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miércoles, 15 de mayo de 2013

Homilia P. Carlos Padilla Esteban - Qué hacen ahí plantados, mirando al cielo - Domingo de la Ascensión


Domingo de la Ascensión
Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53

«¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

12 Mayo 2013 P. Carlos Padilla Esteban

«Dios nos pide que aprendamos a amar liberando, a amar deseando el bien de quien amamos, su bien, y no tanto el nuestro»

¡Cuántas cosas escuchamos a lo largo del día! ¡Cuántas palabras bonitas que en un momento pensamos que nos van a cambiar la vida aunque luego no suceda nada especial! Son experiencias con personas, momentos religiosos importantes en los que nos sentimos plenos, llenos de Dios, saciados de su presencia. Sin embargo, muchas de esas palabras y de esos momentos pasarán sin dejar nada en el alma, en todo caso un vago recuerdo. Pero, por otro lado, sí hay algunas palabras que no sabemos por qué, pero se han quedado guardadas en el alma y nos sirven de hilo conductor en nuestra vida. Palabras de cariño, palabras difíciles, palabras que en un momento sentimos que Dios nos dijo. Al oírlas, nuestro  corazón vibró, ardió en su fuego. Es curioso que a unos nos lleguen unas palabras
más que a otros. Cada uno de nosotros tiene en el corazón un sello, un nombre, una sed muy concreta, unas cuerdas que de repente resuenan ante una palabra o una idea mientras que nos dejan indiferentes otras palabras que a otros les mue-ven. Creo que tiene que ver con el misterio de cada uno, con el nombre que cada uno de nosotros lleva impreso en el alma, el que Dios pronunció al crearnos, en voz baja, en un leve murmullo. Guardamos pocas cosas, en general vivimos rápi-do y se suceden los días, los papeles de nuestra historia se acumulan en páginas que acabamos olvidando. Pero siempre queda algo. Hoy nos preguntamos, ¿qué palabras nos han marcado en el camino como un hilo conductor? Al pensar en ellas nos damos cuenta de que expresan bien cómo somos, hablan de nosotros, resuenan en el alma. Las mismas palabras dichas por alguien a quien amamos cambian completamente. Solemos guardar las palabras de quienes nos importan, aunque sean menos interesantes que las de otros, pero para nosotros esa perso-na es diferente, y lo que tiene que decirnos nos importa más. Las palabras de cariño de alguien a quien queremos nos conmueven, y lo que nos cuenta tiene algo de sagrado, lo guardamos en lo más profundo de nuestro corazón. A veces nos cuesta escuchar, incluso a quien queremos mucho, pero cuando acogemos las palabras del otro las hacemos nuestras, y eso nos une a esa persona de forma especial, nos hace cómplices para siempre. Lo que hablamos y lo que escucha-mos con alguien a quien queremos genera una intimidad especial y queda guar-dado en el corazón. Así suele ser con Dios. Por eso tenemos que estar atentos, guardar esas palabras que tienen un eco, para no despistarnos y así no olvidar nunca lo que Dios quiere que guardemos para siempre. Queremos estar atentos a la vida, para que no sucedan las cosas ante nuestros ojos y sigamos adelante sin darle importancia.

Jesús hoy habla con sus discípulos, con los que le quieren y les pide que se
alegren por Él. Ellos guardaron sus palabras en el alma, muchas veces sin com-prenderlo todo. Ahora se aleja de ellos, desaparece de su vista, pero quiere que no estén tristes. Si lo amamos nos alegraremos de que vuelva al Padre. Aunque el alma sufra por la ausencia. Dios nos pide que aprendamos a amar liberando, a amar deseando el bien de quien amamos, su bien, y no tanto el nuestro. Dios nos capacita para un amor más grande que nuestro amor a veces tan egoísta. Jesús les pide a sus discípulos, a quien tanto ama, que sientan como Él. Es algo muy difícil. Que se alegren, si le quieren, de que por fin vuelva al Padre. Pero esa ale-gría aparece ausente en la pérdida, en el dolor de la enfermedad y la muerte. Nos parece que pide algo imposible. Jesús les recuerda el motivo, Él es ante todo el hijo del Padre y su lugar está junto a Él. ¡Cuánto nos cuesta amar sin querer po-seer al otro, sin querer retener sus pasos, sin pretender tomar sus palabras y guardar su alma! Queremos muchas veces para nosotros mismos, tal vez de forma egoísta, porque somos de barro. Jesús nos llama a alegrarnos por el otro, a salir de nosotros mismos y simplemente alegrarnos porque el otro pueda ser feliz y pueda cumplir su misión y ser pleno. Amar con libertad, liberando, soltando las cuerdas que atan, sin querer limitar sus pasos, sin buscar que su camino no sea
sólo suyo. Alegrándonos de sus éxitos, de sus logros, de sus decisiones, de su misión. A veces no es fácil, porque nuestro corazón no logra amar así y retiene. Nos cuesta mucho renunciar. María nos educa para que nuestro corazón se parezca un poco más al de Jesús, al de María, al de S. José, y sepa amar así, guardando las palabras del otro, alegrándonos por el otro, sin retenerlo, pero sin perderlo de vista porque vive en nuestro corazón.

Seguramente, en el tiempo después de la muerte y resurrección de Jesús, María estaría en el centro, cuidando a sus hijos. Ella tendría el papel de recor-dar a cada uno lo que fue Jesús para él. Ella, que siempre meditaba todo en su corazón, guardaría las palabras de su hijo, las palabras que le dijo a cada uno, la forma original de amar a cada hijo. Así supo ayudar a cada discípulo a guardarlas y atesorarlas, como el gran legado de su vida. Ella les recordaría lo mucho que Jesús los amaba y ese recuerdo cambiaría sus vidas. Jesús los amaba de forma original y única. Como los hijos más queridos. Junto a María dejarían de competir por los primeros puestos, no se alterarían movidos por la envidia, no se compara-rían sintiéndose despreciados o no tan queridos. No buscarían un lugar de honor y
sentirían que la bendición de Jesús era especialmente para ellos. María les mos-traría el corazón de su Hijo, ese corazón herido, como ese jardín sagrado en el que cada uno tendría su lugar, su espacio, su sombra y su tiempo de sol. Un lugar único e importante en el que florecer y dar vida, sin duda el mejor lugar. Porque no hay mejor lugar que aquel en el que Dios ha pensado desde siempre para noso-tros. Aunque a veces nos comparemos y dudemos de sus palabras. Aunque nos turbemos al dolernos la soledad y no sepamos si está bien todo lo que hacemos, si vamos por el buen camino. Escuchamos entonces de labios de María esas palabras que nos confortan, que nos animan a seguir caminando, a dejar de lado todo lo que nos impide avanzar, todo lo que nos frena como una losa. Porque
es verdad que nuestro corazón tiembla, porque tiene miedo. Miedo al riesgo, a la vida misma, miedo a amar con el corazón herido y perder en la entrega. Miedo a que el amor no sea fecundo y se seque en la soledad. Jesús lo sabe todo, nos conoce muy bien, conoce nuestra debilidad, nuestra pequeñez, nuestras torpezas. Sabe que tenemos miedo a perder a los que amamos, el mismo miedo que tenían los apóstoles de perder a Jesús esa noche. Temblaban, como nosotros cuando sentimos que vamos a perder algo muy querido. Y nos acobardamos al pensar en la dureza de la ausencia. Queremos retener a los que queremos, queremos que no se vayan, que no pase el tiempo fugaz, que su presencia junto a nosotros sea eterna. Porque la eternidad es compañía, encuentro y amor pleno. Porque en Dios todo tendrá sentido y la luz acabará con las sombras. Porque en María, y en Jesús, aprendemos a ver bajo el rayo de la esperanza que brota de sus corazones unidos.

Muchas veces nos preguntamos en el camino: ¿Cómo será el cielo? Camina-mos con pies de barro por la vida y siempre de nuevo levantamos la mirada hacia el cielo. Como los galileos nos quedamos a veces pasmados mirando a lo alto: «Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: - Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse» Hch 1, 1-11. Nos imaginamos un cielo hecho a nuestra medida. Adaptado a nuestros de-seos de plenitud. Un cielo en el que no habrá lágrimas de tristeza, ni dolor, ni ausencia. O por lo menos, hasta el hombre que no tiene muchas certezas, se ima-gina que hay algo: «Creo que el sol del amanecer es Dios, la luz brilla y sus ojos se pierden, pero no están perdidos. No creo que volvamos a sufrir o a disfrutar de la vida, ni
nada de eso, pero sí sé que vamos a parar a algún sitio»1. De acuerdo a nuestras cate-gorías tratamos de ponerle rostro al cielo. Y lo imaginamos como ese estado feliz junto a aquellos a los que queremos, viviendo en plenitud a su lado, sin el tiempo que limita el amor y la entrega, sin cruz ni sufrimiento, sin el dolor de la pérdida, en la alegría permanente y pausada del encuentro. Allí no habrá palabras de más y los silencios serán plenos. Nos imaginamos el cielo lleno de momentos de Tabor sin término, como las alegrías que aquí en la tierra siempre fueron pasajeras, cor-tas, efímeras. Anhelamos un cielo con luz cegadora, con paz que llena el alma. Un cielo lleno de amor donde las heridas permanezcan, pero llenas de luz y de vida. Anhelamos el cielo, porque sabemos que será ese estado en el que viviremos con el Señor para siempre, viendo su rostro, tocando sus manos, escuchando su voz que nos dice cuánto nos quiere. Deseamos ese cielo que dé plenitud a lo que aquí es sólo pasajero, transitorio, débil, y lleno de heridas. Deseamos que nuestras heridas sean coronadas de gloria y nuestros vacíos estén colmados con su pre-sencia. Anhelamos que lo que aquí casi no dura un instante allí nunca nos deje hastiados, nunca nos canse. Soñamos con un amor que no imaginamos, sólo intuimos, y deseamos una vida que aquí ni siquiera logramos balbucear. Hoy decimos con el salmo: «Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra. Dios asciende
entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9. Y la alegría nos llena de esperanza. Soñamos con lo que no poseemos, deseamos retener lo que se nos escapa de las manos.

1 John Green, “Bajo la misma estrella”, 165
Pero no nos basta con imaginar el cielo que un día tocaremos con nuestro corazón herido. No, queremos mirar al cielo para aspirar a vivir como allí, pero ya aquí en la tierra. El Señor actúa aquí, vive aquí, está vivo en nosotros, junto a nosotros, en nuestra barca que navega mar adentro. Queremos el Reino que comienza ya aquí, en el corazón del hombre. Dios espera nuestro sí para vivir en el alma y desea que nuestro corazón cambie para hacernos capaces para el cielo. Queremos experimentar la gracia de Dios que nos cambia, que nos hace hombres nuevos. Decía Don Bosco: «¿Quereis entrar en el cielo? La confesión es la cerradura, la confianza en el confesor, la llave. Éste es el medio para abrir las puertas del Paraíso».
Sí, queremos entrar en el cielo. Y sabemos que sólo desde el perdón cruzamos el umbral que nos acerca a Dios. Desde el reconocimiento humilde de nuestra debi-lidad nos abrimos a la gracia. Cuando reconocemos que somos niños desvalidos, que no lo sabemos todo, que no poseemos la verdad completa de la realidad, que estamos siempre aprendiendo. Hoy queremos ser como niños, para entrar en el Reino de Dios, para que Jesús pueda entrar en la herida de nuestro corazón filial. Suplicamos lo que expresaba el P. Kentenich: «Un niño es transparente y veraz, sencillo y libre, simple, sin doblez y fiel, instintivamente puro, bondadoso y fuerte, recep-tivo y abierto para todo lo noble, bueno y hermoso. Él es el predilecto de Dios y de todas
las personas nobles. Por eso, déjame ser siempre un niño». Queremos ser niños dóciles, abiertos, nobles. Niños que reflejen en la mirada un trozo del cielo. Ojalá nuestras palabras mostraran ese lugar que anhelamos, ese lugar de plenitud y vida. Ojalá nuestros ojos trasparentaran a Dios y reflejaran su gloria. Sabemos que estamos lejos. Necesitamos la conversión. Las palabras de San Pablo expre-san el deseo del corazón: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en
Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo -sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos». Ef 1, 17-23. Deseamos vivir de una forma nueva. Deseamos llenarnos de la luz de Dios y también queremos que nuestros seres queridos caminen por el camino que lleva al cielo, iluminados por su misma luz. Decía el P. Kentenich: «Ayudar a nuestro cónyuge en su camino a la santidad, evitar serle un obstáculo en su
camino hacia el Cielo, ya que fácilmente se puede incurrir en ello»2. Queremos no ser un obstáculo que impida a otros tocar un día el cielo y vivirlo ya aquí en la tierra. Queremos ser parte de su camino al cielo, luz que pueda guiar sus pasos. No que-remos ser motivo de escándalo para otros. No queremos ser causa de tristeza en otros corazones. ¿Hieren nuestras palabras? ¿Entristecen nuestros gestos y  obras? Quisiéramos ayudar a nuestros hijos a caminar hasta allí. Ayudar a los que Dios pone en el camino, aquellos a los que amamos. No nos salvamos solos, nos salvamos en comunidad. Nos salvamos como Iglesia, como comunidad de santos que buscan a Dios. Apoyándonos los unos en los otros.

2 J. Kentenich, Lunes por la tarde. El amor conyugal, camino a la santidad, Schönstatt,73-74.
Cristo hoy asciende a los cielos dejando en el corazón un sentimiento que es una mezcla de alegría y de tristeza. Se va y deja el corazón lleno de miedos y dudas. «En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les recomendó: - No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo
os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo. Ellos lo rodearon preguntándole: - Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? Jesús contestó: - No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo des-cienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo. Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista». Se va, se aleja de su presencia después de haber
podido estar a su lado durante estos cuarenta días de Pascua, tiempo de apari-ciones, de encuentros de amor. El corazón no acaba de comprender su ausencia. Ahora que había resucitado querrían ellos que Jesús se quedara para siempre en cuerpo y alma, junto a ellos. Así podría ser su vida invencible y los milagros serían una realidad continua en sus vidas. Es verdad que ya habría menos dudas que antes de haberlo visto vivo, cuando su muerte y ausencia eran demasiado incom-prensibles y dolorosas. Esas palabras que un día les dijo en su vida mortal se hi-cieron vida con la resurrección. Ahora volvía a hacerles promesas y confiaban también en que un día serían realidad. Pero aún así tenían miedo. Porque la sole-
dad siempre asusta y su debilidad, lejos de aquel que partía su pan para ellos, era demasiado evidente. A nosotros también nos duele demasiado el corazón cuando sufrimos la ausencia o la pérdida. Es como si nos desgarráramos por dentro y el dolor fuera insoportable. No es fácil mantener la paz cuando hay mucho dolor en el alma, cuando perdemos todo en lo que creemos. Es difícil avanzar y creer en un Dios Providente cuando no vemos un camino de salida, cuando caminamos en la oscuridad, en medio del fango, sin esperanza. Cuando todos nuestros sueños, todo lo que hemos suplicado, no se hace realidad. ¿Cómo se consuela en su dolor al que sufre? ¿Cómo consolar al que ha perdido la confianza en la bondad de Dios? Nuestros silencios dan más paz que nuestras palabras muchas veces. Nuestro silencio en forma de abrazo, de presencia callada, calma el dolor. Nuestro
silencio acaricia las heridas del alma. Es difícil consolar al que sufre con palabras.
María lo haría con esos discípulos que volvían a quedarse solos. Ella, que sufría por su Hijo, que lo amaba más que a nada en el mundo, consolaba a sus hijos.
Hoy lo sigue haciendo. Nos abraza en el Santuario, nos sostiene en medio de nuestras lágrimas. Enjuga nuestras lágrimas, consuela el corazón partido. Nos ayuda a levantar la mirada y confiar.

Cristo hoy asciende al cielo desde Betania. Elige aquel lugar que tanto significó en su vida mortal para despedirse de aquellos a los que tanto ama: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto. Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo». Lc 24, 46-53. Betania tiene varios significados. Por un lado signi-
fica «casa de higos». La higuera no da su fruto cuando Cristo se lo pide. Sin embar-go, en Betania siempre hay fruto. Siempre hay higos, que expresan la plenitud de vida a la que estamos llamados, la abundancia, la vida. En Betania siempre hay esperanza, hay amor, hay paz, hay luz. En Betania siempre hay un lugar para des-cansar, una palabra de consuelo y esperanza, un motivo por el que seguir luchan- do. Queremos ser Betania como Iglesia. Queremos que nuestro corazón sea Betania para acoger a los que llegan buscando descanso, vida, amor, paz. En Betania todos caben y nadie es juzgado por sus obras, por su vida. Es mejor no juzgar a nadie. Y acoger a todos con amor. En Betania hay una mirada pura que todo lo eleva, hay silencios para escuchar con respeto el corazón y hay promesas
de plenitud que comienzan a hacerse vida aquí en la tierra. Anhelamos vivir en Betania y que nuestra vida sea ese recinto de paz para muchos, hogar en el que descansen. Pero, por otro lado, hay otro significado. Comenta San Beda: «El nom-bre de la ciudad quiere decir casa de obediencia. Entendemos que el que había bajado del cielo por la desobediencia de los malos, subió por la obediencia de los convertidos». Es la obediencia la que redime el mundo. Es la obediencia de Cristo en la cruz que entrega la vida sin quejas, con el corazón lleno de amor y perdón, la que abre la grieta en la roca, esa grieta que nos salva. Es nuestra obediencia, nuestro sí sen-
cillo y frágil, lleno de temor a veces, el sí que abre las puertas del cielo aquí en la tierra. El mismo sí de María que hizo posible la presencia de Dios con nosotros, hecho carne, hecho niño. El sí de la obediencia nos hace dóciles a los planes  in-comprensibles y posibilita que Dios obre milagros en nuestras manos cansadas. Es nuestro sí obediente el que permite que la Iglesia viva en la presencia constante de Cristo en medio de los hombre.

Los discípulos no se quedan pasivos después de la ascensión. No se queda-ron pasmados como escuchábamos en la primera lectura. En el relato del Evange- lio que hoy escuchamos: «Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». Los discípulos reciben la paz y se alegran. Se postran en señal de adoración cuando Jesús los bendice. Es bonito que lo último que hace Jesús en la tierra es bendecir. Sus manos humanas nos bendicen hoy, igual que ese día. Su bendición nos llega regalándonos la paz. ¿Los bendijo personalmente a cada uno? ¿Se postraron ante Él para ser bendecidos? Como
sacerdote me toca bendecir muchas veces. En ocasiones no le he tomado el peso a un acto tan habitual como la bendición. Es un don de Dios poder hacerlo. Cristo lo hacía continuamente y lo hizo en el último momento con los suyos. Lo hace en mí como sacerdote cada día. La bendición es un don, una gracia, un abrazo de Dios Padre en nuestra vida. Es el beso de Dios que nos recuerda que somos ama-dos como somos, con nuestras heridas y debilidades, con nuestros éxitos y nues-tros fracasos. Recibimos la bendición y dejamos a sus pies todo lo que nos pesa. Su bendición nos libera. Pero, al mismo tiempo, Jesús nos bendice para que noso-tros repartamos su bendición. Quiere que no permanezcamos quietos, cansados, oprimidos por la tristeza. Por eso los discípulos vuelven encendidos a Jerusalén con alegría y llegan al Templo a bendecir al Señor. Es la experiencia de los
hombres que se han encontrado con Dios en sus vidas y cambian todo por amor al
Señor. Llevan su bendición en manos de barro a otros corazones, porque ya no pueden seguir temerosos. Van a Jerusalén a esperar la llegada del Espíritu Santo. Mientras tanto permanecen orando. Alabando a Dios con María. Dando gracias por la vida recibida. Con la ascensión comienza la verdadera misión de los apósto-les. No podemos quedarnos pasmados sin hacer nada porque es el tiempo de los discípulos, de los hijos de Dios. BXVI, en la Misa de apertura del Año de la Fe, nos recordó que, «hoy evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasforma-da por Dios». Los discípulos, transformados, podrán convertirse en apóstoles del Evangelio, de la buena nueva.

La ascensión implica un cambio definitivo en la vida del hombre. Porque Cristo asciende con nuestras heridas, con nuestra naturaleza frágil y la eleva al cielo, junto al Padre. Nada de lo nuestro le es ajeno a Dios. Él vence sobre la muerte y el pecado, sobre la mediocridad y el odio. Pero lo hace a partir de nues-tra naturaleza enferma, herida y dañada. No nos redime sin contar con nuestra entrega. Necesita contar con nuestro amor. No nos quita nuestro dolor y no nos libera de la cruz. En realidad sólo nos libera en lo alto del madero, en lo más duro de nuestra cruz. Nos lleva con Él al cielo y nos sostiene lo alto de su cruz. En Él somos redimidos, rescatados del barro y salvados. Pero sin obviar nuestra herida,
porque la realidad es que todos estamos heridos: «Todos tenemos algo que sanar. La gente no se divide entre los que tienen necesidad de sanar algo y los que no, sino entre los que reconocen que tienen cosas que sanar y los que se refugian en la idea de que todo ha estado siempre muy bien en su vida y los problemas son invariablemente de los demás»3. Nuestra herida es nuestra señal de identidad. En ella nos reconoce-mos y en ella nos reconoce el Señor. Cristo asciende y lleva consigo nuestra natu-raleza herida y pobre. Es nuestro destino, descansar en Él. Estamos llamados a vivir con Él un día y por eso empezamos a hacerlo ya aquí, caminando en la
tierra hacia Él. Lo queremos hacer liberándonos de tantas ataduras que nos vincu-lan al mundo. Decía el Hermano Rafael: «Vacié mi alma de deseos del mundo. Me abracé a tu Cruz: ¿Qué esperas, Señor? Si lo que deseas es mi soledad, mis sufrimientos y mi desolación, tómalo todo, Señor, nada te pido. Señor, ten piedad de mí. Sufro, sí, pero quisiera que mi sufrimiento no fuera tan egoísta. Quisiera, Señor, sufrir por tus dolores de la Cruz, por los olvidos de los hombres, por los pecados propios y ajenos, por todo, mi Dios, menos por mí». Hoy le pedimos a Dios que nos regale un corazón libre y capaz de amar y sufrir sin egoísmos. Pedimos un corazón que sea capaz de dejarse subir a lo alto, liberado de la tierra pero llevando la tierra pegada a la piel.
El cristiano no desprecia el mundo, lo ama, pero no quiere vivir esclavo, sino libre en él.

El Señor no nos deja solos, se queda con nosotros, ahora presente de un modo nuevo. Ahora va a morar en nosotros para siempre. Ya no habrá repara-ción si nosotros no nos cerramos y nos refugiamos en nuestros muros. Y nos promete algo mejor, la presencia del Espíritu que nos hará comprender todo. El problema es que, cuando no aceptamos nuestra realidad ni comprendemos nues-
tra vida, nos encerramos en nuestro dolor. El otro día leía: «Cuando te alejas de tí

3 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”, 116
 mismo y del camino de Dios en ti, te alejas de los demás. Es como si poco a poco empe-záramos a hablar en lenguas diferentes hasta descubrir un día que somos extraños el uno para el otro. Convivimos juntos mientras vivimos en mundos diferentes»4. Es lo que provoca la falta de aceptación del camino trazado por Dios. Aunque a veces dudamos de su bondad y nos cuesta creer en una Divina Providencia que permita tanto dolor. En momentos así casi preferiríamos pensar en el destino que depara suerte o mala suerte para los hombres. Nos alejamos entonces de nosotros mismos, de nuestra realidad, del dolor que vive en nuestro interior. Pero Dios no se aleja de nosotros, porque nos quiere rescatar de lo más profundo de nuestra rebeldía contra aquello que no deseamos. Asciende hoy bendiciendo a los suyos
y nos promete una presencia nueva, en el Espíritu. Cristo se queda en el corazón del hombre, aunque a veces el hombre no comprenda nada. Lo único que nos pide el Señor es que sigamos sus pasos. Nos pide que confiemos sin ver y creamos sin entender. Nos pide un salto heroico de fe. Una persona me decía: «No busco nada especial en mi vida. Solo quiero ser lo más normal del mundo. No me gustan los sobresaltos, lo reconozco, pero eso sí, intento ser heroica en el amor, heroica en la entrega a los que Dios me ha confiado, heroica en lo que Él me pida en cada momento, día a día». Es el heroísmo de la santidad a la que el Señor nos llama al
bendecirnos hoy. Decía Santa Clara: «Decídete a imitarlo. Si sufres con Él, con Él reinarás. Si lloras con Él, con Él reirás. Si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él la morada celestial y tu nombre será inscrito en el libro de la vida». Quiere que confiemos sin miedo. Quiere que nos abracemos a Él en esa presencia nueva que llena el alma. Quiere que, desde nuestra cruz, renovemos nuestro sí y le entreguemos con humildad la vida.



4 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”, 115

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