Hch 5, 27b-32. 40b-41; Ap 5,
11-14; Jn 21, 1-19
«¿Me
amas más que éstos? Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero»
14 Abril 2013 - P. Carlos Padilla Esteban
«Al
encontrarnos con Dios en el camino, con Cristo vivo, nos hacemos portadores de
una esperanza nueva. No tememos y confiamos porque nos sabemos cuidados por Él
en todo lo que hacemos»
Instintiva o reflexivamente esperamos muchas cosas de
la vida, de los demás, de nuestros proyectos, de la suerte, de Dios. Pero, ¿dónde ponemos realmente nuestra confianza?
Decimos que confiamos en Dios, pero luego con-fiamos más en la ciencia, en las certezas
de la vida, en las seguridades humanas, ésas que nunca son tan seguras. Nos cuesta
abandonarnos totalmente y dejar en manos de otros el control de nuestro futuro.
Es bueno saber que está Dios, es un consuelo, pero es mucho mejor no tener que
recurrir a Él, mejor afianzarnos en lo que podemos tocar. Buscamos asegurarnos
la vida y el futuro, como si por hacerlo fueran a dejar de suceder las
desgracias. Lo cierto es que así nos sentimos más tranquilos. Nadie nos asegura
que no ocurra nada malo en nuestra vida. Pero
tener seguros
concretos nos da mucha más paz. Los futbolistas se aseguran las piernas, aseguramos
nuestro coche en caso de robo o accidente y nuestra casa. Aseguramos nuestra vida
para que, en el supuesto de que haya desgracias, al-guien nos indemnice por
ello. Sicológicamente nos da seguridad. Ante una emer-gencia hay una posible
solución. Dios se convierte entonces en una tabla salva-vidas que interviene
sólo cuando ya no hay remedio, cuando todas las soluciones humanas han fallado.
Queda relegado al campo del milagro. Allí donde nuestra capacidad no alcanza y
las vías humanas de solución parecen agotadas. Sin
embargo, si miramos a Cristo resucitado y lo abrazamos
vivo en medio del mundo,
hacemos que nuestra vida repose en sus manos. En Él
ponemos la esperanza porque Dios no engaña. Dios nos ama y quiere lo mejor para
nosotros. Cuando hablamos de esperanza, ponemos el acento en lo que esperamos.
Cuando utili-zamos la palabra confianza hacemos referencia a la persona en la
que espe-ramos. La confianza implica vivir, como diría el P. Kentenich, la genialidad de la ingenuidad: «En este plano terrenal en el que vivimos, jamás hallaremos la seguridad
que anhelamos. Sólo en una esfera superior, en Dios, encontraremos realmente la
seguridad y el cobijamiento que esperamos»1. Dios quiere lo mejor para nosotros
aunque muchas veces recorramos sin certezas un camino
lleno de luces y sombras.
Los discípulos hoy en el Evangelio vuelven a Galilea a
hacer lo que saben hacer: «En aquel tiempo,
Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades». Necesitan
recuperar la confianza y encontrar seguridades en su caminar y vuelven a
pescar. Han superado el miedo del Cenáculo y han
regre-sado a Galilea como les pidió el Señor por medio de las mujeres. Se
encuentran en el lago en el que por primera vez vieron Jesús. Ese lago en el
que soñaron con
ser pescadores de hombres, con vivir una vida más
plena junto al Señor. Pero
ahora todo ha cambiado. Han vuelto para hacer lo que
siempre han hecho bien, lo que saben hacer: «Y
se apareció de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el
Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos
suyos. Simón Pedro les dice: - Me voy a pescar. Ellos contestan: - Vamos
también noso-tros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no
cogieron nada». Igual que los discípulos de Emaús que quisieron volver
a su hogar, porque era allí donde po-drían llevar la misma vida que llevaban
antes de conocer a Jesús. Los discípulos, como nosotros tantas veces, buscan la
seguridad de lo que controlan. El otro día leía sobre la llamada zona de
confort: «Zona en la que estás cuando te mueves en
un terreno que dominas. Hábitos, habilidades, son parte de tu zona de confort.
Alrededor de esta zona está la zona de aprendizaje. Aprendes idiomas, viajas,
modificas actos. Es la zona para experimentar y aprender. A algunos les
apasiona. A otros les asusta. Ven
peligros siempre. La zona de no experiencia es donde pueden ocurrirnos
cosas muy graves. Miedo al fracaso. Es la zona de los grandes retos. Miedo a
perder lo que tienes, lo que eres. Tensión emocional y creativa. Dos fuerzas
opuestas. La primera tira hacia el confort, la otra hacia delante». Nos debatimos
entre el riesgo del amor y la seguridad de una vida sin sobresaltos. El amor siempre
nos pone en camino, nos exige, nos saca de la comodidad y evita que nos aburguesemos.
Sin embargo, cuando el amor se hace rutina, nos encerramos en lo que conocemos
y controlamos, nos estancamos. Como leía el otro día: «No es verdad que se desea lo que nunca se ha tenido. Cuando uno está
mal, prefiere lo que le pertenece desde siempre»2. Y es que
los discípulos no están bien, están embargados por la tristeza, por la pena del
aban-dono. Sufren en la soledad, están inseguros y desconfían. Ya ni siquiera
les resulta bien la pesca. Fracasan incluso en aquello que controlan. ¿Cómo
arriesgarse a lo que desconocen? ¿Cómo confiar en un mundo sin Jesús aunque
sepan que ha resucitado?
Jesús se aparece, irrumpe en la vida de los suyos. Como ya hizo al comienzo del camino, cuando invitó al
seguimiento a sus discípulos. Hoy, resucitado, vivo, hace lo mismo: «Añadió: - Sígueme». Jesús
quiere que le sigamos, que lo dejemos todo, que no nos empeñemos en salvar la
propia vida. Por eso irrumpe y nos inquieta con sus deseos: «Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los
discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: - Muchachos, ¿tenéis
pescado? Ellos contestaron: - No. Él les dice: - Echad la red a la derecha de
la barca y encontraréis». A veces nos empeñamos en hacer las cosas a nuestra
manera. Porque creemos que sabemos bien cómo se hacen las cosas. No dejamos
que otros nos digan cómo hacerlas, porque siempre las
hemos hecho de esa forma y creemos que así es mejor, que va a funcionar bien.
Nos cuesta abrirnos a nuevos caminos, aunque de vez en cuando fracasemos
haciendo lo que hemos hecho siempre. Pero luego, cuando cedemos a nuestro
orgullo, cuando escucha-mos los consejos de otros y lo hacemos como nos piden;
cuando escuchamos a Dios en otros o en nuestro propio corazón, y obedecemos,
entonces hay fruto, fecundidad y vida. Una vida que brota como un río de lo profundo
de la tierra, de lo profundo de nuestra confianza. Por eso, cuando creemos y
nos abandonamos,
como decía Anselm
Grün, todo cambia: «La fe como confianza nos alivia también
en
nuestro trabajo y en la responsabilidad que tengamos». Los
discípulos hacen lo que el maestro les dice y se alivian. Confían y se abren a
la sorpresa. Escuchan a ese hombre al que todavía no reconocen. Nosotros
tratamos de explicarle a Dios nues-tra verdad, nuestras razones, intentando
justificar nuestras reticencias. Y nos olvi-damos de escucharle en el corazón o
en aquellos que nos muestran el camino a seguir. Siempre echamos la culpa a los
demás, nos sentimos cansados y busca-mos la excusa de la pereza. Nos
justificamos alegando que ya hacemos bastante, queriendo así convencer al
Señor, con el deseo oculto de que cambie sus planes e intenciones. Nos
acostumbramos al fracaso y seguimos haciendo las cosas igual. Cambiar exige
esfuerzo. Jesús resucitado les pide a los discípulos que sean dóciles. Lo
acabarán siendo, como escuchamos hoy: «Pedro
y los apóstoles replica-ron: - Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Testigos de esto somos noso-tros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le
obedecen. Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús y los soltaron.
Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por
el nombre de Jesús». Hch 5, 27b-32. 40b-41. Es el camino para cambiar. Es el camino de la
obediencia y la humildad para aceptar que se haga la voluntad de Dios.
La obediencia a un desconocido acaba dando un fruto
sorprendente: «La echaron, y no tenían fuerzas para
sacarla, por la multitud de peces». El
problema es que muchas veces desconfiamos de los demás y no nos fiamos del
camino que nos señalan. Hace falta mucha humildad para seguir a otros. ¿Nos
fiamos de los demás? ¿Aceptamos correcciones en aquello que sabemos hacer bien?
¿Escu-chamos los consejos de otros y nos plegamos a ellos? Con pena tenemos que
decir que el orgullo es más fuerte con frecuencia. Nos molesta que nos
corrijan, que nos enmienden la plana, que nos digan cómo se han de hacer las cosas.
Nos abrazamos a nuestra vanidad y no dejamos que entre la duda. Pero la duda y
la
inseguridad posibilitan el aprendizaje. Siempre que
nos encerramos en lo que ya sabemos, seguros de cómo hacemos las cosas, nos
cerramos al cambio y nos convertimos en rocas sin fisuras. Rocas en las que el
agua no puede abrirse paso. Cuando vamos por la vida con aires de
autosuficiencia es imposible lograr nada. Pero Dios nos conduce como quiere y nosotros
estamos llamados a confiar y a dejarnos llevar por Él: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero,
cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no
quieras». Jn 21, 1-19. Es el corazón de niño que siempre está dispuesto a aprender
de Dios y de los hombres en el camino. Un corazón con grietas, con heridas,
donde la duda y la incertidumbre tienen cabida. Un
corazón en búsqueda, que no se conforma, que avanza dejándose llevar por Dios,
que acepta cambiar los planes.
El problema es que vivimos pensando en los frutos de
todo lo que hacemos, esperando mucho de la vida. Soñamos con que nuestra vida sea fecunda. Pero, ¿qué
ocurre si no damos fruto visible? Las miradas deben estar puestas en Dios y no
en el fruto humano que esperamos de nuestros actos. Los peces que llegan a las
redes de los discípulos, y alcanzan un número incalculable, son una gracia y no
la paga por lo que han hecho. Son gracias que se nos regalan porque Dios nos
quiere, porque es bueno y nos entrega lo que no merecemos. Dios se aparece
siempre por amor, porque ama, para colmar nuestro amor. Se aparece a los discí-
pulos no para saciar su estómago con los peces. No
para que se sientan orgullo-sos de ser
pescadores. No hace un milagro para que crean en Él, para manifestar su poder.
Simplemente quiere mostrarles que si tienen fe y confían los frutos vendrán por
añadidura. Quiere hacerles ver que lo importante es la docilidad. El fruto no
es fundamental, el milagro no es lo central. Jesús no quiere calmar a los que
dudan, ni saciar el hambre. No quiere establecer certezas que acaben con las
dudas que habitan en el alma. El hombre siempre va a caminar entre incertidum-bres
e inseguridades. La fe no nos da la tranquilidad absoluta, sólo la luz para ver
el siguiente paso del camino. Jesús quiere corresponder al amor que le han
entregado los que le aman, para sostenernos. Su amor nos levanta en el
camino, nos colma, nos da fuerzas. Más allá de esos frutos visibles.
La verdad es que en la vida creemos porque otros
creen, porque otros nos abren los ojos y nos muestran el camino. Pedro cree en Juan y por eso logra reconocer al
Maestro: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería
le dice a Pedro: - Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que
estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se
acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros,
remolcando la red con los peces» Suele
ser así. Alguien señala a Dios y nos muestra el camino. Alguien lo hizo con su
vida, con su ejemplo, con su testimonio. Y nosotros, porque lo amábamos,
creímos en él, creí-mos lo que él creía y nos dejamos llevar por él, sin
cuestionar sus respuestas. Pu-dieron ser nuestros padres, o algún profesor, o
un amigo. Nuestra fe se alimentó en el amor. Recibimos la fe por amor.
Recibimos respuestas porque amamos. Necesitamos encontrar personas que nos
hablen de Dios con sus vidas, con su amor. Y nosotros estamos llamados a
señalar al Señor con nuestra vida. Aunque Dios siempre se manifiesta como
quiere, cuando quiere, a quien quiere, prescin-diendo incluso de aquellos que
gritan: «¡Es el Señor!» Su poder está por encima de nuestros límites. Me
impresiona la historia de Akiane, una niña educada en un ambiente agnóstico.
Tenía un gran talento para la pintura, y sin que nadie le hablara nunca de
Dios, empezó a pintar a Dios sin haberlo conocido: «Dios
puede
llegar a cualquier persona, a cualquier edad, en cualquier lugar,
incluida una niña en edad
preescolar de un hogar en el que Su nombre jamás se había mencionado»3. Dios puede saltarse las barreras humanas para llegar
al corazón. Aunque suele servirse de instrumentos humanos, de los que lo
señalan en el camino, para guiar a los que no ven con facilidad.
Jesús se aparece a los suyos y come con ellos,
comparte su vida cotidiana: «Al saltar a tierra,
ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: - Traed de
los peces que acabáis de coger. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la
orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran
tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: - Vamos, almorzad. Ninguno de los
discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la
tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de
entre los muertos». Así lo hizo en vida, antes de su
muerte, y así lo hace una vez resucitado. Se hace uno
con nosotros. Comparte su vida con los suyos. Nos lo imaginamos compartiendo la
vida con Pedro, con sus
discípulos cuando estaba vivo, compartiendo las penas
y las alegrías. A veces, sin embargo, nos cuesta pensar en un Dios tan cercano
al hombre. Tendemos a proyectarnos en un Dios distante, alejado de la carne, y
nos cuesta entonces inte-grar en el mundo de Dios nuestro dolor y nuestras
alegrías. Dios comparte su vida con nosotros, para que nosotros aprendamos a compartir
la vida de los hombres, como lo hizo Cristo. Queremos ser capaces de reír con alegría
con el que se alegra y llorar con pena con el que llora. Como Cristo. Porque
Cristo sí que está en nuestras alegrías, cuando celebramos la vida en la mesa
compartida. Y tam-
bién en el llanto, porque nada de lo humano le es
ajeno. Compartimos nuestras penas y alegrías con el Señor. Él se conmueve con
nuestros miedos y nos alienta en la desesperanza. Y nos enseña a actuar
siguiendo su ejemplo. Se ríe con nuestras torpezas y se alegra con los pequeños
éxitos de cada día. Decía el Papa Francisco: «El
Señor está vivo y camina con nosotros en la vida. ¡Ésta es vuestra misión!
Llevad adelante esta esperanza: este ancla que está en los cielos; mantened
fuerte la cuerda, manteneos anclados y llevad la esperanza. Vosotros, testigos
de
Jesús, dad testimonio de que Jesús está vivo y esto nos dará esperanza,
dará esperanza a este mundo un poco envejecido por las guerras, por el mal, por
el pecado». Al encon-trarnos con Dios en el camino, con Cristo
vivo, nos hacemos portadores de una esperanza nueva. En Él echamos el ancla,
porque si no está firme ese anclaje en el cielo, es mucho más complicado vivir libres
en la tierra. Soñamos con una vida sin temor y llena de confianza. Confiamos
en el Señor porque nos sabemos cuidados por él en todo lo que hacemos.
Siempre de nuevo nos conmueve el diálogo de amor de
Pedro con Jesús. El
recuerdo de sus tres negaciones queda borrado en este momento de gracias. La
luz vence las tinieblas del recuerdo. Todo había comenzado aquel día en que
Pedro, después de haberse creído invencible, negó a Jesús lleno de miedo. Sí,
el mismo Pedro, el amigo de Jesús, ese Pedro apasionado, fuerte y orgulloso. El
mismo que estaba dispuesto a seguir a Jesús hasta dar la vida. Ese hombre
fuerte capaz de cortarle la oreja al soldado que se acercaba a apresar a Jesús.
Ese Pedro enamorado, lleno de vida, impulsivo, sin embargo, duda, desconfía y
niega
a quien más ama. El amor no parece tan fuerte: «Pedro, ¿me amas?» Es una pre-gunta que se atraviesa en su corazón como
un dardo. ¡Cómo se puede amar hasta perder la vida! Nos parece imposible. Jesús
sabía que Pedro no estaba preparado todavía para seguirle en el camino a la
cruz. Pedro, no obstante, se creía fuerte. Confiaba en sus capacidades, en su amor
humano. Tal vez como nosotros tantas veces. Creemos que estamos listos, que sabemos
amar bien, que podemos ser fieles siempre; pero luego sólo somos capaces cuando
todo nos va bien, cuando la vida nos sonríe, cuando nuestro amor no es puesto a
prueba. En
esos momentos
de paz nos llenamos de vida y de fuerza. Nos sentimos supe-riores y poderosos.
Nos vemos capaces de resistir el dolor y el sufrimiento sin dudarlo nunca. Sin embargo,
poco después, cuando llegan las pruebas, nos tambaleamos, sentimos miedo y negamos
conocer a Cristo, igual que Pedro. La negación de Pedro nos indigna y nos sorprende.
Pero, ¡cuántas veces nos sentimos débiles y caemos como Pedro una y otra vez! «Todos queremos ser buenos en lo que hacemos, sea como estudiantes,
trabajadores, amigos, esposos,
hijos o padres de familia; queremos hacerlo bien y lo intentamos, pero
eso no evita
caídas, errores, tropiezos, retrocesos. Es importante pedirnos
dedicación y entrega, pero
es una locura pedirnos perfección continua»4. No le exigimos a Pedro, la roca, la perfección, porque
no es perfecto. Pero a veces nos exigimos a nosotros ser perfectos o a aquellos
a los que amamos. Cristo no pidió nunca esa perfección. Miró a Pedro con
misericordia. Una mirada pura y grande que atravesó su alma herida. Acarició la
grieta de su fracaso. Se conmovió con el dolor que lo abrasaba. No nos exigimos
hoy ser perfectos, porque sería absurdo. No somos una piedra inamovible. No
tenemos una fuerza inagotable. Sabemos que la fuerza de nuestra vida no es
nuestro orgullo, sino muchos más nuestra debilidad. Somos vulnerables y eso nos
abre a la misericordia de Dios. Nuestra herida, nuestra debilidad, es el título
más digno que tenemos. Aunque a veces lo olvidamos queriendo hacerlo todo
bien, todo perfecto.
Nuestra vida consiste en aprender a educar el corazón. Es el camino que recorremos desde la caída por
nuestro amor imperfecto, hasta el encuentro con un amor que nos redime, un amor
más grande, un amor eterno. Es el camino que va desde la torpeza con la que
amamos muchas veces, a esa mano firme y valiente que nos perdona, nos levanta y
sostiene. Es el recorrido desde el «no» en los labios, cuando no somos
capaces de dar la vida, hasta el «sí» pronunciado con prudencia en el
alma; un sí rasgado con dolor por el hombre y acariciado con ternura por Dios.
No es nada fácil amar hasta el extremo, amar bien, amar hasta dar la vida. Se
nos puede llenar la boca y el corazón de buenos deseos cuando nos atrevemos a
decir: «Te quiero». ¿Qué estamos diciendo? ¿Somos capaces de
responder a todas las expectativas que despiertan
estas dos palabras? Nuestro deseo es más grande que nuestra capacidad. Al menos
así lo constatamos muchas veces al confrontarnos con la desproporción entre lo
que anhelamos y lo que somos. Tenemos un largo camino que recorrer hasta que
ese «te quiero» se hace roca, se hace vida, se hace sangre derramada y fidelidad
cotidiana. La pre-gunta de Jesús resuena con fuerza en nuestros corazones: «Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: - Simón, hijo de Juan, ¿me
amas más que éstos?» Una pre-gunta
fácil de contestar, difícil de vivir. ¿Un amor tan grande? ¿Somos capaces? Al escuchar esa pregunta, Pedro se sobrecoge
porque se siente pequeño, incapaz de amar como Dios lo ama, incapaz de amar más
que otros hombres, más que Juan el discípulo amado, más que sus propios amigos
que como él habían dado su vida por seguir al Maestro. Escucha Pedro esa
pregunta y siente sobre su rostro esa misma mirada de Jesús en una noche de
Jueves Santo. Aquella noche Pedro lloró. No fue mejor que los otros que también
huyeron, salvo Juan. No fue peor que Judas. Pero huyó, tuvo miedo, se escondió esquivo.
Su amor no se hizo carne. No derramó su sangre. Se adueñó de su alma una
mezcla de vergüenza, humillación, arrepentimiento,
rebeldía contra la propia miseria. Esa noche todo cambió en la vida de Pedro.
Experimentó la limitación de su amor, la desproporción entre el deseo y la
realidad, la humillación del propio fracaso. Se vio hundido en el fango, en lo
más profundo de la tierra. Y al mismo tiempo, notó la fuerza y el calor de esa
mirada que lo sostenían. Quiso, tal vez, rechazar esa mirada. Porque su propia mirada
no tenía misericordia consigo
mismo y no quería aceptar la compasión de Cristo. Quiso,
en un acto de orgullo,
quizás, huir de allí ocultando su vergüenza. Pero no
lo hizo. Esa mirada lo levantó
del barro y le dio una nueva vida. Aprendió entonces a
caminar herido. Experi-mentó la humillación de su derrota y aprendió a caminar
sin esconder la mirada. Ya no tenía ningún orgullo que defender. No había
ninguna honra ni honor que
salvar. Se encontró sólo con su pobreza, se vio tal
como era, pobre, débil, necesitado. Se abrazó a sí mismo en su pequeñez
reconociendo que ahora sí podría seguir los pasos del crucificado. Por eso en
este momento, días después, puede contestar a Jesús sin llanto: «Él le contestó: - Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Porque
Jesús lo sabía todo. Sabía que su corazón era altivo y que hasta que no
experimentase la derrota no podría caminar hacia el amor verdadero. Sabía que
sus gritos de seguridad prometiendo entregar la vida eran sólo el
inmaduro deseo de un amor que no había aprendido
todavía a renunciar en esta vida, un amor que todavía no había sufrido por el
otro. Un amor torpe y necio. Un amor demasiado inmaduro todavía. Por eso tenía
razón Pedro, Jesús lo sabía todo. Sabía que Pedro lo amaba con locura. Antes de
caer ya lo amaba, es verdad, pero sobre todo, ahora que había caído, lo amaba
con un amor probado. Ese amor insensato de juventud, ese mismo amor, ahora
fundado sobre roca, seguía dispuesto a dar la vida por Cristo. Había sido
débil, pero ahora ya podía iniciar un camino más alto hacia el Calvario. Jesús
se alegra con la respuesta
y le responde: «Apacienta mis corderos». Da
una misión, confía a sus propios hijos a Pedro.
Pero a Jesús no le basta este primer sí, e insiste una
y dos veces más: «Por segunda vez le pregunta: -
Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: - Sí, Señor, tú sabes que te
quiero. Él le dice: - Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: -
Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por
tercera vez si lo quería».
La insistencia de Jesús le entristece a Pedro. Sabe muy bien que no has sido
fiel, que ha caído y su torpeza le pesa en el alma. Tal vez, como nosotros
muchas veces, no se acaba de perdonar aquella caída imperdonable. La tristeza
por la propia debilidad. La constatación de su limitación. Pedro ve con dolor
que el mérito no está en él, que no puede poner su confianza en su propia
fuerza. No puede y sufre. Por eso, ante la insistencia
de Jesús, contesta con la humildad del hijo débil y herido: «Le contestó: - Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Jesús
le dice: - Apacienta mis ovejas». Jesús le
ha preguntado a Pedro si le ama con todo su corazón, con toda el alma, con su
vida entera. ¿Me amas más que éstos? Hoy nos sentimos como Pedro, respondemos
que sí y nos sentimos pequeños cuando caemos. Respondemos con sus palabras: «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero». Nos da
pudor decir: «Te quiero, yo te amo, doy todo por ti,
nunca fallaré». Porque no nos vemos capaces de responder a tantas expectativas.
El amor es muy grande y nuestra alma es pequeña. Por eso Jesús nos marca el
camino y nos anima a amarlo sin descanso, con toda
nuestra vida, con el alma encendida por su fuego: «Quiero
que te consumas en mi amor. Quiero que me ames pues tengo sed de tu amor. Que
ardas en deseos de verme amado y que tu corazón no se alimente más que de este
deseo». Sabemos que no podemos amar a nadie sólo
con nuestras propias fuerzas. Somos egoístas. Sabemos que el amor de Cristo
resucitado nos sostiene. Sabemos que sólo cuando nos hemos vaciado de nuestro
orgullo y vanidad por medio de la renuncia, en el sacrificio de un amor
probado, entonces hemos dejado lugar en el alma para que se llene del amor de Dios,
de su Espíritu. Como decía una persona: «Cuando no espero nada, cuando no busco el
fruto, y sólo espero abandonarme a lo que Dios quiere
de mí en cada momento, entonces encuentro el sentido y el verdadero fruto
interior. Al vaciarnos a través de la renuncia es cuando podemos llenarnos de
su Espíritu de amor». Sabemos
que nuestro amor es pequeño y que sólo Dios nos capacita para amar como el ama.
Sin embargo, no podemos dejar de repetir en nuestro camino esas dos palabras
que expresan el deseo más puro y noble del corazón humano: «Tú sabes que te quiero». ¡Qué
importante es decir que amamos a Dios y a los hombres! ¡Qué
grande decir que vamos a luchar con todas nuestras
fuerzas, que vamos a dar la vida por aquellos que Dios ha puesto en el camino,
por nuestro rebaño! ¡Qué importante hacerlo siempre sin miedo, aunque sepamos
que podemos fallar, que nuestra seguridad nunca está en nuestras propias
fuerzas! El amor se demuestra en obras. El amor se refleja en la entrega y
generosidad. El amor nunca se cansa de entregarse. Cristo nos pide un amor que
se entregue a diario por personas con-cretas. Sí nos pide que cuidemos a sus
ovejas. Lo importante es que responda-mos con alegría a su llamada al amor y
que nunca nos cansemos de dar la vida por aquellos a los que queremos. Que
podamos responder con alegría a esta pregunta cada mañana: «Señor, tú lo sabes todo, tú
sabes que te quiero». Con un amor humano y limitado, torpe y
dispuesto, siempre lleno de confianza. Un amor que brota de nuestra herida. Esa
herida de amor que llevamos desde que nace-mos. Esa herida grabada a fuego que
nos une con el corazón de Cristo, también herido, también roto. Sí, nuestro
amor puede ser más grande. Es limitado, cae y se levanta siempre de nuevo.
Surge de las cenizas y responde como Pedro, con la esperanza grabada en la
mirada. Sí, «te quiero», le decimos de nuevo a Cristo. Nuestro amor madura en
la entrega, en la renuncia al propio deseo. Un amor así es el que hace posible
que cuidemos las ovejas de Cristo, su rebaño. Un amor que se parte y se
dona. Un amor nuevo y probado. Un amor sanado.
1 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 354
2 Massimo Gramellini, “Me deseó felices sueños”, 145
3 Todd Burpo, “El cielo es real”, 212
4 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”, 12
No hay comentarios:
Publicar un comentario