nuestra vida huela a Cristo.
Porque el amor de Cristo huele en nosotros cuando lleva-mos su amor muy dentro.
Es el perfume de nardos derramado. ¿Huele a nardos nuestra vida? Cuando amamos,
olemos bien. Y casi no nos damos cuenta. Es una luz que brilla en nuestro
interior. Y se ve desde lejos. Nosotros no nos damos cuenta. No olemos el
perfume porque estamos acostumbrados a su fragancia. Cuando nos guardamos,
cuando no nos rompemos, el perfume no llega a nadie. No huelen nuestro buen
olor. Tenemos miedo al rechazo y al juicio. Nos importa mucho el juicio de los hombres.
Por eso no amamos, porque tememos no ser correspondidos, porque nos da miedo
recibir menos a cambio. El amor de María, sin embargo, no tiene medida. El
nuestro se da poco a poco, por miedo, por prudencia, por vergüenza.
Muchas veces nuestras heridas
apestan, no huelen a nardos. Porque en ellas no hemos dejado que entre Dios, no está su presencia.
Por eso destilan amargura y rencor, desprecio y una insana autocompasión. No
aceptamos tener heridas, ni grietas en nuestro frasco. Queremos ser perfectos y
fuertes, como una roca, dignos de ser admirados. Por eso acabamos alejando de
nosotros a los que queremos cerca, alejamos a los que se acercan a nosotros
queriendo recibir vida y amor de nosotros, como en Betania. Nuestra aparente
perfección, fría y lejana, los
aleja. Nuestras heridas nos dan miedo y así las escondemos, para no asustar a
los que llegan a ellas, para que no las vean. ¿Cómo serían las heridas de María
a los pies de Jesús? ¿Nos atrevemos a tocar las heridas abiertas de Jesús? El
frasco de perfume de nardos era grande y caro. El amor no se entrega en frascos
pequeños. Es el perfume de un frasco muy grande. Tal vez era mucho, excesivo,
como mucho era su amor. Ella había sido profundamente amada y perdonada. Por eso
su amor era tan grande. Judas, sin embargo, se creía justo. Estaba vacío de
amor y se escandaliza ante tanto derroche. Tal vez entiende que es demasiado
caro el perfume para derra-marlo de esa manera, habiendo tantos pobres. Tal vez
tampoco le interesaban los pobres. Sólo que hacer lo que hacía era como tirar
el dinero para nada. Malgastar algo
significa que lo utilizamos en algo y en alguien que no vale tanto para
nosotros. Para Judas, estaba claro, Cristo no valía tanto. El perfume del
amor se lo entregamos a aquellos
que en nuestra vida tienen un gran valor. El
valor de las personas no se mide
por dinero. Se mide por el tiempo que le damos, por el amor que derramamos a
sus pies, por el cariño que expresamos. Se mide por las palabras que les
entregamos. Por la admiración que destilan nuestros gestos. Como el perfume de nardos
derramado en los pies. Un amor que se evapora e impregna toda nuestra vida. Sin
amor olemos mal. Porque sólo huelen nuestras heridas.
Queremos mirar a Cristo esta
cuaresma. Seguir
sus pasos desde lejos. Mi- ramos sus pies descalzos. Sus pies gastados y
sucios. Queremos limpiarle con nuestro amor. Queremos arrodillarnos a sus pies
como María en Betania. Nos descalzamos también nosotros. Rompemos algo nuestra
vida. La rompemos de golpe. Siempre me impresiona el momento en la eucaristía
en el que parto el pan, parto a Cristo, me parto. Es el momento en el que duele
el alma por den-tro. Algo se rompe en las entrañas. Cristo, el frasco, el alma.
Y el amor se derrama en el cáliz. La sangre de Cristo que es su amor
crucificado. Me siento indigno al pensar en ese amor sin medida. Cuando el
nuestro tiene las medidas muy claras. Todo está limitado. Para no dar demasiado, para no
rompernos del todo. Porque no hay que exagerar tanto. Al fin y al cabo, un
frasco roto no sirve para nada. Tal vez por eso merezca la pena romperse.
Porque así sólo vale-mos para Dios, aunque no valgamos para el mundo.
4. «Allí alzó las manos y los
bendijo»
«Después Jesús los llevó hasta
Betania; allí alzó las manos y los bendijo. Sucedió que, mientras los bendecía,
se alejó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, entonces, lo adoraron y luego
regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo,
alabando a Dios». (Lc 24:50-53)
En Betania, junto a Betania,
cerca del hogar de Cristo en la tierra, se aleja de aquellos a los que ama. Allí donde los hombres
decidieron matar a Jesús. Allí donde muchos vieron el amor humano del Maestro.
Allí donde fue real su entrega cotidiana. Desde allí subió a los cielos para
recordarnos que la eter-nidad es nuestra Betania definitiva. Amó en Betania,
amó a los suyos, amó esos rostros que ahora podía bendecir mientras se alejaba.
Es bonito pensar que subió a los cielos desde Betania. Tal vez para recordarnos
que nuestra vida tiene que ser como Betania, un hogar, una familia, un amor
derramado sin escatimar ni el tiempo, ni el dinero, sin egoísmos y sin
barreras. La Iglesia está llamada a ser Betania. Hogar en el que Cristo se hace
carne y acoge a todos. Allí donde todos encuentran su espacio. Allí donde todos
pueden servir, llorar y reír y sentarse en silencio a los pies del Maestro.
Cuando nuestra vida no es lugar y espacio de acogida es que nos falta algo,
falta el perfume de nardos, falta Cristo, falta María. Desde Betania vemos que
se va a los cielos y se que-da, al mismo tiempo, como tantas otras veces, en
Betania. Betania significa casa
de higos. Jesús maldice aquella higuera que, con hoja, sin
embargo no le da higos. Mientras tanto, Betania sí da fruto. La higuera da
higos cuando hay amor y paz. Sin ese espacio de amor, no puede haber frutos. El
amor siempre es fecundo. La vida sin amor es estéril.
5. En camino con María, nuestra
Madre
No quería acabar esta meditación
sin detenerme en María. Ella está oculta
en el camino al Calvario. Oculta
en el silencio, presente en su amor crucificado. Sufre acompañando. Sufre sosteniendo
a Jesús con la mirada, con su aliento, con su esperanza. Ella cree porque ama y
es amada. María pertenece a Betania. No se puede entender Betania sin la
presencia de María. Para Jesús no sería lo mismo sin su Madre. Ella estaría
allí, sirviendo junto a Marta, callada a los pies de Jesús como María. Ella es
Betania, porque en Ella todos descan-samos. María, en el silencio, también nos
acompaña a nosotros. Nos sostiene, nos levanta cuando la cruz es demasiado
pesada. Nos enseña a mirar el dolor cara a cara, sin paños caliente, sin miedo,
aunque las lágrimas expresen el dolor del alma. María no deja de abrazarnos heridos.
Nos regala su amor que tiene la misma fragancia que el de Cristo. Es el olor a nardos
que inunda nuestra vida cuando nos hacemos hijos y confiamos.
Homilia del Padre Carlos Padilla Esteban, sacerdote que pertenece
al Instituto Secular Padres de Schoenstatt, nació el 2 de Mayo de 1966 en
Madrid. Fue ordenado sacerdote el 17 de Abril de 1999 en Madrid. Es
licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Bachiller en
Teología por la Universidad Católica de Chile. Durante 7 años fue asesor de
la Juventud Masculina del Movimiento de Schoenstatt en Madrid y en
Barcelona. En estos momentos, y desde hace 4 años, es asesor de la Liga
apostólica de Matrimonios de Madrid y Cataluña. Por otra parte, es Director
Nacional del Movimiento en España y asistente de la Federación de
Matrimonios en España
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